3. El Dios implicado
Dios me es más yo que yo mismo.
(Diego de Estella, Meditaciones).
Entendemos la metafísica como conciencia de la coimplicación de las realidades, implicación que la tradición griega expresa como el ser de los seres. A partir de una inspiración cristiana, interpretamos el ser como alma (interioridad), la cual está inhabitada por el amor cual relación de implicación del universo. En este nuestro esquematismo hermenéutico, Dios funge finalmente como hipóstasis del amor, así pues como personificación del amor o amor hipostático/hipostasiado. De acuerdo con esta metafísica hermenéutica, denominamos ser a la implicación radical de la realidad, alma a la implicación interior del ser, amor a la implicación radial del alma y Dios a la implicación personificante del amor, el cual funciona así como hipóstasis de la implicación: Dios como implicación hipostática del universo. Esto significa que no obtenemos pruebas de la existencia de Dios en cuanto separado del universo sino pruebas de la coexistencia de Dios en cuanto implicado en su universo (que no por mera casualidad es también el nuestro).
Esta revisión de Dios como cómplice de la realidad se distingue netamente de la tradicional visión de un Dios-rajá o pachá para reconvertirse en divinidad democrática involucrada en una realidad que incluye el mal así compartido (pues ya se sabe, mal de dioses consuelo de hombres). Un tal Dios está implicado en la realización de lo real y, en consecuencia, en la lucha amorosa con el mal para su redención. De esta forma Dios comparece como la última posibilidad de abandono, y aun dentro de esta posibilidad experienciada in extremis por Jesús en la Cruz, como nuestro último recurso de abandonarnos en su seno amoroso o en su destino, suerte o fortuna a modo de coimplicación final en el trasfondo numinoso del universo, cuyo eco se apercibe en el grito de Jesús al exclamar su alma:”En tus manos encomiendo mi espíritu” ( recuérdese que la mano del alma es el amor).
El cínico o escéptico extremo podrá aducir que llegados a este punto final Dios funciona como mero placebo: algo con lo cual y sin lo cual todo se queda tal cual. Pero si bien cabe hablar de lo divino como aquello con lo cual todo se queda igual (de momento), no parece que sin ello todo se quede como tal (implicado) sino como desimplicado o carente de sentido. Por otra parte, sin la compresencia implícita o implicada del sentido en la realidad, la propia ética del amor (que es la fe con obras) sería puramente voluntarista e in vacuo. Es cierto que ese vacío se sigue dando, dada la realidad contingente y dado que Dios es nuestra proyección basada en nuestra creencia/querencia (Unamuno), pero esta proyección obtiene un fundamentum in re al fundarse en nuestra experiencia de lo real y su coimplicación de sentido (incoado). En el límite Dios se nos muestra como la concavidad de lo real cuya convexión somos nosotros mismos, de modo que el hombre sería el deus ad extra (dios exterior) y el propio Dios Homo ad intra (Hombre interior), lo que concuerda con el dictum teresiano:”búscame en ti, búscame en mí” [9].
La creencia en Dios es pues una creencia amorosa que se acerca a la fiducia o confianza luterana, pero que pone el acento en el amor como mediación de la fe protestante y las obras católicas. Mas la experiencia de Dios no arriba a una Verdad inmutable, fija y transcendente sino a la trascendencia inmanente del Sentido (con)vivido. Por eso lo que decimos de Dios nos lo decimos de/a nosotros mismos, y por lo mismo lo que afirmamos de Dios lo afirmamos humanamente. Juan de la Cruz y otros místicos llegan a decir que todas nuestras dicciones o dichos sobre Dios serían falsos, de modo que nuestro Dios sería nuestra mentira y nosotros sus mentirosos o falseadores, desmentidos amorosamente por el propio Dios.
