Introvertido y extravagante, Rodolfo II convirtió la ciudad de Praga en un hervidero de cultura donde se dieron cita científicos, artistas y matemáticos… pero también magos, nigromantes, charlatanes y vividores que hicieron de la vieja Bohemia un lugar tan fascinante como lúgubre.
Según los astrólogos del momento, Rodolfo vino al mundo bajo una nefasta conjunción de los astros, los mismos que tanto le fascinarían siendo adulto. Sus primeros meses de vida no fueron lo placenteros que cabría esperar. Su hermano Fernando, heredero del Imperio, falleció tres semanas antes de nacer él. Abatida por la pérdida, su madre jamás se mostró cariñosa.
Para alejarle de las influencias luteranas, su tío Felipe II reclamó que fuera llevado a España para continuar con su educación. Y así, con doce años, Rodolfo fue enviado junto a su hermano Ernesto, a la corte de su tío. Preocupado por su educación, Felipe II los recibía en su despacho a diario y comprobaba sus progresos. No quería que se sintieran atraídos por el protestantismo como su padre. Felipe II le obligó a presenciar un auto de fe en Toledo. El terrible ajusticiamiento, al que asistía el pueblo como si se tratara de una obra teatral, atemorizó al joven. Ante las súplicas de los reos, el olor a carne quemada, la imponente presencia de los inquisidores y los vítores de la gente, Rodolfo sintió asco y terror. Pero bajo la tutela de su tío, el futuro emperador no sólo conoció desgracias. Gracias a los gustos secretos de Felipe II, el joven se adentró en la alquimia y las ciencias ocultas.
A su regreso a Viena, el futuro emperador ya no se identificaba con la corte que le vio nacer. Tras siete años en España, no volvió a sentirse cómodo en su país natal. Su padre, Maximiliano, preocupado porque la corona imperial siguiese en manos de la familia, presionó a la Liga para que su hijo fuera nombrado rey de Hungría y de Bohemia.
Tras la muerte de su padre, Rodolfo fue elegido emperador del Sacro Imperio Romano Germánico en 1576. Apremiado por los problemas que acechaban al territorio y desconfiado de una posible traición, se hizo consagrar precipitadamente el día 1 de noviembre, mes de los muertos, sin tener en cuenta el mal augurio que muchos achacaban a la inapropiada fecha. Rodolfo ya era emperador, sueño de muchos monarcas y, sin embargo, él no estaba contento. Gobernar le espantaba. Prefería reunir reliquias y objetos misteriosos (ver recuadro).
Reacio a contraer matrimonio a raíz de un anuncio profético, según el cual uno de sus legítimos descendientes lo asesinaría, Rodolfo tomó como concubina a la hermosa Catarina da Strada, hija de su proveedor de antigüedades. Con ella tuvo cinco hijos, deformes y de comportamientos desviados, el mayor de los cuales, don Giulio, causó numerosos problemas al soberano.
EL monarca ALQUIMISTA
Antes de emprender su labor como mecenas de artistas y magos, Rodolfo trasladó la capital del Imperio a Praga, donde se sentía más cómodo. Allí encontró la tranquilidad que necesitaba para entregarse a sus quehaceres mágicos y a sus experimentos alquímicos… Es muy probable que esta pasión le viniera de sus años en España, pues su tío mostró un enorme interés por la Gran Obra. Rodolfo buscó en esta disciplina una fuente de riquezas y, al mismo tiempo, un elixir para calmar sus achaques. Quiso aprender por sí mismo el arte de transmutar los metales y por ello se rodeó de auténticos alquimistas, pero también de charlatanes que querían enriquecerse a su costa.
El doctor Tadeus Hájek, matemático, astrónomo y esoterista, gozaba de la confianza del monarca y fue el encargado de recibir a quienes decían ser alquimistas y desenmascarar a los impostores. En muchas ocasiones descubrió a los estafadores, pero otras veces lograban ocupar un puesto en las destilerías reales.
