De
Christophorus Clavius se conoce poco sobre sus primeros años. Incluso la fecha exacta de su nacimiento no es muy segura. Según los historiadores, puede oscilar entre 1537 o 1538. Aunque constan documentos de que falleció el seis de febrero de 1612, hace 400 años.
Su verdadero nombre de familia en alemán tampoco es conocido con exactitud ya que él empleó siempre la forma latinizada de «Clavius». Por juego de palabras pudiera hubiera sido «Schlüssel» (palabra alemana para “llave”, o lo que es lo mismo en latín «clavis») o también “Klau”, apellido presente en su región natal. De todas formas, la palabra llave (Clavius) le viene muy bien como a una persona inteligente capaz de abrir y desentrañar los problemas más ocultos.
Christophorus Clavius había nacido en Bamberg, Alemania, y su afición por su ciudad natal la dejó bien clara al añadirla siempre a su nombre en sus libros (Clavius Bambergensis). El primer dato histórico sobre su vida es que fue recibido en la Compañía de Jesús por el mismo San Ignacio, en Roma en 1555, aunque se supone que estudió en el colegio que tenían los jesuitas en Bamberg.
En 1556 estudió filosofía en Coimbra, donde observó un eclipse de sol en 1559, primer contacto con su interés por la astronomía. En 1560, volvió a Roma para terminar sus estudios de filosofía y comenzar los de teología en el famoso Colegio Romano, ordenándose de sacerdote en 1564. Su interés por las matemáticas debió despertarse pronto, ya que en 1567 sustituyó al jesuita español Baltasar Torres (1481-1561), en la cátedra de matemáticas del Colegio Romano. Clavius ocupó esta cátedra durante 28 años, hasta 1595.
En los últimos años de su vida, hasta su muerte en 1612, continuó activo, supervisando las ediciones de sus libros y atento a las nuevas observaciones y propuestas en el campo de la astronomía realizadas por Copérnico, Tycho Brahe, Galileo Galilei y Johannes Kepler, aunque se mantuvo fiel a la ortodoxia geocéntrica aristotélico-tolemaica.
Se puede decir que, excepto en los periodos que estuvo en Nápoles, sobre 1596, y la visita que hizo a España en 1597, Clavius permaneció como profesor de matemáticas en el Colegio Romano durante el resto de su vida. Fue fundamentalmente un gran profesor, y los jesuitas matemáticos y astrónomos posteriores le consideraron siempre como el iniciador de la tradición científica y en particular matemática en la Compañía de Jesús. Directa o indirectamente, a través de sus libros, la primera generación de matemáticos jesuitas se confesaban discípulos de Clavius, y sentían por él una profunda reverencia, refiriéndose a el como “nuestro Clavius”.
La modernidad científica y pedagógica del Colegio Romano
En los tiempos de la llegada de Clavius al Colegio Romano, éste estaba ya bien establecido. Había un buen edificio y una organización docente bien elaborada, una buena biblioteca y un profesorado dotado de gran potencia intelectual. La enseñanza, y en especial la enseñanza de la Teología, eran muy apreciadas, siendo los portavoces de las reformas teológicas iniciadas tras el Concilio de Trento.
Era la edad dorada del Colegio Romano, iniciada con las clases de Toledo y Belarmino y culminada con las de Suárez, Vázquez y Valencia. Esta actividad se prolongaría en el siglo XVII con Juan de Lugo, Antonio Pérez, Sforza Pallavicino y Silvestre Mauro.
En la época de Clavius, fieles al Concilio de Trento, los teólogos del Colegio Romano se mantenían dentro de la ortodoxia del tomismo. Pero se trata de un tomismo ecléctico, más abierto a las novedades científicas.
Es de gran interés conocer el elenco de profesores y rectores del Colegio Romano entre 1551 y 1773 para apreciar la envergadura de la obra. Desde su creación hasta la extinción de la Compañía hubo 76 Rectores del Colegio Romano, 32 Prefectos de Estudio, 46 profesores de Sagrada Escritura, 75 de Teología Escolástica (para dos cátedras), 37 de Teología Escolástica (Tertia Lectio), 21 de Controversias, 9 de Cánones, 64 de «Casos» o Teología Moral, 3 de Liturgia, uno de Historia Eclesiástica, 23 de Lengua Hebrea, 221 de Metafísica, 234 de Física (o Filosofía Natural, es decir, lo que hoy llamamos «ciencias» de la naturaleza), 234 de Lógica, 71 de Ética, 50 de Matemáticas (con Geometría y Astronomía, entre los que se encuentra Christophorus Clavius, desde 1567 a 1595), 77 de Retórica, y 6 de Lengua Griega. En total, hemos contabilizado 1172 profesores jesuitas. El claustro de profesores del Colegio Romano en las 19 categorías en que los distribuye el profesor García-Villoslada, era numeroso y contaba con los hombres que la Compañía consideraba más aptos en la institución.
