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El amor a Dios no sólo implica que el hombre aparte la vista de la dimensión exterior como tal y de las cosas que manifiestan directamente esa exterioridad, sino también que en esa dimensión –esta vez en calidad de espejo de lo Interior–, el hombre ame determinadas cosas y no otras, que ame precisamente las cosas que manifiestan la Interioridad; dicho de otro modo, el amor a Dios debe proyectarse indirectamente sobre las cosas que son sus símbolos o vehículos y que, a causa de ello, prolongan en cierto modo lo Interior en lo exterior, y ello es tanto más plausible cuanto que, hablando en rigor, nada se sitúa fuera de Dios y que la exterioridad, en el fondo, no es más que una apariencia. Así, el hombre contemplativo , se sentirá inclinado en principio a preferir la naturaleza –su virginidad casi paradisíaca y su soledad– a las aglomeraciones urbanas ya su ir y venir humano; si se nos objeta que también tiene que amar a los hombres y las obras humanas, responderemos que es verdad que, paralelamente a su amor por la naturaleza y la soledad, le gustan la compañía de hombres espirituales, por una parte, y los santuarios hechos por la mano del hombre, por otra. Entre las obras humanas, el santuario es divino: es como si la naturaleza virgen, con lo que implica de divinidad, se manifestase en el marco mismo del arte humano, transponiendo a éste al plano divino; la naturaleza virgen y el arte sagrado son así como el alfa y la omega, se oponen complementariamente como el Paraíso terrenal y la Jerusalén celestial. Los dos manifiestan a su manera lo Interior en la exterioridad, y contribuyen a actualizar en el alma el reflujo hacia lo Interior.
Lo que nos ofrecen el simbolismo y la belleza de la naturaleza virgen y del arte sagrado dista mucho de reducirse a «consuelos sensibles», como dirían los teólogos; y es que esta noción moralizante resulta demasiado exterior y demasiado superficial en el sentido de que, lejos de dar cuenta de la transparencia metafísica de los fenómenos, no toma en consideración más que la subjetividad sentimental (1). En las formas terrenas de carácter celestial hay mucho más que satisfacciones más o menos pasionales: hay en ellas algo de los arquetipos divinos que manifiestan tanto en el aspecto de la verdad como en el de la belleza. En su calidad de «exteriorizaciones de lo Interior», favorecen la «interiorización de lo exterior» y reflejan con ello esta funci6n de la Revelaci6n y del Avatara: «descender» para «hacer subir», diversificarse para unir, humanizarse a fin de deificar.
El «amante de Dios» no puede dejar de amar por instinto ese espejo del Cielo que es la naturaleza virgen, pero no necesariamente la ama de manera exclusiva, puesto que en principio también ama los santuarios hechos por la mano del hombre; y ama la soledad de la naturaleza y de los santuarios, pero no de manera exclusiva puesto que igualmente ama la compañía de los santos (2), es decir, de los hombres cuyas tendencias convergen en la interioridad y que están firmemente establecidos en un Interior ya divino.
En las condiciones normales, y normativas, el amor conyugal sintetiza los elementos «naturaleza virgen», «santuario» y «compañía espiritual» porque el hombre sintetiza en sí mismo estos tres elementos (3). Si a la sexualidad se la puede rechazar a causa de su aspecto de «exterioridad» o de «exteriorización», igualmente puede integrarse en el «amor a Dios» en virtud de la cualidad de interioridad del hombre como tal y de la uni6n como tal: el Islam insiste en esta segunda perspectiva y el cristianismo, en la primera.
La naturaleza virgen es el arte de Dios, y el arte sagrado brota de la misma Fuente divina; la soledad es la puerta de la interioridad, y la compañía espiritual es una soledad colectiva y una interiorizaci6n por influencias recíprocas. Esto prueba que las actitudes espirituales nunca son limitaciones realmente privativas ni ideas preconcebidas; se realizan siempre en el plano de lo que parece ser su contrario, lo que en suma significa que todo pueblo o ciudad es normalmente extensión de un santuario y debería seguir siéndolo, y que toda colectividad humana es normalmente una asociación espiritual y por consiguiente debería realizar la «soledad colectiva» vehiculando la tendencia interiorizante (4).