No es posible en consecuencia fundar una iglesia de justos capaces de emitir la Verdad sobre Dios, pues que esto no sería una iglesia sino una secta. Como vieron M. Weber y E. Troeltsch, una auténtica iglesia es la congregación de justos y pecadores, mientras que una secta solamente es un sector que congrega únicamente a los justos frente y contra los pecadores. Cabe entonces preguntarse si la llamada Iglesia con mayúsculas es en realidad una iglesia o una secta, sobre todo si se presenta por boca del Prefecto de la Doctrina de la Fe como la Palabra verdadera de Dios, ignorando al parecer que la presunta palabra de Dios es verdadera para el que la cree, o sea, para el creyente, por lo que se trata de una verdad-de-sentido. Esto lo supo el mismo Prefecto y Cardenal Ratzinger cuando, recuperando su antigua apertura teológica, afirma que la palabra de Dios no es algo caído del cielo como un meteorito sino que es precisamente una síntesis de culturas [10].
Por todo ello remitirse a Dios es postular el sentido de la vida, lo que lleva consigo un talante humilde, un corazón contrito, un temperamento melancólico, una actitud sensible y una vivencia antiheroica. Ya lo avisó Rimbaud cuando adujo que el criminal es más fuerte que el santo, y también B. Russell cuando consideró la religión como miedosa por cuanto necesitada de ayudas imaginarias. Y, en efecto, quizá el creyente tiene más sensibilidad que fortaleza, y por lo que a uno se refiere no es que el miedo sea un condicionante de la fe sino que bien podría tratarse incluso de pánico (que es más bien miedo al miedo). ¿Y? Precisamente lo que la religión hace simbólicamente es conectar ese miedo a la confianza, así como diluir el pánico en el Uno-Todo simbolizado por el dios Pan.
Así que la creencia en Dios se apoya hermenéuticamente en la cosmovisión de un “implicacionismo simbólico” de las realidades en su ser-sentido. Recuerdo a este respecto cómo me vino la sinuosa idea del implicacionismo en el sinus, seno o pliegue cóncavo de un montículo vasco, para posteriormente entrever su componente o componenda simbólica en medio del mar catalán. Traigo este recuerdo a colación para mostrar vívidamente que, si el implicacionismo experiencia el ser telúricamente como arraigo, el implicacionismo simbólico experiencia el ser entitativo en su desleimiento simbólico-acuático como alma(interioridad): en cuyo (co)seno inhabita el amor personificado en Dios, el cual obtendría aquella significación líquida y cristalina que Ortega atribuye al símbolo o metáfora radical:
La esencia del cristal consiste en servir de tránsito a otros
objetos: su ser es precisamente no ser él, sino ser las otras
cosas. (Ensayo de estética).
Accedemos así finalmente a un Dios-cristal transitivo, un Dios otredad transeúnte, una divinidad simbólica o metafórica que se transparenta a sí mismo, un Dios transicional de carácter cuasi femenino puesto que la mujer es, según Cervantes, “un cristal trasparente de hermosura” que deja traslucir, según Ortega, “lo otro que ella. Comprender a Dios quizá sea entonces comprender la “prehensión” del universo (Whitehead), así pues la aferencia radial y la implicación radical [11].
4. Símbolos de coimplicación
La quinta dimensión es el centro. (Taoísmo).
En nuestra versión el ser del ser dice implicación (alma, amor), y Dios es la hipóstasis de la implicación. En esta perspectiva estamos todos implicados, y ni el propio Dios se salva de la coimplicación universal: por eso no puede definirse a lo clásico como el ser por sí (ens per se) sino como el ser por nosotros (ens per nos), en el doble sentido de que es una divinidad no encerrada sino abierta a nosotros (religiosamente) y por-nosotros o a nuestro través hipotético (hermenéuticamente). Así pues, la realidad es coimplicación, y se personifica en Dios –un Dios posmoderno, diferente y póstumo, una divinidad desleída y difusa, envés de lo real e indefinida (suena aquí la música de Buda, Anaximandro y Heráclito, así como en otra clave la vía negationis o remotionis de la tradición).
