domi Halloween

 

Érase una vez que los primitivos comenzaron a soñar con sus familiares y conocidos muertos, se asustaron y creyeron que había un más allá «más acá de más nunca», un otro lado donde andaban, entre tristes y arrechos, los difuntos. De donde, con el tiempo que todo lo complica, vinieron a nacer creencias, mitología, religiones y los astutos traductores simultáneos entre los dos mundos (como San Pablo que nunca vio a Cristo pero hablaba idiomas y se las sabía todas), el Vaticano, su Banco Ambrosiano y mátenlos a todos que Dios reconocerá los suyos.

En esto de las apariciones post mortem, los celtas (y otros pueblos) se asustaban más cuando venía el 31 de octubre, el Samhain «Fin del Verano» (Calan Gaeaf para los bretones) o solsticio de invierno que hoy decimos. Había que hacerles un cariñito a los difuntos para que no vinieran a echar vaina en las frías y largas noches del Norte aún no industrializado. Fogatas y regalos, velas para los finados y gran día de inventario de todo lo que tenemos para pasar el invierno. Pero ni Inglaterra ni Irlanda eran Cuba: el Imperio nvadió y ¡oh sorpresa! el Samhain se celebraba el mismo día que en Roma la «fiesta de la cosecha» (diosa Pomona) y, oye César este mundo es un pañuelo, juntaron las ganas y lo celebraron juntos por siglos hasta que llegaron los católicos y el Papa mandó a parar. Viendo Gregorio III (731-741) cómo se divertían los paganos, se adueñó de la franquicia y mudó la festividad cristiana del Día de Todos los Santos (All Hallows’ Eve – Víspera de todos los Santos) del 13 de mayo al 1º de noviembre. Gregorio puso unos lejanos santos exógenos en el lugar de los mala conducta pero siempre íntimos queridos difuntos y, ya lo sabemos: «la cosa no es como antes, dejen de andar brincando fogatas y vayan a acostarse temprano; las comunicaciones deben pasar por nosotros que hablamos con el otro mundo en latín, la lingua franca del paraíso». Efectivamente la cosa se puso mala y empeoró cuando la Reforma trajo a los protestantes que eran más puros, es decir más crueles: «Prohibido hablar con los difuntos en el cielo o el infierno, y si por el purgatorio es, olvídenlo que, por decreto ¡no existe!» Y así apagaron el All Hallows’ Eve, léase Halloween.

Pero como hasta el diablo tiene un amigo, apareció Guy Fawkes, católico vengativo que comenzó a llenar con barriles de pólvora los sótanos del parlamento, con la cívica intención de volar juntos a los parlamentarios y al rey James I, el de la traducción de la Biblia. Descubierto el «Complot de la Pólvora» el 5 de noviembre 1605 y ejecutado Fawkes («El único hombre que entró al parlamento con buenas intenciones») la fecha fue decretada júbilo nacional porque Dios salvó a Su Majestad de los malditos papistas. Y así volvió el viejo Samhain con su desenfado pagano, fogatas, golosinas, quema de Judas, accidentes pirotécnicos, perros asustados y máscaras de Guy Fawkes (las de V de Vendetta y Anonimus), una fiesta protestante, anticatólica y antiespañola por excelencia.

Cuando amainó la hostilidad entre Londres y Madrid, también cedió el tono anticatólico y la exuberancia pagana de la fiesta, víctima de la gazmoñería cristiana como la gran mayoría de los eventos populares en Europa. Halloween pasó de rumboso festejo callejero a modesta fiesta familiar. El millón de irlandeses que en 1840 huyeron de la hambruna, llevaron su Halloween a los Estados Unidos, junto con la tradición de la calabaza hueca con una vela adentro que revivía la leyenda del alma en pena del tacaño Jack-o’-lantern («Juan Linterna»).

Durante un siglo el Halloween fue tradición intima de la colonia irlandesa, hasta 1921 cuando el gobierno federal aprobó el Acta de Cuota de Emergencia (Emergency Quota Act ) destinada a impedir la llegada de refugiados judíos provenientes de Europa Oriental, y que limitaba la inmigración anual a 3% del número de integrantes de las minorías existentes, lo que privilegiaba a los irlandeses y les reconocía una «afinidad racial» que se negaba a otros. La fiesta alcanzó popularidad en las siguientes décadas, pero sólo sería masiva a partir de 1978 con La Noche de Halloween, mediocre película de terror de John Carpenter, y sus innumerables secuelas e imitaciones hasta nuestros días.

El actual y enorme despliegue comercial y publicitario del Halloween a escala internacional responde a intereses mercantiles y al espíritu necrofílico de la sociedad actual, que fabrica y promueve miedos fiction y nonfiction (también inventados), Harry Potter y Al Qaeda, para tener al rebaño aguantadito, por dentro y por fuera, y drone o paraco para quien se amotine. En las ligas menores, para niños y poco exigentes está Halloween con su carnaval de duendes, fantasmas y demonios. El ridículo no mata, pero no siempre terror y muerte son de plástico: en la noche del concierto de rock llamado «Halloween» en el Madrid Arena de la Casa de Campo de la capital española, se produjo una estampida bajo la cual tres jovencitas murieron aplastadas. Lo obsceno, lo abominable de la muerte joven.

¿Algún atravesado espíritu celtíbero ofendido por la importación de espectros de imitación, a España que los tiene tan buenos y feroces?

¿Los muertos de la guerra civil enterrados en la Casa de Campo bajo las ruinas de la República Española, que despertaron al estruendo del rock y montaron en cólera al ver que la tierra que tanto amaron y defendieron era mancillada por los neofascistas y sometida a un Rey?

Y para terminar en Venezuela, cada quien es dueño de imitar y copiar lo que le venga en gana pero «ADVERTENCIA: Se ha determinado que el sueño de la razón engendra monstruos, inventamos o erramos y si no se corrige a tiempo la falta de imaginación es incurable». Cada quien con sus fantasmas; los míos están vivos y realmente matan, nos matan a todos, si les damos «un tantico así».

 

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