Muchos farsantes se codearon con el monarca. Pero su afán de mecenazgo y protección frente a los rigores de la Inquisición hizo que se reunieran en Praga auténticos expertos que escribieron tratados sobre la materia y otros que, según sus biógrafos, llegaron a proveerle de grandes cantidades de oro para pagar a sus ejércitos, algo difícil de creer hoy en día. Pero lo cierto es que durante su reinado se produjo el máximo esplendor del arte alquímico en Chequia. No sólo el castillo de Praga fue un centro de reunión de iniciados y sopladores; los aristócratas Guillermo de Rozmberk y Jan Zbynek de Hazmburk también promovieron esta práctica.
En la corte trabajaron importantes alquimistas como Martín Ruland, entre cuyas obras destacan un tratado sobre la piedra filosofal y una enciclopedia del saber alquímico de la época. A él se atribuye, además, un tratado sobre el infierno. El emperador también tenía alquimistas hebreos. El más importante fue el converso Mardochaeus de Delle, quien compiló sus vastos conocimientos en un libro que desapareció siglos después.
Aunque los más destacados, quienes ya gozaban de renombre antes de formar parte del círculo rodolfino, fueron Michael Maier y Michael Sedivoj. Maier llegó a ser conde palatino y secretario privado del emperador y dejó un importantísimo tratado de alquimia, el célebre Atalanta Fugiens. El polaco Michael Sedijov, más conocido como Sendivogius, publicó numerosos trabajos sobre la ciencia sagrada.
Pero entre estos grandes sabios también se mezclaron charlatanes y embaucadores. Es el caso del inglés Edward Kelley, que se aprovechó de las creencias del emperador para enriquecerse. Junto a él estuvo un personaje más respetable y rodeado de misterio, el inglés John Dee (ver recuadro).
A diferencia de este último, Kelley se quedó sirviendo a Rodolfo, obteniendo grandes riquezas. Éste hizo creer al monarca que había logrado la transmutación de los metales, el ansiado oro que iba a traer la bonanza al Imperio. Kelley se convirtió en consejero imperial y en 1588 fue nombrado caballero de Bohemia. Adquirió una serie de casas en Praga, incluyendo una que según la leyenda había ocupado el legendario Fausto: la Faustum Dum. A partir de entonces algunos decían haber visto al nigromante volando a la grupa de Mefistófeles. Confiado por sus riquezas y su poder, Kelley dejó de persuadir al emperador con falso oro e incluso llegó a matar a un noble durante un duelo. Acabó en la cárcel y, mientras intentaba escapar, se fracturó una pierna. La gangrena se apoderó de ella y tuvieron amputársela. Kelley permaneció en prisión hasta que un veneno preparado por su esposa acabó con su vida en 1597.
Aunque Rodolfo promocionó los estudios ocultistas, algunos eruditos de renombre que sentarían los pilares de la ciencia y la astronomía modernas también tuvieron un lugar en su corte. Uno de los astrónomos patrocinado por Rodolfo fue Tycho Brahe. Éste llegó a Praga en 1599, y se convirtió en el más brillante de los astrónomos pretelescópicos. Descubrió la ecuación anual de la Luna y determinó la desigualdad principal de la órbita lunar con referencia al plano de la elíptica. Gracias a sus conocimientos consiguió convertirse en astrólogo y matemático imperial, obteniendo grandes riquezas y un observatorio. Pero lo que más llamó la atención del emperador fue la capacidad profética de Tycho. Nadie dudaba entonces que predecía el futuro y que era capaz de penetrar en los misterios celestes, además de curar las enfermedades. De hecho, comenzó a venderse un elixir que llevaba su nombre y que, supuestamente, tenía virtudes terapéuticas. Brahe también preparó un brebaje milagroso para Rodolfo que contenía melaza, oro potable y tintura de coral.
El emperador se guió siempre por las predicciones del astrólogo, que fueron normalmente de signo funesto. Brahe predijo que Rodolfo moriría poco después que su león, la mascota imperial, asesinado por un hombre de la Iglesia, lo que provocó un auténtico delirio en el soberano, que siempre se creyó perseguido, y tuvo también consecuencias diplomáticas nefastas, cuando expulsó a los capuchinos de Praga, al creer que tramaban un complot para asesinarlo.