Controversias entre ciencia y religión en el Colegio Romano
El tomismo ecléctico de la Ratio Studiorum de los jesuitas del Colegio Romano les llevó a ser más permeables a las nuevas tendencias del conocimiento humano, como era la filosofía natural emanada de la llamada «revolución científica». En el centro de estudios de los jesuitas se conocían las ideas que había dado a conocer en 1600 el físico William Gilbert. Su obra, De Magnete, influyó mucho en los jesuitas del Colegio Romano y provocó no pocos debates científicos, filosóficos y teológicos.
Pero si nos preguntamos ahora por el papel de Clavius como científico de la época barroca alemana y europea, será necesario recorrer dos direcciones en la investigación: la primera debe ir dirigida a situar a Clavius dentro del contexto científico de su época. Es peligroso en la historia del pensamiento, tanto científico como filosófico, descontextualizar a los autores del momento en el que viven. El conocimiento nunca es una producción aséptica e imparcial.
Entre la postura del racionalismo crítico de Karl Popper y las posturas más sociológicas e historicistas de otros filósofos como Thomas Kuhn, Imre Lakatos, Stephen Toulmin y Larry Laudan (excluyendo al anarquista Paul Feyerabend) mi opción personal (no definitiva pero sí afectiva) se inclina más por una concepción del conocimiento científico como construcción social, obra de una comunidad científica que pretende elaborar imágenes racionales de la realidad natural y/o social.
Aunque sea de modo muy simplificado, será necesario presentar un marco general de las ciencias de la naturaleza (la filosofía natural, tal como la entiende Galileo). No se puede entender a Clavius como un personaje ausente del complejo sistema cultural europeo del siglo XVI. Tras el tumultuoso período del Renacimiento -escribe el profesor René Taton-, durante el cual occidente entró en íntimo contacto con la ciencia antigua, no sin manifestar, en diversos dominios, una indiscutible voluntad de creación, el siglo XVI ve nacer en la Europa occidental una nueva ciencia, que se desarrollará en los siglos siguientes, y que poco a poco se difundirá por todo el mundo.
Esta «nueva ciencia» de la que tratan los historiadores se corresponde con un momento de efervescencia de la creatividad humana. Desde Gilbert, Kepler y Galileo hasta Huyggens, Malebranche, Leibniz y Newton, pasando por Bacon, Harvey y Descartes, los que hoy llamamos «científicos» del siglo XVII en Europa colocan los principios de la ciencia moderna.
Mientras sostenían su lucha, a menudo difícil, contra los prejuicios, la tradición y la rutina, esos hombres geniales supieron explicar los grandes principios que todavía hoy se encuentran a menudo en la base de nuestras concepciones. Aquellos filósofos naturales tuvieron el mérito inmenso de crear métodos originales y fecundos, de renovar amplios dominios científicos y de dar a la investigación un decisivo impulso.
Suele ser normal en los autores de Historia de las Ciencias de la naturaleza identificar el siglo XVI con el comienzo de la que puede llamarse Ciencia Moderna. Sin embargo, es necesario matizar mucho esta afirmación. En primer lugar, no todas las áreas del conocimiento racional y organizado de la naturaleza caminaron a un mismo ritmo durante la época de la Revolución Científica. Así, las matemáticas y la física tuvieron un desarrollo epistemológico que no lo tuvieron las ciencias de la vida y las ciencias de la Tierra.
En segundo lugar, y utilizando las metáforas kuhnianas, la incipiente comunidad científica de la época barroca se hallaba escindida en dos facciones: la tradicional (que se mantenía fiel a los principios, metodologías y contenidos propios de la tradición aristotélica y escolástica y que, por lo general, se atrincheraba en las Universidades) y la facción «moderna» (o renovadora) que, por lo general, desde la periferia de las instituciones académicas, propiciaba una nueva manera de afrontar el problema del conocimiento del mundo natural, social y teológico.
