La cultura Chavín floreció en la parte noroccidental del Perú casi mil años antes de Cristo. Pero, ¿qué hizo que este pueblo abandonara la costa y se dirigiese a las inexploradas y prácticamente inaccesibles altas cumbres andinas para adorar a sus dioses? Ese misterio sigue vigente hoy en día…
Juan José Revenga y Lorenzo Fernández Bueno
Han pasado muchos años desde que Chavín de Huántar fuera dado a conocer al público europeo, de la mano de los magistrales documentales que a finales de los ochenta del pasado siglo realizara Fernando Jiménez del Oso. La pequeña población se sitúa a casi cuatro mil metros de altura, lugar ideal para estar más cerca de los apus, los dioses andinos que habitaban en las montañas, y cuya cultura en su tiempo asombró al mundo conocido. La admiración que despertaron se debía a factores diversos, partiendo del mismo enigma de su creación. Aquellos pescadores vivían en las ricas costas peruanas, que les mantenían surtidos de abundante comida durante el año, gracias a las corrientes marinas que bordeaban tierra firme. Un día, sin previo aviso ni aparente justificación, estas gentes cargaron todas sus pertenencias y se dirigieron hacia las inhóspitas cimas de los Andes, que se levantaban rasgando el velo de las nubes a sus espaldas. Allí únicamente les aguardaba sufrimiento, frío y falta de alimentos. Según cuentan las leyendas, que pasaron boca a boca de generación en generación, el pueblo chavín recibió un encargo divino. Del cielo bajó un rayo de luz que les ordenó que iniciaran el éxodo hacia las montañas, donde habrían de construir un templo para su adoración. Sin explicación, al menos lógica, el episodio supuso la primera piedra que habría de edificar una monumental cultura, la más avanzada de su época, adoradores de unos dioses muy extraños…
El inicio
Como todo viaje, éste también tiene un principio, revestido por una ilusión sin precedentes. Y es que ningún periplo es igual o parecido al anterior.
La llegada a Lima y los preparativos en sí ya son únicos. El viaje se antojaba duro. No en vano habíamos de ascender por carretera desde la capital peruana hasta las cumbres de los Andes del norte, allídonde la cordillera blanca de Huarazse elevaba hasta los 6.500 m de altitud. Desde allí, y por pistas de montaña, nuestra meta final se situaba en Chavín de Huántar. Lo más sencillo, al menos en apariencia, era alquilar un todoterreno. El camino se complicaba a cada tramo ya que debíamos pasar puertos de montaña a casi 5.000 m de altura, atravesando la inexplorada puna, el desierto de las cumbres peruanas.
Los motores diesel se atoran una y otra vez, y los «petroleros» -vehículos de gasolina- lo pasan algo mejor. El turbo de los diesel no puede coger la suficiente presión por la falta de oxígeno, en lugares donde es imposible encender un mechero por la falta de éste. Tal fue el comienzo de nuestros problemas. Intentamos alquilar el 4×4 en las agencias con las que normalmente trabajamos, pero el resultado no pudo ser más desalentador. Nadie quena facilitarnos un vehículo para subir a esas cumbres, y mucho menos con destino a la ciudad de Chavín, conscientes del recorrido, y de que la población se halla al final de una pista de tierra y piedras infernales, con abismos de centenares de metros a cada lado. Las opciones se acabaron, viéndonos abocados a aceptar el ofrecimiento de un guía de montaña de Huaraz, Rodolfo, viejo compañero de andanzas -más que suficiente para que nos inspirara poca o ninguna confianza-. Rodolfo tenía, según él, un Toyota Lana Cruiser. Así pues, con todas las dudas posibles, cerramos el trato: nos venamos a las cuatro de la mañana en la puerta del limeño hotel Bolívar para iniciar el camino…
En el interior de un laberinto» entramado de galerias subterráneas, en una pirámide oculta por la tierra, se encuentra el dios de los chavín, el Lanzón, un monolito de más de tres metros que representa a un felino sobre el que caía la sangre de los sacrificados. A la derecha, representación de los sacerdotes del templo portando el cactus de San Pedro, y la terraza de la Luna donde éstos hacían sus rituales miles de años atrás, con el citado alucinogeno natural. Junto a estas líneas, una de las múltiples averias que sufrimos en nuestra singladura, en esta ocasión a más de 4500 m de altitud.