Es conveniente distinguir, además, entre la cualidad de interioridad propia de determinados fenómenos exteriores y la forma interior o interiorizante de mirar todas las cosas: el primer punto de vista es objetivo, y el segundo es subjetivo, pero ninguno puede anular la validez del otro; y es que no existe nada más falso que pretender que todas las cosas vienen a ser lo mismo en todos los aspectos porque sólo cuenta el «espíritu», lo que equivaldría a sostener que las cualidades de las cosas están desprovistas de razón suficiente y de eficacia.
«Lógica y Transcendencia»
1.- Solo la prodigiosa insuficiencia de esa noción puede explicar que se aceptase un arte tan opaco –es decir, desprovisto de toda transparencia y de toda alquimia– como el del Renacimiento y el Barroco, sin hablar de las aberraciones contemporáneas, cuyo formalismo propiamente infernal ya ni siquiera pertenece en absoluto al orden de los «consuelos sensibles».
2.- Es lo que los hindúes llaman satsanga, palabra que contiene el sentido de «asociación con la cualidad ascendente» o el «ser», sat.
3.- Eso es lo que, en el Islam, permite afirmar que «el matrimonio es la mitad de la religión. Si en el cristianismo el matrimonio da origen a un sacramento, eso no es tan sólo con las miras puestas en la procreación, que es terrenal, sino también –de manera más esotérica– con la mira puesta en el amor en sí, que es de esencia celestial y que en principio posee una virtud interiorizante, como indica la propia noción del «Dios-Amor».
4.- La ascesis corporal no es forzosamente tributarla de este punto de vista solamente; puede tener por objeto el independizarse de la materia y de los sentidos, sea cual sea la manera en que éstos se consideren.
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«Todo lo que es bello proviene de la belleza de Dios», enseña un hadith; los musulmanes insisten fácilmente en el vínculo entre la belleza y el amor, y no están muy inclinados a disociar estos dos elementos, que para ellos son las dos caras de una misma realidad; quien dice belleza, dice amor, ya la inversa. El hadith que acabamos de citar encierra en suma toda la doctrina de las concomitancias terrenas del amor a Dios, junto con este otro hadith: «Dios es bello, y ama la belleza»; y esa es precisamente la doctrina de la transparencia metafísica de las cosas sensibles.
El significado de todas estas consideraciones no es que el contemplativo necesite la ayuda de las sensaciones –los innumerables ejemplos de santidad deliberadamente ascética prueban lo contrario–, sino que el mundo sensorial ofrece apoyos secundarios o concomitantes de realización espiritual a cierta categoría de contemplativos, lo cual resulta de la naturaleza de las cosas puesto que no es posible que el mundo no manifieste las cualidades divinas; al manifestarlas las hace ambiguas, y de ello resulta que los mismos factores pueden elevar o rebajar al hombre, según la naturaleza de éste y según las condiciones objetivas y subjetivas de la experiencia sensorial.
De todos modos, no hay espiritualidad sin ascesis, o sin renunciación o desapego, y tampoco la hay sin aceptación de cierta ayuda positiva que recibimos de las cosas sensibles; la diferencia en cuestión es un asunto de acentuación siempre parcial, nunca total, pero suficiente en todo caso para permitir distinguir, en determinado sector humano, entre una actitud exclusiva y otra inclusiva.
Hemos aludido a la ambigüedad de las cualidades universales manifestadas en modo fenoménico terreno: al referirnos al término positivo de la alternativa, en virtud del cual la cosa que manifiesta la interioridad posee en principio calidad interiorizante, concluiremos así: todo cuanto, en el mundo circundante, origina una concomitancia de nuestro amor a Dios, o de nuestra elección de la «dimensión interior», es al propio tiempo una concomitancia del amor que Dios nos manifiesta, o un mensaje de esperanza de ese Reino que está dentro de nosotros.
«Lógica y Transcendencia»
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Hay, con respecto al mundo, tres actitudes posibles: la primera, propiamente infrahumana y sin embargo demasiado humana de hecho, es aceptar que los fenómenos sensoriales son «la realidad» y entregarse a ellos sin reticencias y con una voluntad compacta; esto equivale a negar que Dios no solo es «el Exterior», sino también «el Interior», y que su exterioridad solo tiene sentido en virtud de su interioridad; es negar también, que Dios no solo es «el Primero», que nos ha creado, sino también «el Ultimo», que nos espera al final de nuestro camino, y también aquí uno solo tiene sentido por el otro.
