Los monjes tibetanos realizan un rito que en Occidente nos podría parecer completamente descabellado. Pasan horas y horas, que se transforman en días y semanas, inclinados sobre un plano de trabajo en el que depositan con extrema paciencia y cuidado pequeños granos de arena de colores. Así forman las figuras complejas que dan vida a un precioso mandala.
Uno de los principales propósitos de dibujar esos intrincados patrones simbólicos es llamar a la comunidad a la meditación y despertar la conciencia de que existe algo más grande que su mundo pequeño. Sin embargo, cuando finalmente terminan, destruyen el precioso trabajo que tanto tiempo les llevó. Dispersan los granos de arena en agua para que regresen a la Tierra, de donde los tomaron. ¡Y lo celebran! Porque detrás de ese proceso tan precioso y artístico se esconde un mensaje increíblemente poderoso.