Si ello es así, no resultará rara la proliferación de símbolos de la coimplicación desde el paleolítico a nuestros días, entre los que yo constaría el círculo, la cruz, el cuadrado y el triángulo, los zig-zags y ondulaciones, reticulados y espirales, el ónfalo y el hierogamos o matrimonio sagrado, el laberinto y los zigurats o pirámides, lazos, nudos y redes que desembocan en la interred, el dios-hombre y las emanaciones de lo divino. En la cultura vasca cabe considerar el ídolo Mikeldi, un animal bovino/porcino sobre un círculo, como símbolo de la coimplicación, pero también el flamante Guggenheim bilbaíno en cuanto conjunción simbólica de la cueva ancestral y el barco-museo futurista, la piedra simétrica y el titanio asimétrico, las aguas marítimas y el cielo abierto.
Pero la coimplicación de las realidades refunde asimismo otros conceptos filosóficos de mediación, como el de junción o juntura, complexión o conjunción, articulación o ajuste, tao y logos, correspondencia y acoplamiento, correlación y reunión, concordancia y nexo, coligación. Especial interés nos merece el concepto de coincidencia en N. Cusa, así como el de congruencia en San Agustín, definido como coherencia, consonancia o acorde de lo real:
Esta congruencia tiene un gran valor pues dice conveniencia,
concordia o consonancia de lo real, o sea, el compaginarse de lo uno y lo otro o, si se prefiere, la coadaptación de las cosas creadas. (De Trinitate IV,2).
Ahora bien, tanto la idea cusana de coincidencia (coincidentia) como la agustiniana de congruencia (congruitas) son ideas teo-lógicas, mientras que nuestra noción de implicación es ontohermenéutica y, en definitiva, una idea secularizada que dice menos que coincidencia de los opuestos y más que mera congruencia de los diversos, exactamente concurso de los contrarios en/por la concurrencia de las realidades en su realidad o ser: el cual no es pura coincidencia de cosas ni mera congruencia de hechos sino implicación del sentido(complicidad).
El implicacionismo ontohermenéutico es nuestra hipótesis cum fundamento in re: con fundamento en la experiencia humana del mundo referida a la conspiración de todo en el complot o coimplicación del ser. Se trataría entonces de una hipótesis algo novelesca o melodramática, como la del propio Dios implicado o cómplice de dicha conspiración: la relación/relato de nuestras relaciones anímicas simbolizadas en figuras o figuraciones en torno a la gran configuración del ser-sentido amenazado de sinsentido. Rilke lo interpretó así:
Soy el intervalo entre dos notas
que sólo con dificultad se armonizan:
pero ambas, vibrando en la pausa oscura,
se han reconciliado [12].
La presente exposición ha privilegiado hasta cierto punto el fenómeno del amor como ámbito de conjunción del alma humana y Dios, pero no debe interpretarse según lo aducido romántico-idealistamente sino real-idealmente. Porque, en efecto, la fenomenología del amor humano abierto a la divinidad nos muestra un Amante que se cree Dios y un Amado que no cree en Dios: prosiguiendo con la tradición mística que pasa de Abenarabí a R. Lull, digamos que el Amante que se cree Dios es el amante humano, mientras que el Amado que no cree en Dios, por serlo, es el propio Dios.
Extraña explicación que sin embargo describe bien-que-mal la paradójica situación del hombre divinizado por el amor y del Dios humanizado por el mismo amor, el cual cumple así por última vez su radical mediación de los contrarios coimplicados. A este respecto la diferencia entre el amor divino y el amor humano es relativa: en el amor místico el hombre se diviniza por introyección de la divinidad en la humanidad, en el amor humano el hombre diviniza al otro/otra por proyección. Pero en ambos casos el amor es humano-divino: sólo en su afirmación solipsista es demoníaco porque impide la reunión de todos (recuérdese que el diablo se rebela contra el Dios hominizado).El amor ígneo proyecta a Dios como reunión purificadora de todo/todos, al modo como Rilke proyecta en la figura del Angel el “alto abismo” o abismo sublimado [13].