Un viaje delirante
A esa hora recibimos la primera sorpresa; no necesitamos verle para saber que venía. El ruido era ensordecedor. Y el vehículo parecía un tanque cubierto de óxido humeante. Era Rodolfo a bordo de un trasto… indescriptible.
En la vida, si piensas dos veces las cosas es probable que jamás las culmines, así que con más dudas de las habituales subimos en aquella antigualla e iniciamos camino, conscientes de que debíamos ascender a más de 4.500 m de altitud, cota en la que se sitúa el campo base del Everest. A velocidad nunca superior a 60 km/h rodamos por la Panamericana, que a esas horas de la madrugada estaba cubierta por una espesa niebla procedente del mar, impidiendo la visibilidad a más de 1 m de distancia. Con Rodolfo colgado de la ventanilla para ver continuamos.
Empero, lo peor estaba por llegar. Al salir de la vía principal y comenzar la ascensión comenzaron las avenas, que intentamos reparar en los remotos pueblos por los que pasamos. El escape se rompió y el humo se extendió rápido por el interior de la cabina, obligándonos a abrir las ventanillas cuando recomamos las pistas de montaña a más de 4.000 m, con temperaturas bajo cero y apenas oxígeno. Después los frenos, la caja de cambios… Las horas pasaban y habíamos empleado el tiempo de luz solar en recorrer 400 km. Bien entrada la noche arribamos a Huaraz, tras 16 horas de tormento y con caras y ropa totalmente negras a consecuencia del monóxido de carbono. Pero al fin habíamos completado la primera etapa de nuestro periplo andino. Y así, cuando nos dejábamos acariciar por las sábanas, el motor del 4×4 anunciaba que Rodolfo, como un furtivo nocturno, marchaba al taller de un amigo para continuar con las reparaciones…
Al amanecer, cuando salimos del hotel, el paisaje que se abría a nuestros ojos era sencillamente increíble. La Cordillera Blanca se elevaba a los cielos con cumbres de más de 6.000 m, cubiertas por la nieve desde tiempos pretéritos. Lo idílico de esta estampa se rompió cuando un ruido ensordecedor se acercó, perforando nuestros sentidos. Con un «ya están reparadas todas las averías del auto», Rodolfo dejaba escapar la más mugrienta de sus sonrisas. Nueva mentira; el humo continuaba ocupando la cabina, situación que finalmente salvamos introduciendo docenas de trapos por los respiraderos de aquel cacharro infame.
El camino de Huaraz a Chavín no se puede describir; hay que transitarlo. Los profundos baches parece que se van a tragar el coche a cada salto. Durante nuestro periplo tuvimos que descender varias veces para apartar las piedras de los derrumbes que bloqueaban la carretera. Aún así, pese a las constantes vicisitudes, el entorno lleva a meditar, a admitir que, quién sabe si en un pasado muy remoto, ésta fue la verdadera casa de esos mismos dioses que desde tiempos ancestrales se veneran por estos lares. La simple visión de estos entornos invita a pensar en ello.
Ya prácticamente nadie circula por este camino. Pese a todo los recuerdos nos daban fuerzas para seguir, sobre todo porque éramos conscientes de que desde que llegaron, allá por el año 1988, Fernando Jiménez del Oso y J. J. Benítez al misterioso enclave, ningún otro periodista de nuestro país lo había vuelto a ha-cer.Y las incógnitas que entonces quedaron eran demasiadas…
Por estas latitudes los kilómetros caen con una lentitud extrema, al contrario que las horas de luz que parecen volar. Así pues, cuando quisimos darnos cuenta, la noche nos amenzaba de nuevo, o más bien los camiones que nos cruzábamos, pues se pegaban a la pared de la roca evitando el abismo que se abría en el descenso, obligándonos casi a salimos de la pista, y por lo tanto despeñarnos. Los últimos kilómetros fueron angustiosos, pero allí, a lo lejos, en lo más hondo de un profundísimo valle atisbamos las luces de una población. Allí estaba Chavín…
Cuando por fin llegamos al pueblo, daba la sensación de estar entrando en la boca de un lobo siniestro y feroz. Las calles apenas estaban iluminadas, y el ambiente que se respiraba no era precisamente agradable. No, no se percibían, por llamarlo de alguna forma, energías positivas.