La segunda actitud posible, en cuanto actitud pura y prescindiendo de combinaciones con otros puntos de vista, es el rechazo del mundo, de la seducción, del pecado: es no ver, en el lugar de la belleza, más que esqueletos o cenizas y, en el lugar del placer, impermanencia, engaño, impureza, sufrimiento; desde este punto de vista, no hay «Dios-el Exterior»; el mundo solo es aquello que no es Dios.
La tercera actitud posible se basa en lo que hemos llamado en diversas ocasiones la transparencia metafísica de los fenómenos: es ver el mundo como «Exterioridad divina» y tener conciencia, por ello mismo, de que esta exterioridad depende de una interioridad Correspondiente. Esta actitud toca a las esencias a través de las formas, pero sin perder de vista en modo alguno la verdad de la actitud precedente, a saber, que ninguna apariencia «es» Dios y que todas tienen un reverso que, precisamente, proviene de la exterioridad en cuanto está separada de la interioridad. El sabio «ve a Dios en todas partes», pero no en detrimento de la Ley divina de la que humanamente depende.
«Forma y Substancia en las Religiones»
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Resulta necesario disipar aquí el error según el cual todo en la naturaleza es bello por el solo hecho de pertenecer a ella, y de que todo en la producción tradicional es asimismo bello por pertenecer a la tradición; que, por consiguiente, la fealdad no existe ni en el reino animal ni en el reino vegetal, puesto que, al parecer, toda criatura «es perfectamente lo que ella debe ser», lo que no tiene, verdaderamente, la menor relación con la cuestión estética; y que el más magnífico de los santuarios no es más bello que cualquier utensilio, porque el utensilio «es exactamente lo que debe ser». Esto es pretender, no solamente que una especie animal fea es estéticamente equivalente a una especie bella, sino también que la belleza no vale más que por la ausencia de fealdad y no por su contenido propio, como si la belleza de un hombre fuera el equivalente de la de una mariposa, una flor o una gema. Ahora bien, la belleza es una cualidad cósmica que no se deja reducir a abstracciones extrañas a su naturaleza; paralelamente, lo feo no está solamente en la cosa que no es enteramente lo que debe ser, no consiste solamente en una imperfección accidental o en una falta de gusto; está en todo lo que manifiesta, accidental o substancialmente, artificial o naturalmente, una privación de verdad ontológica, de bondad existencial o, lo que viene a ser lo mismo, de realidad. La fealdad es, muy paradójicamente, la manifestación de una nada relativa: de una nada que no puede afirmarse más que negando o socavando un elemento de Ser, luego de belleza. Es decir que, de una cierta manera y hablando elípticamente, lo feo es menos real que lo bello, y no existe en suma más que gracias a una belleza subyacente a la que desfigura; en resumen, es la realidad de una irrealidad, o la posibilidad de una imposibilidad, como todas las manifestaciones privativas.
«El Esoterismo como Principio y como Vía»
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El problema de la caída evoca el de esa teofanía universal que es el mundo. La caída no es más que un eslabón particular de este proceso; además ella no está presente por todas partes como una «falta», sino que toma en ciertos mitos la forma de un acontecimiento ajeno a la responsabilidad humana o angélica. Si hay un cosmos, una manifestación universal, debe haber también una caída o caídas, ya que quien dice «manifestación», dice «otro que Dios» y «alejamiento».
En la tierra, el sol divino está velado; resulta de ello que las medidas de las cosas son relativas, que el hombre puede tomarse por lo que no es, y que las cosas pueden aparecer como lo que ellas no son; pero una vez que el velo se ha desgarrado, después de ese nacimiento que es la muerte, el Sol divino aparece; las medidas se vuelven absolutas; los seres y las cosas se vuelven lo que ellas son y siguen las vías de su verdadera naturaleza.
No es necesario decir que las medidas divinas no alcanzan a nuestro mundo, sino que están como «filtradas» por su caparazón existencial, y de absolutas que eran, se vuelven relativas, de ahí el carácter flotante e indeterminado de las cosas terrestres. El astro solar no es otro que el Ser visto a través de este caparazón; en nuestro microcosmos, el sol es representado por el corazón. (5)
Es porque vivimos a todas luces en ese caparazón que tenemos necesidad –para saber quienes somos y adonde vamos– de ese desgarrón cósmico que es la Revelación; y se podría subrayar a este respecto que el Absoluto no consiente nunca en volverse relativo de una manera total y sin interrupción.
