Hace 43 años que L´Oreal lanzó su ya archifamoso eslogan “porque yo lo valgo”. Poco antes, a finales de los años 60 había nacido la minifalda. Eclosión siglo XX huyendo de las guerras mundiales en pos de sí mismo entre paradojas y contradicciones, esperanzas y retrocesos: Vietnam, la crisis del petróleo, Watergate, Allende, la revolución de los claveles en Portugal… La igualdad legal entre hombres y mujeres y el alegre desarrollismo económico del consumo a plazos trasladaba la sensación de cerrar (en falso) las reivindicaciones históricas del movimiento feminista. “Porque yo lo valgo” jugaba con la ambigüedad calculada a través de una frase-trampa de fácil impacto: un presunto yo activo (y muy “femenino”, de corte cool y confección retro) que se plegaba al punto de vista tradicional y mayoritario de la ideología machista del régimen capital-trabajo.
Mientras L´Oreal atrapaba a la clásica “mujer clase media” en sus alforjas conservadoras y dentro de sus espejos reaccionarios e íntimos del cuarto de baño, el movimiento feminista seguía bregando contra el sistema social imperante y sus viejos prejuicios con renovadas propuesta e iniciativas prácticas e intelectuales. Aunque parecía que el asunto general de la mujer había desaparecido por completo, la liberal estadounidense Betty Friedan atinó de lleno al desvelar lo invisible diciendo que el conflicto de la mujer era “el problema que no tiene nombre”, un procedimiento habitual del capitalismo para esconder sus fallos y atrocidades recurrentes: lo que se ve, no existe a afectos de la opinión pública mediática.
Sin embargo, el feminismo entrevió que las estructuras de dominación capitalistas continuaban explotando y oprimiendo de facto a la mujer. Utilizando como herramientas de investigación e interpretación sociopolítica el marxismo, el psicoanálisis y el anticolonialismo, el feminismo radical logró aislar tres conceptos básicos: el patriarcado, los roles de género y la casta sexual. En la actualidad, tales descubrimientos siguen siendo imprescindibles, con matizaciones relevantes, para entender el mundo de la globalidad en el que vivimos.
El eslogan “porque yo lo valgo” es también un excelente recurso semántico para comprender la esencia de ese artefacto ideológico huidizo llamado clase media. La clase media es aquel segmento difuso de la población que se dice a sí misma en silencio que ella (yo) lo valgo. De ese impulso interior nace toda una peculiar filosofía de vida.
Desde la segunda guerra mundial, la publicidad comercial y la propaganda ideológica pretenden crear una capa social flotante y artificial (la clase media o también dicho en plural) separada a cal y canto de la clase obrera o trabajadora a la cual pertenece sin duda alguna por adscripción familiar y ataduras socioeconómicas y culturales innegables.
Segregada a la fuerza o subliminalmente de la clase trabajadora, las distintas clases medias han ido soltando lastre social, político e ideológico gracias al estatus aparente que iban adquiriendo en el terreno laboral. Esa ruptura de clase con sus orígenes permitió que el capitalismo campara a sus anchas hasta la mismísima irrupción o antesala precursora de la posmodernidad globalizada.
La crisis inducida por el neoliberalismo se ha llevado mucho de ese estatus y tontería estética de las diferentes clases medias de la modernidad al derribar el estado del bienestar que inflaba su ego particular e intransferible a terceros instalados en la chusma o en el patetismo de la costumbre. Los populismos que a diestra y siniestra emergen hoy tienen su humus nutricional en la inestabilidad emocional y el miedo al futuro que las clases medias sienten ahora mismo, pánico y dudas existenciales que provocan la búsqueda de soluciones alternativas de urgencia en el mercado electoral.