Así pues, mientras varios perros gruñían y se peleban en la calle, agotados conseguimos que nos sirvieran algo de comer en una especie de caseta en la Plaza de Armas, aquel símil de restaurante donde las ollas y los platos estaban escondidos entre la mugre. Pero como de los cobardes nunca se ha escrito nada, tomamos lo que en aquellos momentos nos sedujo como la más opípara de las cenas: arroz pegado y huevos, quién sabe de qué…
El templo de Chavín
Cuentan las crónicas que sobre el año 1535, y habiendo escuchado hablar de las riquezas de esta zona, los primeros conquistadores llegaron hasta aquí, y tras uno de los episodios mas sangrientos de la colonización, quedaron sorprendidos por el fervor religioso de estas gentes, mostrándose asustados por lo que allí vieron. Y es que aquel pueblo realizaba sacrificios humanos a diario con fines mágico religiosos.
Desde aquella primera incursión muy poca gente se atrevió a afrontar la difícil singladura, y por lo tanto apenas sí se estudió a esta cultura sin par, y a su gran templo en el que en el pasado se realizaron rituales con el mágico cactus de San Pedro.Ya en 1919, el famoso arqueólogo peruano JulioTello llegaba a Chavín. Y quedó fascinado con lo que vio.
Entre el río Mosna y el Huachepsa, a las afueras de la población, se eleva el centro religioso de Chavín, con una pirámide o edificio principal llamado «el castillo», una construcción que no fue levantada al azar entre ambos ríos. Multitud de canales de agua recorren las entrañas del templo, cauces cuyo uso costó años interpretar. Los sacerdotes chavín abrían las compuertas para que el líquido recorriese los conductos que discurrían por el interior del edificio. Éstos no eran simples caños de agua, pues se estrechaban y aumentaban de tamaño en su tortuoso recorrido, produciendo un sonido fantasmagórico; como si las piedras hablasen, atemorizando con ello a los pobladores de la ciudad, que sentían cómo les hablaban sus dioses.
Al acercarnos a la construcción observamos las famosas cabezas «clavas», algunas aún en el lugar en el que fueron colocada, encastradas en las paredes del templo principal. Estas cabezas, de formas felinas y dotadas de largos colmillos, asustan sobremanera. No en vano estamos en un templo dedicado al miedo a la fe, desde donde dominaron a pueblos vecinos como los huay-cas y los conchudos.Y es que los chavín no sólo crearon una cultura superior, sino que dominaron con el terror como arma.
Su avance llegó hasta el punto de desarrollar inquietudes que les llevaron a estudiar los astros en grandes oquedades hechas en la piedra, que llenaban de agua para observar el cielo con mayor comodidad.
El interior de «el castillo»
El templo principal -500 a. de C.- está construido sobre otros anteriores más antiguos. Cuando accedimos a las galerías del mismo la sensación era indescriptible. Además era la primera vez que nos alegrábamos de la presencia de Rodolfo, ya que conocía a todo el mundo, lo que ayudó a poder entrar en galerías que estaban cerradas al público -salvo para los arqueólogos del INC, el Instituto Nacional de Cultura de Perú-. En muchos pasadizos no podíamos caminar erguidos por su escasa altura, recorriendo el entramado laberíntico del interior de esta pirámide bajo tierra con ausencia total de orientación. Así, cuando menos lo esperábamos, al atravesar un estrecho corredor por el que avanzábamos de lado -no hay espacio para más-, llegamos a la zona más sagrada del templo, el habitáculo donde permanece desde hace milenios el dios más extraño de estas tierras: el Lanzón. El Lanzón es un enorme monolito de unos 4 m, que representa la escultura de un felino de atemorizante aspecto, armado de largos colmilíos y que parece mirar directamente a los ojos desde las entrañas de este mundo subterráneo. En la superficie, justo encima de la representación, hay una especie de altar de piedra con una leve inclinación. Es el lugar donde se realizaban los sacrificios humanos. La sangre que corn’a por el altar caía por un pequeño conducto que se internaba en el suelo y que dirigía el líquido sanguíneo a la «cabeza» del Lanzón; sangre que, según los chavín, mantenía viva a la terrorífica figura.
