Por Mark Pagel, 11 de diciembre 2012
Si el lenguaje se desarrolló para la comunicación, ¿cómo es que la mayoría de la gente no puede entender lo que están diciendo la otra mayoría de gente?
Para cualquier persona interesada en los idiomas, la región de la costa nordeste de Papua Nueva Guinea es como una tienda bien surtida. Los hablantes Korak viven justo al lado de los hablantes Brem, que están justo en la costa de los hablantes Wanambre, y así sucesivamente. Una vez conocí a alguien de esa zona y le pregunté si es cierto que se habla una lengua distinta cada pocos kilómetros. «Oh, no», replicó, «están mucho más juntas que eso.»
En todo el mundo hoy en día, se hablan unos 7000 idiomas distintos. Esto significa unas 7000 maneras distintas de decir «buenos días» o «parece que llueve», hay más lenguas en una especie de mamífero que especies de mamíferos en todo el planeta. Es más, estas 7000 lenguas probablemente representan sólo una fracción de las que se han hablado alguna vez en nuestra historia. Para situar la diversidad lingüística humana en perspectiva, se podría coger por separado un gorila o un chimpancé y dejarlos en alguna parte hasta que se encuentren, y sabrían cómo comunicarse. Esto lo podemos repetir con burros, grillos o peces de colores y obtener el mismo resultado.
Esto pone en evidencia una paradoja interesante en el corazón de la comunicación humana. Si el lenguaje evolucionó para poder intercambiar información, ¿cómo es que la mayoría de la gente no puede entender lo que la mayoría de las otras personas están diciendo? Esta perenne cuestión ya se abordaba en la Torre de Babel del Antiguo Testamento, lo cual dice mucho acerca de cómo los seres humanos desarrollaron la presunción de que podían usar su lengua común para cooperar en la construcción de una torre que los llevaría al cielo. Dios, enojado por este arrogante intento de usurpar su poder, destruyó la torre y, para asegurarse que no se reconstruyera, dispersó a la gente y los confundió dándoles diferentes lenguas. El mito conduce a la curiosa ironía de que nuestras distintas lenguas en realidad existen para evitar la comunicación. La sorpresa es que esto no puede estar lejos de la verdad.
Los orígenes de la lengua son difíciles de precisar. La evidencia anatómica de los fósiles sugiere que la capacidad de hablar de nuestros antepasados surgió en algún momento hace entre 1,6 millones y 600.000 años (New Scientist, 24 de marzo, p 34). Sin embargo, la incontestable huella de que el habla fue para transmitir ideas complejas vino solamente con la sofisticación cultural y el simbolismo asociado con los humanos modernos. Aconteció en África hace quizás 200.000 ó 160.000 años atrás, y desde hace 60.000 años que habíendo emigrado fuera del continente, con el tiempo empezaron a ocupar casi todas las regiones del mundo. Es de esperar que surgieran nuevas lenguas conforme la gente extendía para ocupar nuevas tierras porque tan pronto los grupos se aislaban entre sí, sus lenguas comenzaban a distanciarse al ir adaptándose a las necesidades locales (New Scientist, 10 December 2011, p 34). Pero el auténtico enigma se plantea cuando la mayor diversidad de sociedades humanas y de idiomas no se produce cuando la gente está más dispersa, sino donde más se encuentran más cercanos.
Papúa Nueva Guinea es un ejemplo clásico. Esa masa relativamente pequeña de tierra, un poco más grande que California, es el hogar de unos 800 a 1000 idiomas distintos, alrededor de un 15 por ciento de todas las lenguas que se hablan en el planeta. Esta diversidad lingüística no es el resultado de la migración o del aislamiento físico de las diferentes poblaciones. Pero sí de personas que viven en lugares cerrados que parecen haber optado por separarse en muchas sociedades diferentes, llevando sus vidas tan separadas que se han vuelto incapaces de hablar los unos con los otros. ¿Por qué?