En la caída y sus repercusiones a través de la duración, vemos el elemento «absolutidad» devorado finalmente por el elemento «contingencia»; está en la naturaleza del sol el ser devorado por la noche, como está en la naturaleza de la luz el «lucir en las tinieblas» y «no ser comprendida». Numerosos mitos expresan esta fatalidad cósmica, inscrita en la naturaleza misma de lo que nosotros podemos llamar el «reino del demiurgo».
El prototipo de la caída no es otro que el proceso de la manifestación universal mismo Quien dice manifestación, proyección, «alienación», salida, dice también regresión, reintegración, vuelta, apocatástasis; el error de los materialistas –cualesquiera que sean las sutilezas por medio de las cuales quieran disolver la noción convencional y ya «anticuada» de la materia– es el de partir de la materia como de un dato primordial y estable, mientras que ella no es más que un movimiento, una especie de contracción transitoria de una substancia en si inaccesible a nuestros sentidos. Nuestra materia empírica, con todo lo que ella comporta, deriva de una protomateria suprasensible y eminentemente plástica; es en ella donde se ha reflejado y «encarnado» el ser terrestre primordial, lo que enuncia en el Hinduismo el mito del sacrificio de Purusha. Bajo el efecto de la cualidad segmentante de esta protomateria, la imagen divina se ha roto y diversificado; pero las criaturas eran todavía, no individuos que se destrozan entre ellos, sino estados contemplativos derivados de modelos angélicos y, a través de ellos, de los Nombres divinos, y es en este sentido que se ha podido decir que en el Paraíso los corderos vivían junto a los leones; no se trata aquí más que de los prototipos «hermafroditas» –de forma esférica suprasensorial– de las posibilidades divinas, surgidas de las cualidades de «clemencia» y de «rigor», de «belleza» y de «fuerza», de «sabiduría» y de «alegría». Es en este elemento protomaterial donde tuvo lugar la creación de las especies y la del hombre, creación semejante a la «cristalización súbita de una solución química sobresaturada» (6); tras la «creación de Eva» –la bipolarización del «andrógino» primordial»– tuvo lugar la «caída», a saber la «exteriorización» de la pareja humana, la cual arrastró a continuación –puesto que en la protomateria sutil y luminosa todo estaba ligado y solidario– a la exteriorización o «materialización» de todas las demás criaturas terrestres, por lo tanto su «cristalización» en materia sensible, pesada, opaca y mortal.
No nos acordamos en que texto tradicional hemos leído que el cuerpo humano, e incluso el cuerpo vivo simplemente, es como la mitad de una esfera; todas nuestras facultades y movimientos miran y tienden hacia un centro perdido –que sentimos como «delante» nuestra– pero reencontrado simbólicamente, e indirectamente, en la unión sexual. Pero el resultado no es más que una dolorosa renovación del drama: una nueva entrada del espíritu en la materia. El sexo opuesto no es más que un símbolo: el verdadero centro está oculto en nosotros-mismos, en el corazón-intelecto. La criatura reconoce algo del centro perdido en su acompañante; el amor que resulta de ello es como una sombra lejana del amor de Dios, y de la beatitud intrínseca de Dios; es también una sombra del conocimiento que quema las formas, y que une y libera.
Todo el procesos cosmogónico se reencuentra, de una manera estática, en el hombre: nosotros estamos hechos de materia, es decir de densidad sensible y de «solidificación», pero en el centro de nuestro ser se encuentra la realidad suprasensible y transcendente, que es a la vez infinitamente fulgurante e infinitamente apacible. Creer que la materia es el «alfa» por el cual todo ha comenzado, lleva a afirmar que nuestro cuerpo es el comienzo de nuestra alma, y por tanto que el origen de nuestro ego, de nuestra inteligencia, de nuestros pensamientos está en nuestros huesos, nuestros músculos, nuestros órganos; en realidad, si Dios es el «omega», él es también necesariamente el «alfa», so pena de absurdo.