Si creer en Dios es creer en el amor que inhabita el alma, amar es hacer creíble la esperanza del alma: la esperanza de que la existencia tiene/tenga un sentido, el sentido de coimplicación que teológicamente se conoce algo rimbombantemente como Pleroma o Plenitud de los tiempos a modo de Consumación final en la que llegamos a ser lo que aún no somos: el ser que no es –propia o entitativamente sino impropia o transfiguradamente, anímica o amorosamente, la ultrarealidad unitaria en cuyo seno sólo queda la referencia de la aferencia como amor según San Pablo:
Si no tengo amor no soy nada. El amor de caridad no pasa jamás.
Ahora permanecen la fe, la esperanza y la caridad: pero esta es
lo más excelente. (I. Corintios 13).
Pero volvámonos del amor trascendente a su inmanencia humana, en la que nuestra metafísica hermenéutica de la coimplicación puede obtener relevancia política en el marco social de la actual discusión en torno a la democracia. Democratizar a Dios es proyectar nuestra autodemocratización, la cual consiste en coimplicar las diferencias en un horizonte com/partido. Democracia hermenéutica denomina Patxi Lanceros a tal implicacionismo simbólico, interpretado así por él mismo:
La democracia liberal ha de extraer la fuerza argumental
de su propia historia efectual a través de una constante relectura
hermenéutica abierta, crítica y dialogante. No puede –no debe-
presuponer universalidad sino ofrecerla y construirla ( en el mejor
de los casos) proponiéndose como marco integrador de diferencias,
como proyecto –siempre inacabado- de implicación, convivencia,
cooperación y reconocimiento [14].
Conclusión: El Dios mercurial
Dios garantiza el continuum, el sentido del sentido, bajo el milagro primordial del lenguaje. (G.Steiner, Errata).
La idea de la coimplicación es que el sentido no lucha contra el sinsentido para su erradicación, como piensa desimplicadamente el heroísmo moral oficial, sino que lucha con el sinsentido para su humanización. Porque nunca podremos acabar con el sinsentido so pena de acabar con el sentido: por eso se trata de aceptarlo críticamente, tratando de remediarlo como si se tratara de una enfermedad, no extirpándolo para siempre jamás(nunca) sino curándolo en el tiempo cómplicemente con el intento de apaciguarlo. El modelo de este apaciguamiento bien podría ser el de la música, en la que se disuelven y resuelven las tensiones acumuladas de lo real experienciado como ruido. George Steiner lo ha expresado así en sus Memorias:
Mediante el uso de la inversión, del contrapunto, de la simultaneidad
polifónica, la música puede albergar contradicciones, inversiones de
la temporalidad, la coexistencia dinámica en el mismo movimiento
global de estados de ánimo y sentimientos absolutamente dispares,
incluso mutuamente contradictorios [15].
Acaso la auténtica representación de lo divino sea entonces más musical que racioentitativa, ya que la música expresa el ser relacional profundo. Schopenhauer llega a decir que, aunque las realidades desaparecieran, la realidad musical perduraría. Cabe pues decir algo musical de Dios y concebirlo como música de fondo: ruido armonizado y dolor melodiado, salmodia o ensalmo litúrgico. Probablemente algo así parece querer decir K.Rahner cuando en una enigmática afirmación dice que todo en definitiva es bueno: en definitiva, esto es, definitivamente, en la consonancia final de las disonancias.
El lenguaje sobre Dios desemboca a través del lenguaje musical en una divinidad-lenguaje. En la propia obra de Steiner el lenguaje es definido como azogue, pero lo que que no se dice es que ese lenguaje-azogue es mercurial o perteneciente a Hermes-Mercurio, el dios del lenguaje y la comunicación, la interpretación y la traducción, la mediación y la confluencia, la divinidad lingüístico-mercurial de sustancia sólico-líquida o relacional que cohabita cual azogue el fondo del alma humana posibilitando su refracción, reflexión o conciencia.