Pensando en esto, me quedé asombrado por el extraño paralelismo entre la diversidad lingüística y la biológica. Un fenómeno bien conocido en ecología llamado estados reglados de Rapoport que establece que la mayor diversidad de especies biológicas se encuentra cerca del ecuador, cuyo número va menguando al ir acercándose a los polos. ¿Podría esto ser cierto para las lenguas también? Para probar esta idea, la antropóloga Ruth Mace, del University Collegede Londres estuvo estudiando la distribución de alrededor de 500 tribus nativas americanas antes de la llegada de los europeos, y utilizó estos datos para representar la cantidad de diferentes grupos lingüísticos por unidad de área en cada grado de latitud (Nature, vol 428, p 275). La conclusión fue que la distribución encajaba perfectamente con la regla de Rapoport.
La congruencia de las especies biológicas y de las culturas con lenguas distintas probablemente no es un accidente. Para sobrevivir el rudo paisaje polar, las especies deben diseminarse por todas partes, dejando pocas oportunidades para que surjan nuevas especies. Lo mismo puede decirse de los grupos humanos en las regiones del extremo norte. Ellos también se ven obligados a cubrir amplias zonas geográficas para encontrar comida suficiente, y esto tiende a mezclar los idiomas y las culturas. En el otro extremo de este espectro, donde reina la abundancia en los soleados trópicos, se produce una cuna de especiación biológica, por lo que este rico ambiente ha permitido a los humanos medrar y dividirse en una profusión de sociedades.
Por supuesto que, aún nos queda la pregunta de por qué la gente querría formarse en tantos grupos distintos. Para en la miríada de especies biológicas de los trópicos, hay ventajas por ser diferente, ya que permite adaptarse cada uno a su propio nicho ecológico. Pero los humanos ocupan todos el mismo nicho, y la división en distintos grupos culturales y lingüísticos en realidad conlleva desventajas, como disminuir el movimiento de las ideas, tecnologías y de gente. También hace a las sociedades más vulnerables a los riesgos y planificar con menos suerte. Así que ¿por qué no tener un grupo grande con un lenguaje común?
Una respuesta posible está surgiendo con la conciencia de que la historia humana se ha caracterizado por continuas batallas. Desde que nuestros antepasados salieron de África, hace unos 60.000 años, la gente siempre ha estado en conflicto respecto al territorio y los recursos. En mi libro “Wired for Culture” (Norton/Penguin, 2012) describo cómo, debido a ello, hemos adquirido una serie de características que ayudan a nuestro propio grupo en particular a superar a los demás. Dos rasgos destacan, las «agrupaciones», las afiliaciones con gente con las que compartir una identidad propia, y la xenofobia, demonizando a los que están fuera de su grupo y manteniendo una visión parroquial hacia ellos mismos. En este contexto, la lengua actúa como un poderoso anclaje social de nuestra identidad tribal. La forma en que hablamos es un recordatorio auditivo continuo de lo que somos y, tan importante como lo que no somos. Cualquier persona que puede hablar un dialecto particular, está paseando y anunciando los valores y la historia cultural que comparten. Es más, allí donde los diferentes grupos viven en estrecha cercanía, estas lenguas distintas se vuelven una forma efectiva de prevenir las escuchas indebidas o la pérdida de información importante hacia un competidor.
En apoyo de esta idea, he descubierto explicaciones antropológicas de las tribus decidiendo cambiar su lenguaje, con efecto inmediato, sin ninguna otra razón que la de distinguirse de los grupos vecinos. Por ejemplo, un grupo de hablantes Selepet en Papua Nueva Guinea, cambió la palabra para decir «no» de bia a Bune buscando distinguirse de otros hablantes Selepet de un pueblo cercano. Otro grupo invirtió todos sus sustantivos masculinos y femeninos, la palabra para él se convirtió en ella, la de hombre pasó a denominar a una mujer, la de madre pasó a denominar al padre, etcétera. Cuando esos cambios ocurrieron, uno intentaba simpatizar con alguien con quien había estado cazando hacía sólo unos días.