El cosmos es «un mensaje de Dios a si mismo por él mismo», como lo dirían los Sufíes, y Dios es «el Primero y el Ultimo» y no el Ultimo solamente. Hay una especie de «emanación», pero esta es estrictamente discontinua a causa de la transcendencia del Principio y de la inconmensurabilidad esencial de los grados de realidad; el emanacionismo, por el contrario, postula una continuidad que afectaría el Principio en función de la manifestación. Se ha dicho que el universo visible es una explosión y por consecuencia una dispersión a partir de un centro misterioso; lo que es cierto, es que el Universo total, que en su mayor parte nos es invisible por principio y no de facto solamente, describe un tal movimiento –simbólicamente hablando– para llegar al punto muerto de su expansión; este punto está determinado, en primer lugar por la relatividad en general y a continuación por la posibilidad inicial del ciclo del que se trata. El ser vivo mismo, se asemeja a una explosión cristalizada, si se puede decir así; es como si se hubiera cristalizado de asombro ante Dios.
«Miradas sobre los Mundos Antiguos»
5.- Y la luna es el cerebro, que se identifica macrocósmicamente –si el Sol es el Ser– con el reflejo central del Principio en la manifestación, reflejo susceptible de «aumento» y de «disminución» en función de su contingencia y por lo tanto de las contingencias cíclicas. Estas correspondencias son de una tal complejidad –pudiendo un mismo elemento asumir significados diversos– que no podemos mostrarlas más que de pasada. Limitémonos con revelar sin embargo que el sol representa él también, y forzosamente, el Espíritu divino manifestado, y que es a ese título que debe «disminuir» al ponerse y «aumentar» al levantarse; él da luz y calor porque él es el Principio, y se pone porque él no es de ese Principio más que la manifestación. La luna, en este caso, es el reflejo periférico de esta manifestación. Cristo es el sol, y la Iglesia es la luna; «os conviene que yo me vaya», pero también «el Hijo del hombre volverá…».
6.- Expresión que empleó Guénon hablando de la realización de la «Identidad suprema». Es plausible que la deificación se asemeje –en dirección inversa– a su antípoda, la creación.
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La naturaleza es solidaria de la santa pobreza y también de la infancia espiritual; ella es un libro abierto cuya enseñanza de verdad y de belleza no se agota nunca. Es en medio de sus propios artificios donde el hombre se corrompe más fácilmente, son ellos los que le vuelven ávido e impío; cerca de la naturaleza virgen, que no conoce ni agitación ni engaño, el hombre tiene la oportunidad de permanecer contemplativo como lo es la naturaleza misma. Y es la naturaleza total y cuasi-divina la que, más allá de todos los hábitos humanos, tendrá la última palabra.
«Sobre los Mundos Antiguos»
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Si le dijeran a un tibetano que el Kailâsa no es más que un bloque de piedra y tierra que tiene determinada altura y determinada circunferencia, respondería: ese bloque que podéis medir no es el Kailâsa.
La montaña sagrada, sede de los Dioses, no se encuentra en el espacio, aunque sea visible y tangible.
Lo mismo para Benarés, el Ganges, la Caaba (7), el Sinaí, el Sanctasanctórum, el santo Sepulcro y otros lugares de esta categoría: el que se encuentra en ellos es como si hubiera salido del espacio; se encuentra virtualmente integrado en el Prototipo aformal del lugar sagrado; al tocar la tierra santa, el peregrino «camina» en realidad en lo aformal y se purifica en ello, y de ahí el hecho de que los pecados se borren en estos lugares.
Ciertos accidentes geográficos, por ejemplo las montañas altas, se asemejan, a causa de su simbolismo natural, a los grandes santuarios primordiales, y por eso los pueblos más diversos, sobre todo aquellos cuya tradición tiene una forma «mítica» o «primordial», evitan subir hasta las cumbres de las montañas, por temor a provocar la «cólera de los Dioses».
«Perspectivas Espirituales y Hechos Humanos»
7.- Recordemos aquí que el santuario de La Meca es mucho más antiguo que el Islam, el Cristianismo e incluso el Mosaísmo.
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Para los hombres de la edad de oro, subir a una montaña era realmente acercarse al Principio; mirar un río era ver la Posibilidad universal al mismo tiempo que el flujo de las formas.
En nuestro días, ascender a una montaña –¡y ya no hay ninguna que sea «centro del mundo»!– es «vencer» su cumbre; la ascensión ya no es un acto espiritual, sino una profanación. El hombre, en su aspecto de animal humano, se hace Dios. Las puertas del Cielo, misteriosamente presentes en la naturaleza, se cierran ante él.
