En la pasada época estival he tenido el placer de leer la obra de Pedro Olalla “Grecia en el aire” (Acantilado, 2015) y ello motivó el presente escrito que, en algunos pasajes, viene a ser una pseudo recensión de varias de las ideas plasmadas en esa obra.
Así, cuando se reflexiona sobre el cómo se entendía el concepto de democracia en la Grecia de Pericles -en que, como es sabido, se concibió y llevó a la praxis una forma de gobernar posibilitando la directa participación de todos los estratos de la sociedad en el proceso de definición de aquello que debía entenderse como el bien común- que comportaba la implicación responsable e individual en la toma de decisiones, preservación de lo justo y de la transparencia en la gestión de lo común mediante el permanente control colectivo del ejercicio no profesional de los cargos, haciendo posible su revocabilidad y responsabilización por la tarea temporalmente efectuada, se comprende que lograran ese Estado identificado con la sociedad sin distanciamiento alguno con ella.
Y al contemplar, seguidamente, las actuales “democracias” en que el Estado sí se ha distanciado de su sociedad y ha ejercido de forma coercitiva un poder –al que son inmunes los más poderosos-, con carencia de control efectivo por parte de toda la sociedad, prosperando así los grupos de presión y el poder económico como definidores de lo conveniente –según he comentado en otros artículos-, entonces comprendemos –con rubor e irritación- hasta donde se ha mancillado el verdadero ideal democrático.
En definitiva se ha descafeinado el producto, de forma que tan sólo determinados decorados y formas huérfanas de verdadero contenido intentan sostener aquel concepto.
La mitología griega establece que Zeus ordenó a Hermes que hiciese entrega a los hombres de dos sentidos –el de la vergüenza (Aidós) y el de la justicia (Dike)- para evitarles a esos humanos -quienes trataban de vivir unidos para defenderse de las fieras- el que siguiesen ultrajándose entre sí.
Así, como se dirá, cabe afirmar que el sentimiento de vergüenza y el de justicia son la base de la “virtud política”, imprescindible para la existencia de la ciudad estado.
Se entendía la justicia como la fuerza o voluntad que intenta imponerse sobre las desigualdades y los abusos de toda clase. Fuerza que incluso debe exteriorizarse como violencia a ejercer sobre sí o sobre otros para conseguir dar a cada cual aquello de lo que es merecedor, a la luz de la verdad.
Por su parte la vergüenza era aquella fuerza –meramente interna, a diferencia de la justicia que lo era interna y externa- que compelía a mantener el compromiso ético de cada sujeto. Su ajuste al bien.
El aidós era para aquellos griegos algo así como la vergüenza ante lo mal hecho. Así al saber una persona que había actuado mal (desajuste respecto al bien), se avergonzaba ante los otros por ello.
El aidós establecía –por tanto- un límite (hoy se dice línea roja), pues ese reconocimiento de la mala actuación implicaba el encontrarse mal y avergonzado por ello; esa era la auto-sanción sufrida por el sujeto.
Por todo ello las leyes no contaban únicamente, para hacerse respetar, con la coacción y la amenaza externa, sino con la conciencia de faltar contra uno mismo, al transgredir los principios éticos (con la consiguiente vergüenza por ello).
Para aquellos griegos –y gracias al deseable imperio de esos dos sentidos (aidós y dike)- el conjunto de la sociedad se convertía en el eficaz y eficiente portador de la soberanía; y el tal imperio de los precitados sentidos se posibilitaba mediante el cultivo de la “virtud política”, a través de un permanente proceso educativo tanto a nivel individual como colectivo al que denominaban paideia.
La paideia era una educación/formación profunda para distinguir de forma consistente lo bueno y lo justo de lo que no lo era.
La comprensión de de lo justo y de lo ético permitía caminar hacia ese estado de “felicidad” que comporta “el deber ser” (deontología).
Esos mismos sentires ético y de justicia, asumidos colectivamente, fundamentaban la soberanía popular -como se ha indicado- y justificaban la democracia como forma organizativa política.
En resumen, si la ciudad (polis) era confiada a la virtud política de sus ciudadanos, era del todo necesario ese tipo de educación (hoy muy relegada, y así nos va)
Esta educación era considerada un “deber” de la ciudad, a fin de fomentar ese sentido de justa responsabilidad. Ese proceso formativo excedía, por tanto, a aspectos tales como la poesía, música, danza, aritmética, geometría etc. ya que la ciudad precisaba ineludiblemente de la “educación política”. Al revés que en la actualidad en que las élites prefieren la ignorancia de quienes no las engrosan (no vaya a ser que les discutan la jugada).
A tal faceta debía acercarse todo individuo “no por profesión sino por educación (paideia), tal como corresponde al ciudadano libre”, como mantenía Platón. Parece que, olvidándonos de ello, hemos pasado a disponer de políticos profesionales como los únicos que deben trabajar en el tema; y así nos va también!