Pero hay un tercer elemento a tener en cuenta en este intento de matización del concepto de nueva ciencia: si se estudia en detalle a los grandes personajes de la filosofía y de la ciencia en este período, puede llegarse a la conclusión sorprendente de que un autor, podía ser «renovador» en unos aspectos y por otra parte seguir acartonado en concepciones arcaicas. El caso más clarificador es el del gran científico Isaac Newton, que alternaba sus estudios sobre física con investigaciones sobre alquimia o sobre astrología. «El Gran Babilonio», ha sido etiquetado por algunos autores.
Hechas estas matizaciones, será necesario presentar, aunque sea muy esquemáticamente, lo que el siglo XVI supuso en la construcción de ideas científicas para comprender a Clavius dentro de esas coordenadas. En este sentido, destacamos como avances que han pasado al patrimonio común de la humanidad los siguientes: las leyes de Kepler, la Mecánica de Galileo, el sistema circulatorio de Harvey, la Geometría de Descartes, el mundo de los «pequeños animales» al microscopio de Leeuwenhoek.
Muchos errores se mezclan en todo ello con las verdades. Pero, ¿acaso no es esta, en cualquier época, la condición misma de la investigación, de la búsqueda de la verdad sobre el mundo, la vida, los humanos y Dios?
La vida científica de Christophorus Clavius se desarrolla fundamentalmente en la península italiana. Por tanto, serán los autores y las ideas italianas las que más pudieron incidir en sus planteamientos.
En el siglo XVI, se había constituido aquí una rica burguesía que quería escapar de los maestros tradicionales y favorecía a artistas, filósofos, literatos y pensadores. Los príncipes, como los Médicis, los cardenales y los papas tenían sus «sabios» a su servicio y financiaban sus trabajos. Así, Galileo era matemático del Gran Duque de Toscana. Las ciudades de vieja tradición autónoma, como Padua, Pisa y Florencia, intentaban acaparar para sí los «científicos» más famosos. De Italia llega la ciencia, lo mismo que el arte, y casi todos los sabios franceses de la primera mitad del siglo XVII sabían italiano, lengua que era, como el latín, el primer idioma de comunicación entre los filósofos y científicos.
Bajo los auspicios del príncipe Federico Cesi, se constituyó en Roma en 1603 la primera institución que amparaba la comunicación y el trabajo entre los científicos, era la Accademia dei Lince, de la cual será miembro, entre otros, Galileo Galilei. Medio siglo más tarde, en 1657, el gran Duque de Toscana, Fernando II, quiso tener en Florencia su grupo de «sabios» y así nació la Accademia del Cimento (Academia de la Experiencia) a la que pertenecía, entre otros, el citado fundador de la Geología, Niels Stensen, así como Viviani, Borelli, Redi y otros. Esta Academia tuvo una vida floreciente pero efímera, pues desaparece en 1667, diez años después.
Algunas fechas sitúan la ciencia del XVI-XVII en su dimensión. Clavius pertenece a la generación que asistía asombrada a la emergencia de la nueva ciencia. En 1609, Johannes Kepler publica la Astronomía Nova con los datos de Tycho Brahe; y en 1610, Galileo publica el Sidereus Nuntius, seguido de la respuesta airada ese mismo año de Kepler (Dissertatio cum Nuntio Sidereo). Debe destacarse el hecho de que en 1611, Galileo visita el Colegio Romano y en el Acto Académico en su honor se le proclamó como uno de los grandes astrónomos de su tiempo.
Pero, a partir de 1612, el año en que fallece Clavius, se inicia la ruptura de Galileo con los jesuitas del Colegio Romano. Tras la publicación del Sidereus Nuntius tienen lugar una serie de controversias con los jesuitas Orazio Grassi y Christophorus Scheiner. Ese año de 1612, Scheiner había observado las manchas del Sol y las publicó (con el seudónimo de «Apelles») en tres cartas al Mecenas de Ausburgo, aunque les daba una interpretación tradicional, como simples «efectos ópticos» sin base real. Estas cartas llegaron a Galileo que creyó ver en ellas una reclamación por parte de los jesuitas de la prioridad del descubrimiento de las manchas (que Galileo había observado en 1610 e interpretado como «máculas» reales de la superficie supuestamente incorruptible del astro rey). Pero Galileo no publicó su hallazgo hasta 1613, lo cual dio lugar a un duro enfrentamiento entre ambos por causa de la prioridad de la observación y su divergente interpretación.