«Cualquier tonto puede destruir los árboles. Ellos no pueden escapar.» John Muir.(1838-1914)
«No, la vieja África pertenece ya al pasado, y yo vi como desaparecía» John Hunter.(1887-1963)
«Lo que ahora permanece, comparado con lo que hubo, es como el esqueleto de un hombre enfermo» Platón.
En 1930, el antropólogo Claude Lévi-Strauss observó en Brasil cómo las tierras vírgenes eran destruidas por la colonización industrial. «Tristes trópicos» está lleno de admiración ante la belleza natural: «La selva amazónica parece un nuevo mundo planetario»; y también de críticas ante la fealdad destructora: «Como un animal senescente, cuyo caparazón se espesa […] y no permite respirar a la epidermis, la mayor parte de los países europeos deja que sus costas se obstruyan con villas, hoteles y casinos […] las playas, donde el mar nos entregaba los frutos de una agitación milenaria, bajo el pisoteo de las muchedumbres sólo sirven para la disposición y exposición de los desperdicios».
Vladimir K. Arseniev recorrió Siberia a principios del siglo XX. Capitán del Ejército ruso, geógrafo y explorador, rindió homenaje al guía que le acompañó en sus expediciones cartográficas para los zares. La gran película ‘Dersu’ ‘Uzala’ (1975) narra esta aventura. Pero Dersu Uzala existió de verdad.
Era un cazador de la etnia goldi contratado para recorrer las montañas de Sijoté-Alín, entre Rusia, China y Corea. En aquellos viajes, los duros cosacos se convierten en tímidos conejillos enfrentados al recio ambiente de la taiga. Salvan la vida gracias al sabio cazador, que lee e interpreta los más mínimos indicios en la naturaleza que los rodea.
En su mentalidad animista, todo tiene personalidad, desde la piedra al animal, y con todo se comunica. Y ese mundo de relaciones tan amplio implica una ética, una forma de solidaridad con todo lo salvaje y lo humano, incluso aquello que no se conoce. Arseniev se rinde ante Dersu, pero el ruso también descubre que
Dersu y su mundo están desapareciendo por culpa de él mismo. Los trenes, los leñadores, los colonos y sus ciudades borran lo salvaje. El destino del entrañable cazador goldi es el mismo que el de la taiga: perderse.
Esto es lo que escribe Arseniev cuando vuelve tiempo después a un rincón especial para él: «No reconocí más el lugar; todo había cambiado. Una colonia entera se había creado cerca de la estación, donde se habían empezado a explotar canteras de granito, a abatir el bosque, y se desbastaban traviesas para construir la vía férrea […] los dos grandes árboles habían desaparecido, reemplazados por rutas, terraplenes y excavaciones de fecha reciente».
La conquista del Far West americano también tuvo testigos de excepción como John Muir (1838-1914). Él mismo fue un granjero llegado a Wisconsin desde Escocia cuando era niño. Sus caminatas por un país salvaje con una manta y un poco de pan como todo equipaje le llevaron a dar la voz de alarma sobre el destrozo que los colonos estaban produciendo en la salvaje América.
John Muir fue muchas cosas: explorador, viajero, granjero, naturalista, inventor, filósofo, escritor, pero aquello que le da un lugar en la historia es que es uno de los padres del conservacionismo y piedra angular, absolutamente fundamental, de la cruzada en defensa de la naturaleza. También se relaciona con los pueblos indios, y a partir de la humildad y el respeto, no desde la soberbia y la superioridad colonial de sus coetáneos.
Cuando Muir explora y viaja, la inmensa mayoría de las tierras de Estados Unidos, Canadá, Alaska son tierras vírgenes, prácticamente por descubrir y explotar, con una naturaleza en estado primigénico no modificada por la actuación humana. Mientras que las generaciones contemporáneas a Muir ven en aquellas tierras minas de carbón, bosques para talar, prados para las reses o simples explotaciones ganaderas, Muir descubre allí la esencia de la naturaleza, y se imbuye de la convicción de la obligación del ser humano de conservar aquellos parajes, no explotarlos. La naturaleza es el templo, el santuario del ser humano, y como tal debe ser preservado.
Gracias a Muir se crearon parques nacionales como Yosemite o Sequoia. Hoy, son un vestigio: sólo un 3% de los bosques de secuoyas siguen en pie, y la mayor parte gracias a Muir. Se ganó tanto respeto con sus líricas descripciones de la naturaleza y con sus estudios científicos que Ralph WaldoEmerson o Theodore Roosevelt viajaron desde el Este para encontrarlo en las montañas de California. Su mensaje al presidente fue claro: «Cualquier tonto puede destruir los árboles. Ellos no pueden escapar. Sólo el Gobierno puede hacer algo«. Y era urgente, ya que ya la mitad de los bosques estaban destruidos en 1909. Muir explicó a Roosevelt que Estados Unidos no podía rivalizar con Europa con su Historia y sus catedrales, pero que su naturaleza suponía una experiencia espiritual y cultural que rivalizaba con los castillos y catedrales de Europa.
