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La posibilidad de vivir muchos años ha sido siempre una idea obsesiva durante la historia reciente. Y tan solo en los últimos cien años hemos sido capaces de prolongar nuestra vida de una manera significativa. Los científicos Xiao Dong, Brandon Milholland y Jan Vijg (Departamento de Genética del “Albert Einstein College of Medicine” de Nueva York) publicaron hace pocas semanas un artículo sobre este asunto en la revista Nature. Aunque el tema es muy recurrente en la literatura científica, estos investigadores han analizado los datos demográficos de los últimos 26 años para conocer la posible evolución de la máxima longevidad de nuestra especie.
La pregunta que todos nos hacemos es cuanto pueden llegar a influir la tecnología y una dieta saludable y adecuada en la prolongación de la vida ¿Existe un límite que no podemos pasar?, ¿podríamos llegar a vivir 150, o quizá 200 años si las condiciones son óptimas? Por descontado, no son pocos los que están convencidos de que esta longevidad es posible, y aún llegan mucho más lejos. Pero Dong y sus colegas no están de acuerdo. Sus investigaciones en el ámbito de la demografía revelan que desde 1990 la humanidad se ha estancando, tomando como referencia un estudio publicado ese año por varios colegas (Olshansky y otros, Science, 250). Aunque de vez en cuando tengamos noticias de personas concretas capaces de vivir algo más allá de los 120 años, lo cierto es que desde hace más de dos décadas nos hemos quedado en longevidades que raramente superan un siglo de existencia.
Aunque Dong y sus colegas están de acuerdo en admitir que muy probablemente no existe un determinismo genético específico en Homo sapiens para la longevidad máxima, es muy posible que otros factores puedan limitar el tiempo que podemos vivir. Esos factores (quizá docenas de ellos) estarían regulados genéticamente y serían determinantes indirectos de la longevidad de una especie.
Aparte de este debate científico tan apasionante, estamos dejando a un lado un hecho fundamental. El “objetivo” de cualquier especie es perpetuarse. Muchas especies tienen vidas muy cortas, que terminan en el momento en el que han conseguido dejar sus genes para la siguiente generación. En nuestro caso, sabemos que la fertilidad tiene un límite bien marcado. La probabilidad de que un óvulo llegue a ser fecundado se incrementa en la mujer a partir de una determinada edad. Esa probabilidad llega a ser máxima, para luego ir declinando y finalmente desaparecer. Y esto último sucede, por supuesto, mucho antes de alcanzar las edades tan avanzadas a las que se suele llegar en las sociedades desarrolladas. Aunque una mujer pueda ser madre a los 62 años mediante fecundación in vitro (noticia reciente), la tecnología no invalida lo que sucede de manera natural.
La vida post-menopaúsica es una característica que se ha desarrollado en nuestra especie. Gracias a ello, las mujeres (y los hombres) con posibilidades de cuidar de sus nietos están ahora apoyando la capacidades reproductoras de sus hijas. Si es este el caso, la selección natural habría favorecido el tiempo que transcurre entre el cese de la fertilidad y el fallecimiento. Pero también vimos que no hay buenos datos para defender la “teoría de la abuela” en las poblaciones del Pleistoceno.
Pienso que la prolongación de nuestra vida está directamente relacionada con el estilo de vida de las sociedades más desarrolladas. Podemos disfrutar de un tiempo extra gracias a los progresos científicos, que nos ayudan a conseguir una mayor longevidad aunque nuestra vida útil como individuos reproductores haya cesado. Daremos la bienvenida a ese tiempo añadido, sea cual fuere, deseando que nuestra calidad de vida durante ese período sea cuando menos aceptable. Como bien dice la investigadora María Blasco (directora del CNIO), “si nos tenemos que morir, procuremos morirnos sanos”.
José María Bermúdez de Castro