El uso de la lengua como identidad no se limita a Papua Nueva Guinea. La gente de todas partes utilizan el idioma para controlar quién es miembro de su «tribu». Tenemos una conciencia aguda, y a veces obsesiva, de cómo hablan los que nos rodean y, continuamente, adaptamos una lengua para delimitar nuestro grupo particular de los demás. En un paralelismo sorprendente con los ejemplos Selepet, mucho de la ortografía propia que diferencian el inglés Americano del inglés de Gran Bretaña, como la tendencia a perder la «u» en palabras como “colour”, inició de un día para otro que Noé Webster produjera el primer diccionario americano de lengua inglesa al comienzo del siglo XIX. Él insistía en que, «como nación independiente, nuestro honor [sic] nos obliga a tener un sistema propio de lenguaje, así como de gobierno.»
El uso de la lengua para definir la identidad de grupo no es un fenómeno nuevo. Para examinar cómo las lenguas se han diversificado a lo largo de la historia humana, mis colegas y yo, elaboramos una familia de árboles de tres grandes grupos lingüísticos, lenguas indo-europeas, lenguas bantúes de África y lenguas polinesias de Oceanía (Science, vol 319, p 588). Estas «filogenias», que trazan la historia de cada grupo hacia un antepasado común, revelan el número de veces que un lenguaje contemporáneo se ha dividido o «divorciado» de otras lenguas emparentadas. Descubrimos que algunos idiomas tienen una historia de muchos divorcios, otras bastante menos.
Las lenguas divididas experimentan a menudo episodios cortos durante los cuales cambian rápidamente. Lo mismo sucede durante la evolución biológica, donde es conocida como evolución interrumpida (Science, vol 314, p 119). De tal manera que, cuanto más se divorcia una idioma, más difiere su vocabulario de su lengua ancestral. Nuestro análisis no dice por qué una lengua se divide en dos. La migración y el aislamiento de los grupos es una explicación, pero también parece claro que los estallidos de cambio lingüístico se producen en parte para permitir a los hablantes poder afirmar sus propias identidades. Lo que hay realmente es una guerra de palabras en marcha.
Entonces, ¿qué hay del futuro? El mundo en que vivimos hoy día está a años luz del que habitaban nuestros antepasados. Durante la mayor parte de nuestra historia, la gente se habría encontrado solamente con su propio grupo cultural y sus vecinos inmediatos. La globalización y la comunicación electrónica nos han vuelto mucho más conectados y esto nos homogeniza culturalmente, dándonos el beneficio de entendernos de forma más evidente. El resultado es una extinción masiva de las lenguas que rivaliza con las grandes extinciones biológicas del pasado de la Tierra.
Aunque las lenguas contemporáneas siguen evolucionando y divergiendo unas de otras, la velocidad a la que se pierden las lenguas minoritarias excede con mucho a la aparición de nuevas lenguas. Entre 30 y 50 lenguas desaparecen cada año, los jóvenes de pequeñas sociedades tribales adoptan las lenguas mayoritarias. Como porcentaje del total, esta tasa de pérdida es equivalente o superior a la disminución de la diversidad de especies biológicas a través de la pérdida de hábitat y del cambio climático. Unas 15, de las 7000 lenguas de la Tierra, representan ya alrededor del 40 por ciento de los hablantes del mundo, y la mayoría de las lenguas tienen muy pocos hablantes.
Incluso, esta homogeneización lingüística y cultural está ocurriendo a un ritmo mucho más lento de lo que podría, y eso se debe al poderoso papel psicológico que juega el lenguaje en la marcación de nuestros territorios culturales e identidades. Una consecuencia de esto es que las lenguas resisten la «contaminación» de otros idiomas, con unos hablantes que a menudo acogen palabras foráneas con un cierto grado de suspicacia, por ejemplo los quejosos testigos británico y francés sobre los denominados americanismos. Otro factor es el papel desempeñado por las agendas nacionalistas y sus esfuerzos para salvar las lenguas moribundas, lo que puede dar lugar a políticas como las lecciones obligatorias de Galés para los escolares hasta los 16 años en Gales.