«Perspectivas Espirituales y Hechos Humanos»
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La naturaleza intacta tiene por sí misma un carácter de santuario, y es considerada como tal por la mayoría de los pueblos nómadas y seminómadas, y en particular por los pieles rojas. Entre los antiguos germanos, sedentarios primitivos, es decir, que rechazaban la arquitectura propiamente dicha, los santuarios estaban localizados, pero siempre en la naturaleza virgen. El bosque de Brocelianda, entre los celtas, y el de Dodona, entre los griegos, son ejemplos de una perspectiva tradicional análoga, a pesar de la presencia, en estos pueblos, de una arquitectura sagrada y una civilización urbana. Entre los hindúes, el bosque es la morada natural de los sabios; y se encuentra este mismo «aprovechamiento» espiritual del aspecto sagrado de la naturaleza en todas las tradiciones que tienen –siquiera indirectamente– un carácter primordial y por lo tanto mitológico.
La lucha de los pieles rojas contra la invasión blanca y urbana tiene un carácter profundamente simbólico: es una guerra santa por un santuario, y este santuario es la naturaleza en toda su virginidad y su grandeza. La civilización urbana, con su mezcla inevitable de refinamiento y corrupción, es como una enfermedad que consume la tierra y que aleja cada vez más las fronteras de la naturaleza intacta; el indio de las llanuras y los bosques de América del Norte era un hijo de esta naturaleza y un sacerdote de este santuario primordial. Y por eso el heroísmo de un Pontiac, un Tecumseh, un Tashunko Witko (Caballo Loco) y un Tatanka Iyontanké (Toro Sentado) tiene algo que nos concierne de cerca.
Por un lado, Naturaleza concreta que sitúa al hombre en su centro; por el otro, civilización abstracta que hace de él su periferia.
«Perspectivas Espirituales y Hechos Humanos»
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Los animales que reflejan la cualidad de bondad (en sánscrito sattva) son estáticos y pacíficos: el toro de la India, con su lomo accidentado y sus cuernos en semicírculo, evoca las cumbres nevadas sobre las que sale el disco solar; la belleza de sus ojos añade a esta imagen una especie de dulzura contemplativa. El cordero, la paloma o el cisne son otros tantos animales casi paradisíacos por su carácter de inocencia y de paz; el color blanco añade una cualidad de pureza celestial.
El bisonte y el camello encarnan la montaña, pero más bien el aspecto «tierra» de ésta: el bisonte el aspecto macizo, terrible y hostil, y el camello el aspecto paciente, contemplativo y sacerdotal. El oso también manifiesta un aspecto de la «tierra», en lo que ésta tiene de pesado y artero.
Los animales de simbolismo dinámico (rajas) encarnan un aspecto celestial terrible, pero también, en un plano inferior, un aspecto pasional: el tigre es el fuego cósmico en todo su furor y esplendor; como el fuego, es terrible y puro. El león es solar: el aspecto pasional se encuentra neutralizado aquí por una especie de serenidad regia; como el águila, que manifiesta en su orden el principio del rayo, la revelación, el león expresa a su manera la fuerza del espíritu.
Las especies de animales más inferiores, las que nos repugnan, manifiestan del modo más directo la cualidad de ignorancia (tamas), y nos resultan desagradables porque son «materia viviente» o «consciente», mientras que la ley de la materia es precisamente la inconsciencia. Los monos nos chocan por la razón inversa, es decir, porque son como hombres desprovistos de la conciencia central que caracteriza al género humano; son, no «materia consciente», sino conciencia descentralizada, disipada (8). Por otra parte, hay animales superiores de forma «espiritual» inferior, e inversamente: al hombre no le gustan ni los cerdos ni las hienas, pero no siente ninguna antipatía por insectos como las abejas, las mariposas o las mariquitas.
«Perspectivas Espirituales y Hechos Humanos»
8.- A la objeción de que hay monos sagrados, en la India por ejemplo, responderemos que hay que distinguir entre un simbolismo intrínseco y un simbolismo parcial; el primero reside en la naturaleza fundamental y el segundo en un atributo. La extrema agilidad de los monos es susceptible de un simbolismo positivo, exactamente como la fidelidad y la vigilancia de los perros o como la prudencia de las serpientes.