Lo que puede decirse de Dios es pues dicción o, más estrictamente, condicción (condición), condicción simbólica de lo real, simbolismo entendido como embolismo o enredo/coimplicación de lo real, puesto que el símbolo relata la relación tendida cual puente entre las cosas. La existencia de Dios es así la condicción o coimplicación de lo real: si existe el ser entonces coexiste el coser o cosimiento del ser, cuya hipótesis condicional e hipóstasis personificada es un Dios-pontífice medial.
Al fondo del laberinto humano del mundo se encuentra el alma como inflexión/reflexión de lo real, alma concebida míticamente como un escorpión o araña atrapadora o bien lógicamente como un espejo que refleja todas las realidades cristalinamente. Pero esta refracción es factible por el “azogue mercurial” que, a modo de flexión, pliegue o implicación, posibilita la faz del ser real desde su envés surreal, mediando este lado del espejo con el otro lado del espejo. Por eso cuando Dante concluye su periplo en la presencia de Dios en el Paraíso, la realidad revierte en surrealidad:
Cuando Dante llega a presencia de Dios, al final del Paraíso, el universo se vuelve del revés, centrándose en Dios y ya no en la tierra, un final que trastrueca el principio de todas las cosas [16].
Esta aparición final de la divinidad trastocadora del universo responde a una concepción de Dios no ya como artífice sino como artista del cosmos y, como sabía J.Joyce, el artista cohabita el interior surreal:
El artista, como el Dios de la creación, permanece dentro, detrás, más allá o encima de su obra, invisible, libre de la existencia, indiferente, cortándose las uñas. (Retrato del artista adolescente).
La diferencia con este retrato de Dios como artista adolescente, está en que nosotros no entendemos la divinidad como indiferente sino como diferenciante, dedicada por tanto no ya a cortarse las uñas pasivamente sino a cortárnoslas compasivamente. El poder de una tal divinidad está en la potencia transmutativa que simboliza el “mercurio” como metal derretido, plateado o blanco-lunar, agua ígnea o fuego acuático, logos espermático o razón seminal, un signo en Hegel de la astucia de la razón y un símbolo para nosotros de la argucia del corazón [17].
Mientras que la astucia de la razón se reclama de una divinidad heroica y patriarcal, la añagaza del corazón requiere una divinidad femenina o feminizada. En efecto, la fuerza de la razón se alía clásicamente con la violencia del héroe(Aquiles), la artimaña del corazón se religa con la concepción matriarcal de la heroína(Penélope) heredada por el romanticismo cristiano. El literato N. Frye ha visto certeramente esta diferencia entre la fuerza (masculina) y la maña (femenina):
En el corazón de toda literatura yace lo que he llamado el ciclo de forza (violencia) y froda(artimaña), en donde ambas se entrelazan una con otra, como el emblema del ying y del yang en el simbolismo oriental. Pero elheroísmo acaba en la muerte y la fuerza no es, después de todo, invulnerable. El aspecto cómico de esto, la victoria de la añagaza, adopta a menudo la forma del triunfo de un esclavo o de una heroína maltratada o de cualquier personaje que se relacione con la fragilidad física (así en el ethos romántico y en el mito cristiano)[18].
Ya el poeta Yeats distinguió la cultura clásica de signo heroico, aristocrático y violento (trágico-edípico) y la cultura cristiana democrática y altruista (tragicómica). El Dios de la cultura clásica es heroico y poderoso, el Dios de la cultura romántico-cristiana es antiheroico y amoroso: el símbolo solar primero es el león, el símbolo lunar del segundo es la paloma. Un Dios cuya fuerza procede de la maña sólo puede concebir la creación como odisea, pues es una especie de Ulises/Odiseo religioso, un arquitecto místico, un mago prestidigitador, un artista transfigurador, un alquimista transustanciador, un Dios andrógino coimplicador de los contrarios –fuerza y maña- en el amor como poder sin poder, fundamento sin fundamento, realidad surreal.