Más relevante aún para la ciencia moderna fue la llegada de Johannes Kepler, quien trabajó con Brahe. Kepler afirmaba que la Tierra giraba alrededor del Sol y que no era el centro del universo, corriendo el peligro de ser quemado por hereje. Tras la muerte de Brahe –que nunca aceptó los postulados de su pupilo, aun sabiendo que eran correctos–, Kepler, nuevo astrónomo y matemático imperial, publicó Astronomia Nova, enunciando las dos primeras leyes que permitirían a Newton proponer el principio de atracción universal.
El ocaso de un imperio
La tolerancia del monarca hacia personajes que rozaban la herejía, unido a las concesiones que daba a los protestantes, provocó que la Santa Sede interviniera, que Rodolfo se convirtiera en persona non grata en los círculos papales y que surgieran sospechas de que coqueteaba con la magia negra. Los nuncios enviados por Roma, que el emperador se negaba a recibir, informaron al Papa de que Rodolfo estaba endemoniado. Casi nadie dudaba ya que estaba poseído, pues daba cobijo en su castillo a astrólogos, espiritistas, videntes, magos, nigromantes, alquimistas…
Incluso concedió una audiencia secreta a Yehuda Löw ben Betsalel, gran rabino famoso en Praga por ser el artífice del mítico golem, un ser creado a partir de materia inanimada. Nadie sabe de qué hablaron, pero es bastante probable que sobre las ciencias ocultas, dadas las habilidades de Löw y la pasión de Rodolfo por dichas artes y su afición a coleccionar autómatas y artilugios mecánicos. No es descabellado pensar que el rabino le iniciara en la cábala hebrea.
Rodolfo consiguió burlar en varias ocasiones la vigilancia de la Santa Sede, pero a medida que se acercaba al ocaso de su reinado eran demasiados los problemas que se cernían sobre él: el Imperio turco, que no dejaba de avanzar y conquistar tierras poniendo en peligro al Sacro Imperio; la cuestión religiosa, con el eterno enfrentamiento entre católicos y protestantes, la situación caótica de Polonia y Transilvania…
la traición y la muerte
Los años de esplendor del Sacro Imperio Romano Germánico tocaban a su fin. El paso de un cometa, entonces considerado un funesto presagio, anunciaba la catástrofe: la Guerra de los Treinta Años se avecinaba. Católicos y protestantes se odiaban cada vez más, mientras una nueva desgracia minaba la ya debilitada salud física y mental del emperador. Su primogénito Julio César –don Giulio–, se había convertido en un depravado. Otro de sus hijos murió en una callejuela, durante una riña con una prostituta. Rodolfo había traído al mundo, como señala Dauxois, «varones de mala raza».
Don Giulio disfrutaba con la violencia. Una de sus prácticas habituales era el maltrato a los animales. Cazaba y descuartizaba animales intentando convertirse, sin éxito, en una especie de taxidermista. Además maltrataba con furia a los sirvientes. Avisado de las tropelías de su hijo, Rodolfo lo envió al castillo de los Rozmberk. Muy cerca del allí se encontraban los baños del cirujano Pichler, cuya hija Marketa, una de las jóvenes más hermosas del lugar, despertó la pasión del depravado Julio. Éste consiguió embaucarla y llevarla al castillo. En una ataque de furia la violó y la atacó con un cuchillo, para después arrojarla por una ventana. La joven logró salvar su vida milagrosamente, huyó y pidió ayuda a su padre. Julio no cedió ante la negativa del cirujano a entregarle a su hija; prendió a Pichler y le condenó a muerte, a no ser que Marketa volviese a su lado.
Apenas cinco semanas después de su intento de asesinato, tuvo que volver a los brazos del hijo del emperador para salvar a su padre. Una vez en el castillo, Julio la apuñaló, le sacó los ojos, le arrancó las orejas y los dientes y la despedazó, tras aplastarle el cráneo a patadas. El asesino, cubierto de sangre y excrementos, lloraba y besaba los pedazos para después aferrarse a los barrotes de la ventana aullando como un animal salvaje. A pesar de ser su hijo, Julio César fue sentenciado a cadena perpetua. Encerrado, solo y loco, murió a los 24 años, en una triste similitud con don Carlos, primo de Rodolfo y primogénito de Felipe II.