Un ritual chamánico en un lugar muy especial
Por mediación de Rodolfo conseguimos que el chamán más poderoso de la zona nos recibiese. En una estrecha calle del pueblo se ubicaba una casa humilde, sin nada que la hiciera especial, hasta que atravesamos la puerta…
De las paredes, y sin dejar espacios libres, colgaban abalorios, animales disecados, máscaras, piezas de cerámica con extrañísimas formas… Dado el gran número de ceremonias en las que hemos participado alrededor del mundo, ésta es la apariencia que tienen sus casas, cabanas o habitáculos, siempre que tratamos con un hechicero real. Deben de protegerse del mal con todo tipo de objetos, por ridículos o extraños que puedan parecer.
Se llamaba Damián, y parecía un hombre amable. Nos recibió en su hogar como si ya nos conociese. Daba «buenas vibraciones», fundamental cuando se trata con quien cree dominar la entrada a un mundo oscuro. «Damián, sabemos que trabajas el San Pedro, y nos gustaría participar en una ceremonia que tú dirijas», le dijimos. Al principio nos miró con los ojos muy abiertos; después, simplemente asintió. Nos citó a la mañana siguiente indicando que desde ese instante no comiésemos nada.
El ritual de San Pedro
El San Pedro es un cactus de seis puntas que crece en los lugares más remotos de la mágica Sudamérica. En el ritual del mismo nombre, que tal y como podemos ver representado en los al-torrelives del templo de Chavín lleva celebrándose desde tiempos olvidados, se pela el mismo con un cuchillo y se cuece en una pequeña cantidad de agua. Minutos después teníamos una especie de bebedizo parecido al té, oscuro y de sabor indescriptible.
Así pues llegó el esperado ritual. Damián nos recibió vestido con una especie de traje ceremonial con gasas de gran colorido y una campana en la mano. El interior de la casa estaba en penumbra; las contraventanas cerradas y la luz tenue que se colaba por las mismas ayudaban a aumentar la tensión, Damián tomó una vasija antigua de barro y vertió agua mientras soplaba por uno de los extremos. Fue entonces cuando comenzó a cantar, a realizar las invocaciones como ya se hiciera en estos mismos lugares miles de años atrás, y nos indicó que nos sentásemos. Comenzaron los bailes, el humo de los cigarros y los cánticos ancestrales, y poco después la ingestión del oscuro brebaje. De un trago y sin pensarlo lo bebimos, percibiendo cómo tomaba poder en nosotros. Damián cambiaba sus atuendos y los cánticos cobraban más fuerza. Vistió el mal con plumas de cóndor negras, para más tarde ponerse nuevamente las gasas blancas y coloridas que encarnaban el bien, ambos en eterna lucha. Los efectos de la pócima se fueron haciendo vigentes paulatinamente. El San Pedro es como cualquier otro alucinógeno natural: un veneno que en dosis justas y bien dirigido durante la ceremonia puede ser extraordinario, pero con un falso chamán puede mutar a uno de los peores momentos de la vida. Mientras sentíamos los primeros efectos, un pensamiento afloró, furtivo y fugaz: la certeza de estar locos al consumir el néctar de estas plantas aquí, en el fin del mundo, a cientos de kilómetros de un hospital. Pero tal era la única forma de conocer sus efectos, de experimentar lo que los chamanes y sacerdotes chavín vieron tras consumir el San Pedro.
Comenzamos a sentirnos hipersensibles: los colores eran más intensos y la luz hacía un daño tremendo. Damián nos invitó a salir. Así, cegados por el Sol, dejamos la casa y nos dirigimos al templo mayor. Estaba cerrado, pero el chamán conversó unos segundos con el guardián, y éste nos permitió el acceso. Entonces las percepciones se agudizaron al caminar por aquel recinto. Nuestra imaginación nos llevó al mundo chavín de hace 500 años, percibiendo cómo caminábamos entre los sacerdotes de aquel milenario templo, que nos dirigían hacia el interior. Recorrimos los mismos pasadizos que el día anterior se mostraban hostiles, capaces de encerrarnos en este submundo para siempre, y en esos instantes, presos de la magia del chamán, era como si caminásemos por nuestra casa. La calma era absoluta; pese a ir sin guía conocíamos el periplo. Nos detuvimos en un habitáculo de 12 m2. Damián aseguran’a más tarde que era la vivienda de los sacerdotes. En ningún momento sentimos mal del altura, y ni siquiera nos azotó el hambre tras casi 24 horas sin comer. Ese día revivimos, sutil y etéreo, el mundo pasado de los chavín en su lugar más mágico; un sitio que pese al tiempo transcurrido sigue «activado» para los que acuden con los ojos abiertos a cualquier posibilidad…
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