La virtud política (areté) alcanzada mediante la paideia citada, por tanto, no es otra cosa que una especie de íntima sabiduría que nos permite reconocer el bien como primera fase, para –en una segunda- impulsarnos a obrar de conformidad con él. Imperio pues de la justicia y de la vergüenza como freno/castigo a la acción injusta/contraria a ética.
Se entendía pues como absolutamente necesaria la existencia de virtud política en todos los ciudadanos, para la buena marcha de la polis.
En este punto, cabe preguntarnos: ¿se entiende así hoy? ¿Existe hoy esa virtud? ¿existe cómo mínimo en los “políticos” (parece que el término ya no se aplica a todos los ciudadanos) que idealmente nos representan? Y… si no existe plenamente ¿cabe hablar entonces de real democracia?
Es obvio que no puede admitirse la existencia de una verdadera democracia sin límites ni valores.
Pues bien, la realidad circundante hace evidente que, en los últimos años, en nuestra vida política –europea, estatal y autonómica- se detecta un importante déficit de vergüenza (aidós) tanto en muchos de los denominados “políticos”, y -si se me permite- como en multitud de los restantes ciudadanos que no se avergüenzan de que aquéllos no se avergüencen de multitud de sus acciones.
Y recuérdese que sin vergüenza no hay virtud política ni democracia.
Y es evidente también que, no solo existe un déficit de vergüenza, sino que, además, llegan a producirse verdaderas exaltaciones de la desvergüenza (de los que, seguidamente, daremos algún ejemplo), y eso, sinceramente ya es para nota…
El título del presente artículo pretende, por tanto, que cuestionemos directamente una democracia por la desvergüenza (ausencia de aidós) en algunos de sus políticos. Simplemente por eso. Ni más ni menos que por eso.
Y ello sin entrar en otros aspectos cruciales tales como que se trate de un sistema escasamente participativo, existencia de leyes electorales manipuladas, dificultad en las revocaciones, falta de transparencia, escasa o nula rendición de cuentas por la gestión efectuada, etc. etc. que naturalmente generan, asimismo, una devaluación tremenda del concepto democrático.
Opino que, por ejemplo, en nuestro país la desvergüenza es muy notable y en consecuencia la democracia es una ilusión óptica.
Así que, por ejemplo, quienes efectúan políticas económicas que generan mayores desigualdades sociales –los ricos lo son cada vez más, a costa de que los pobres, a su vez, lo sean también cada vez más- cargando las consecuencias de una estafa mal llamada crisis en quienes la sufren y no en quienes la causaron, etc., es no tener vergüenza (en el sentido de aidós y, si se me permite nuevamente, en el sentido castizo). Que se presenten, además, como los protectores de los más débiles, es aún peor.
Quienes nos indican que la independencia catalana (y sin entrar en lo legítimo o no de tal aspiración) permitirá desprendernos de la política laboral del Gobierno central, habiendo apoyado precisamente la tal política -cuando era innecesario al gozar el Gobierno de mayoría-, es otra desvergüenza, además de desmemoria.
Culpar a la víctima de un claro y evidente pelotazo de goma “antidisturbio” de mentir e ir cambiando la versión oficial, es otra. Ser corrupto, otra; y además delito. Negarlo, más. Poner excusas absurdas, aún más.
Decir por parte de quien dirige un partido o un gobierno que no se entera de la corrupción de sus más estrechos colaboradores es otra desvergüenza por increíble; aquí con el agravante de declararse unos incompetentes (por no enterarse) y unos tontos (por creer que los demás lo somos y les vamos a creer), etc. Es un no acabar!!
Y como “ejemplo guinda” (no por su importancia sino por el grado), el del cierto presidente autonómico cuando avala como muy lógica la versión de un proveedor de servicios (al que se le halla una lista con importes de adjudicaciones y el valor de su 3%) en el sentido de que tal dato no implica que se cobrase una comisión -el famoso tres por ciento- (y que conste que, por prudencia yo no mantengo que, necesariamente, lo implique; ya decidirán los jueces), sino que, por el contrario, comporta que justamente no pagaba esa comisión y, para evitar malos entendidos, calculaba ese valor a los efectos de que sus lícitas donaciones no coincidiesen con esas magnitudes.
Discúlpeme el lector, pero sin que esa explicación resulte del todo imposible, opino que para expresarla en público, despreciando la posibilidad de un benéfico silencio, se necesita un extraordinario control del rubor por parte del parlante.
Vemos que no abunda el sentido de la vergüenza y, por ende, pensémoslo dos veces antes de llenarnos la boca con la palabra democracia, al menos en tanto la situación no varíe. Y en todo caso se acercan unas elecciones y en nuestra mano está.
Zeus ordenó a Hermes que entregara a los hombres el sentido de la vergüenza (Aidós) y el de la justicia (Dike)
http://ssociologos.com/2015/09/25/la-desverguenza-de-los-politicos-como-signo-de-antidemocracia/