La creatividad lingüística
Esta resistencia al cambio deja bastante tiempo para que la diversidad lingüística pueda aparecer. Varios dialectos de la calle y el hip-hop, por ejemplo, son esenciales para la identidad de grupos determinados, mientras que la comunicación de masas les permite con facilidad llegar a sus electores naturales. Otro ejemplo interesante es globish, una forma reducida del inglés que utiliza sólo 1000 más o menos palabras y estructuras simplificadas del idioma. Ha evolucionado de forma espontánea entre las personas que viajan mucho, como diplomáticos y gente de negocios internacionales. Curiosamente, los hablantes de inglés nativo pueden estar en desventaja ya que elglobish utiliza palabras y una gramática que otros no pueden entender.
A la larga, sin embargo, parece virtualmente inevitable que una lengua única sustituirá a todas los demás. En términos evolutivos, cuando las soluciones para un problema sean igualmente buenas de cualquier manera a la hora de competir, una de ellas tiende a ganar. Esto lo vemos en la estandarización mundial acerca de la manera de decir la hora, medir pesos y la distancia, los formatos CD y DVD, indicadores de ferrocarril, y los voltajes y frecuencias del suministro eléctrico. Puede llevar más o menos tiempo, pero las lenguas parecen destinadas a seguir el mismo camino, todos son vehículos de comunicación igualmente buenos, por lo que uno, eventualmente, reemplazará a los demás. ¿Cuál será?
Hoy en día, alrededor de 1,2 millones de personas, aproximadamente 1 de cada 6 de nosotros, habla mandarín. Luego vienen el español y el inglés, con cerca de 400 millones de hablantes cada uno, el bengalí y el hindi nos siguen de cerca. En estos recuentos, el mandarín apunta a ser el favorito en la carrera por ser el idioma del mundo. Sin embargo, hay muchas más personas aprendiendo inglés como segunda lengua que cualquier otra. Hace años, en una zona remota de Tanzania, me detuve con una persona local intentando hablar swahili y él levantó su mano y dijo: «Mi Inglés es mejor que el swahili». El inglés es ya una lengua franca en todo el mundo, así que si tuviera que apostar por una lengua de reemplazo para todas las demás, esta sería mi elección.
En la actual guerra de palabras, las bajas son inevitables. Al ritmo que se extinguen las lenguas no estamos simplemente perdiendo diferentes formas de decir «buenos días», sino la diversidad cultural que surge en torno a nuestros miles de diferentes sociedades tribales. Cada lengua tiene un papel importante en el establecimiento de una identidad cultural, es la voz íntima que lleva a los recuerdos, pensamientos, esperanzas y temores de un grupo particular de personas. Al perder un idioma también se pierde eso.
Sin embargo, sospecho que un futuro monolingüismo no puede ser tan malo como predicen algunos agoreros. Existe la creencia generalizada de que el idioma determina la forma de pensar, de modo que la pérdida de la diversidad lingüística es también una pérdida de estilos de pensamiento. Yo no lo creo. Nuestros idiomas determinan las palabras que usamos, pero no limitan los conceptos que podamos entender y percibir. Además, podemos sacar otra enseñanza más positiva de la historia de Babel: con todo el mundo hablando la misma lengua, a la humanidad le sería más fácil cooperar en algo realmente grande. De hecho, en el mundo de hoy, los países con menor diversidad lingüística son los que han logrado más prosperidad.
– Autor: Mark Pagel es profesor de ciencias biológicas en la Universidad de Reading, Reino Unido.
– Ilustración 1) anónimo. Diagrama 2): Correspondencia Regla_de_Rapoport con diversidad lingüística. Imagen 3) Mark Pagel .
http://bitnavegante.blogspot.com.es/2012/12/guerra-de-palabras-la-paradoja-de-los-idiomas.html?utm_source=feedburner&utm_medium=feed&utm_campaign=Feed:+bitnavegante+(BitNavegantes)&utm_term=Google+Reader