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Theodore Roosevelt and John Muir, Grizzly Giant Tree, Yosemite National Park, 1903 |
Otro escocés curtido por una infancia campesina nos dejó un testimonio tremendo de lo que ocurrió en
África. Se llamaba
John Hunter (1887-1963) y llegó a Nairobi en 1905, a los 18 años. Su oficio fue el de cazador, primero para ganarse la vida con el marfil y las pieles y, después, a sueldo del gobierno colonial para eliminar la fauna problemática. Considerado el último gran cazador, aseguraba haber dado muerte a 350 búfalos, mil rinocerontes, centenares de leones y mil cuatrocientos elefantes, cifras que causan escalofríos sabiendo que casi todas estas especies están hoy protegidas y bajo amenaza de extinción.
En «Cazador blanco», uno de sus libros de memorias, escribe: «Cuando llegué por primera vez a Kenia la caza cubría las llanuras hasta donde alcanzaba la vista. Yo he sido uno de los últimos cazadores de los viejos tiempos. Cacé leones en lugares donde ahora se alzan ciudades y disparé contra los elefantes desde la locomotora del primer ferrocarril que cruzó el país. En el espacio de la vida de un hombre he visto cómo la selva se convertía en tierras de cultivo y tribus enteras de caníbales pasaban a ser obreros de fábrica. […] Tanto la caza como las tribus nativas, tales como yo las conocí , ya no existen. Los acontecimientos que yo presencié no pueden ser revividos. Nadie verá otra vez las grandes manadas de elefantes conducidas por enormes machos de colmillos que pesaban ciento cincuenta libras cada uno. Nadie escuchará los gritos de guerra de los masai mientras sus lanceros avanzan en la espesura buscando a los leones que han devorado sus vacas. Los hechos que presencié no volverán a suceder jamás. […] Serán muy pocos los que podrán aún decir que pisan tierras jamás holladas por el hombre blanco. No, la vieja África pertenece ya al pasado, y yo vi como desaparecía».
Hasta ahora hemos visto lo que pasaba en la transición del XIX al XX en América, África y Asia. ¿Dónde está
Europa? Es difícil encontrar textos parecidos por una razón: ya no había grandes espacios que destruir en ese entonces. Eso había ocurrido hace tiempo. Y hubo quienes lo contaron miles de años atrás. Hablando sobre la región del Ática,
Platón afirma en ‘Critias’: «Lo que ahora permanece, comparado con lo que hubo, es como el esqueleto de un hombre enfermo […] hay montañas que ahora no tienen más que comida para las abejas, pero que tenían árboles hace no mucho […] y estaban enriquecidas por las lluvias de Zeus, que ahora caen sobre la tierra desnuda para perderse en el mar, cuando antes el suelo era profundo y la retenía…». En realidad, la historia clásica está llena de relatos como éste. Hasta «El poema de Gilgamesh», el más antiguo relato escrito de la Humanidad, narra la profanación de un bosque sagrado.
Leer a Muir, Arseniev, Lévi-Strauss o Hunter nos hace comprender hasta qué punto hemos disminuido el mundo en el que vivimos. Los retazos salvajes que restan, como los parques de África, ya le parecían a Hunter un despojo. Cuando Muir recorría California la humanidad tenía 1.000 millones de personas. Ahora somos 7.000 y en 2050 llegaremos a 9.000. Cuando le preguntaron a Levi Strauss sobre el futuro, el dijo»No me pregunte nada de eso. Estamos en un mundo al que ya no pertenezco. El que conocí y amé tenía 1.500 millones de habitantes. El mundo actual tiene 6 mil millones de humanos. Ya no es el mío.»
Hablando del momento actual, puede decirse que si quedaba una zona virgen era la de las latitudes árticas. Y ya no existe. Barry López ya contó en «Sueños árticos» (1986) el momento en el que la industria y el calentamiento global empezaban a deformarlo.
“El Ártico está considerado como el barómetro de la salud del planeta. Si quieres ver cómo de sano está el planeta, ven y tómale el pulso en el Ártico” Afirma Sheila Watt-Cloutier, activista inuit. Parece que su pulso no es muy estable: tanto los sami como los inuit coinciden en que ahora el clima es impredecible:“Ya no puedes confiar en las habilidades tradicionales para leer el clima. En los viejos tiempos uno podía saber de antemano qué tiempo haría. Esas señales y habilidades ya no sirven” declara Veikko Magga, saami. ”Los inuit tienen un juego tradicional de malabares. El tiempo hoy es un poco así” Comenta N. Attungala, inuit.
John Muir escribió que un día levantó la cabeza y contempló uno de los espectáculos más grandiosos que la naturaleza ofrece a los ojos del ser humano: una aurora boreal, de “suprema, serena y celestial belleza”.
«Sobrecogido por tanta belleza, regresé a mi cabaña, avivé el fuego, me
calenté un poco y me preparé para ir a la cama,
aunque demasiado feliz y rico en auroras como para dormirme.”
Escenas de Dersu Uzala, dirigida por Akira Kurosawa:
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-¡No hagas eso, no tires la carne la fuego. El fuego se comerá toda la carne. Nosotros nos marcharemos, y si viene la gente y ve la carne, podrá comer!
– ¿Quién va a venir por aquí??
– Viene mucha gente.
– ¿Quién?
– Viene el tejón, y el cuervo también! Y los pequeños ratones, mucha gente! En la taiga nunca estamos solos, NUNCA!
Fuentes:
suplementos/natura/2009/42/
1260226811.html
http://unaantropologaenlaluna.blogspot.com.es/2012/08/las-ultimas-tierras-virgenes-los.html