Sin fuerzas para afrontar las conspiraciones y las luchas de poder, Rodolfo II se vino abajo. No recibía a nadie, sufría alucinaciones, ataques de pánico y trastornos obsesivos. Convencido de que existía una conspiración para asesinarle, comía solo en su habitación. Se hizo servir siempre por el mismo mayordomo, en el mismo plato y en el mismo rincón. Rodolfo II jamás volvió a recibir a un sacerdote y desarrolló un auténtico pánico hacia Dios y los sacramentos.
En esta lamentable situación, alimentada por la superchería de los que le rodeaban, pasó el emperador sus últimos años. Su hermano Matías logró movilizar un gran ejército y que Rodolfo renunciara a los tronos de Hungría, Bohemia y Moravia. Desolado y triste, Rodolfo II de Habsburgo sufría de terribles dolores y sus piernas enfermaron. Cuando los médicos decidieron actuar, la gangrena ya había aparecido. Sin embargo, se negó a tomar los remedios médicos. Sólo ingería un elixir preparado por el alquimista Sethon. Pero ningún elixir pudo burlar al destino y Rodolfo II murió abandonado por todos, el 20 de enero de 1612, poco después de su león y sus dos águilas imperiales negras, tal y como había profetizado Tycho Brahe.
El gabinete de maravillas
Aunque heredó todos los territorios de su padre, Rodolfo lamentó no conseguir el famoso ainkhurn y la copa de ágata de la familia, que pasaron a su tío Fernando, y a los que atribuía un poder sobrenatural. El ainkhurn era un supuesto cuerno de unicornio, criatura que fue considerada real por muchos soberanos. Pero la copa de ágata era para él aún más valiosa. Fernando del Tirol, gran coleccionista antes que Rodolfo, privaba a éste del privilegio de poseer un objeto que la tradición consideraba como el Santo Grial. Años después, tras morir su tío, lograría añadir el cuerno y el «santo vaso» a su colección, desbordada de objetos raros y desconocidos. Este afán coleccionista del monarca se materializó en el conocido como «Gabinete de las Artes y de las Maravillas».
En unas salas creadas específicamente, Rodolfo reunió cientos de armarios a rebosar. Nunca sabremos la cantidad de objetos raros que el emperador llegó a reunir. Tras su muerte muchos fueron desperdigados o subastados a un precio ridículo. La lista es interminable: medallas, amuletos, cruces de todo tipo, péndulos, armas, piedras preciosas, amatistas y otras piezas a las que Rodolfo atribuía un poder sobrenatural; manuscritos extraños como el Voynich, la vara de Moisés; un poco de lodo del valle de Hebrón, donde Dios modeló a Adán, cálices fabricados con cuernos de rinoceronte para contener veneno, figuras egipcias… amén de su pasión por las reliquias, que compartía con su tío Felipe II. El gusto por lo horrendo y lo extravagante era otra de sus pasiones: poseía monstruos bicéfalos y raíces de mandrágora. También se dedicó a «coleccionar» enanos, y ordenó a sus oficiales que reuniesen gigantes suficientes para formar un regimiento.
John dee, ¿farsante o mago?
En la actualidad, la figura de John Dee sigue generando una gran controversia entre los historiadores. Para algunos estudiosos, fue uno más de los numerosos farsantes que llegaron a Praga en busca de riquezas, aunque muchos esoteristas le reconocen como un gran erudito, mago y visionario. Dee llegó a Praga en 1584, huyendo de las posibles represalias del rey de Polonia, Esteban Bathory, cuya sucesión había tenido la imprudencia de anunciar proféticamente. La presencia de Dee en la capital causó un gran revuelo entre los católicos, e incluso el pontífice romano se alarmó por la mala fama del mago, sospechoso de practicar la nigromancia y de haber firmado un pacto con el diablo.
El emperador decidió ocultar a Dee en el castillo de Trebon, donde éste prosiguió con sus misteriosas investigaciones y experimentos. Sin embargo, el célebre mago terminó regresando a Mortlake, en su Inglaterra natal, agobiado por la presión. Sin embargo, allí ya no contaba con el apoyo de la reina Isabel I, que había fallecido, y era considerado por muchos como un «mago negro». Así terminó sus días, en la más absoluta de las pobrezas y olvidado por todos.