“Porque yo lo valgo” no es más que una selfie egoísta y estúpida para no atisbar más allá de los límites carcelarios de la camisa de fuerza individual. Se ha puesto de moda justo en los tiempos que habitamos para intentar insuflar ánimo al cuerpo alicaído de las clase medias a la deriva que buscan un referente positivo y fuerte para recobrar el aliento perdido (y el empleo, y la estabilidad económica, y el proyecto educativo, y la salud, y la seguridad en el mundo propio de cristal…).
Mientras adoro mi ego, no soy capaz de ver o siquiera vislumbrar mis alrededores ni de tener opinión propia y crítica sobre los acontecimientos colectivos que me rodean. Hacerse una selfie es tanto como congelar en el tiempo y el espacio un instante vacío de historia. La selfie es la mera reproducción de un objeto sin sujeto protagonista: una mirada ciega ermitaña de un ojo muerto.
Al igual que el feminismo más beligerante y consecuente tuvo que reinventarse para dar nombre en la década de los 70 a las nuevas estrategias de dominación sobre la mujer, hoy hace falta destruir el mito de la clase media para no caer en las garras de los populismos que quieren reinterpretar el mundo usando el yo (o el nosotros mayestático) como palanca mágica para mover voluntades y biografías dañadas por la crisis de la posmodernidad neoliberal.
La selfie es mirarse el ombligo del estatus que ha volado de nuestras vivencias cotidianas. No hay selfie que retrate tal cual la desnudez literal y la vulnerabilidad existencial del ser humano. Tampoco hay, jamás la hubo, clase media. Despojados del empleo y el coche y la hipoteca y las vacaciones suntuosas a las antípodas, solo queda magra clase trabajadora, carne de cañón a explotar por el sistema capitalista.
Ganar a la derecha y a sus acomodados compañeros de viaje de porte izquierdista no es cuestión de juntar siglas sin más, sacarse de la manga creativa una marca seductora o de señalar con palabras altisonantes y el dedo acusador a políticos venales de tres al cuarto, segundones y vasallos en el fondo que sirven de tapadera a los mercados anónimos. Para quebrar las políticas regresivas del neoliberalismo en sus versiones conservadoras o socialdemócratas es necesario recuperar el espíritu de clase, abierto y constructivo, capaz de reconocer en el otro a una imagen de similar rango al mí mismo en oposición al yo iconoclasta, nocivo y superfluo del “porque yo lo valgo” de la clase media escapista cuyo única meta es no salir nunca de su ego recalcitrante y ahistórico.
Nada tiene que ver ese yo escapista inscrito en el gesto selfie anónimo de ser un clon más de la masa a los autorretratos en arte, que buscaban romper la rutina mediante la singularidad de la personalidad propia. Jalones de esas autofotos pictóricas de celebrities pueden ser: Alberto Durero en las postrimerías del siglo XV, Rembrandt, Frida Kahlo, Goya, la locura genial y trágica de Van Gogh y su oreja vendada, Goya… Y, sobre todo, la singularidad formando parte del todo de Velázquez en Las Meninas y los innumerables cameos cinematográficos de Hitchcock como comparsa de sus tramas de intriga. Todos los mencionados son yoes que superaban con creces la banalidad del selfie sin historia ni intención de la rampante actualidad neoliberal y posmoderna.
“Porque yo lo valgo” no es más una treta para fijar a la mujer y a la clase media dentro de la ideología cautiva de sometimiento edulcorado al régimen capitalista. Rompamos la diabólica selfie del yo autorreferente o los populismos de diverso signo nos engancharán hacia la nada absoluta. La nada o el todo sin base en el análisis ponderado de la razón. Mucho cuidado con seguir a pies juntillas las emociones a flor de piel: la ilusión desbordante de la masa no es garantía de haber escogido la senda correcta.
http://www.diario-octubre.com/2015/02/17/clase-media-y-selfie-porque-yo-lo-valgo/
La Cosmética, y todo el campo económico que ella representa, es lo que ha hecho la diferencia entre la Mona Chita y las barbies en que nos hemos convertido en la actualidad.