Una colaboración de Jose Lopez
La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las
campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta
tradición que oí hace poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la
imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de
la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo
hice.
Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito
volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los
cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.
Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.
I
-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se
reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se
acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las
Ánimas.
-¡Tan pronto!
-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos
que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy
es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y
las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla
del monte.
-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque
aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu
yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te
contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los
condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y
todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la
comitiva a bastante distancia.
Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la
prometida historia:
-Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los
Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los
Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a
los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la
ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus
nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como
solos la conquistaron.
Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos
de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio
profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza
abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres;
los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a
pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como
llamaban a sus enemigos.
Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en
su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La
proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las
fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron
sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una
batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a
quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último,
intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas
desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos,
situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos
y enemigos, comenzó a arruinarse.
Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye
doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos,
envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería
fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman
espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y
al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los
descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el
Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre
la noche.
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes
llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado.
Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de
incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y
oscuras calles de Soria.
II
Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta
chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo
resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que
alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba
los emplomados vidrios de las ojivas del salón.
Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general:
Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago
pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la
hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos
tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el
principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo
lejos con un tañido monótono y triste.
-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio
en que se encontraban-; pronto vamos a separarnos tal vez para
siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y
guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan;
te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano
señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de
mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados
labios.
-Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has
vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro,
presiento que no tardaré en perderte… Al separarnos, quisiera que
llevases una memoria mía… ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar
gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a
esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu
atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura
cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a
la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar… ¿Lo quieres?
-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una
prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia
debe aceptarse un presente de manos de un deudo… que aún puede ir a
Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó
un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:
-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo
ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el
mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para
tomar la joya, sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a
oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y
el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el
triste monótono doblar de las campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a
anudarse de este modo:
-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así
como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad,
dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada en la
de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un
pensamiento diabólico.
-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho
como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de
terciopelo bordado de oro… Después, con una infantil expresión de
sentimiento, añadió:
-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que
por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu
alma?
-Sí.
-Pues… ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como
un recuerdo.
-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose de su
asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
-No sé…. en el monte acaso.
-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose
caer sobre el sitial-; en el Monte de las Ánimas!
Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:
-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en
toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún
podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he
llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi
juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan
tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco
sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de
noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha
visto huir del peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa
banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta
noche… esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las
campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las
ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos
de entre las malezas que cubren sus fosas… ¡las ánimas!, cuya sola
vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus
cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica
carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en
los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono
indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y
crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:
-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por
semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y
cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial,
que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido
como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente,
como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su
corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que
estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el
fuego:
-Adiós Beatriz, adiós… Hasta pronto.
-¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero
cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba
al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo
satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor
que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas
aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas
de la ciudad doblaban a lo lejos.
III
Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a punto
de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no
volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de
oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado
inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en
el día de difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas
de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre
sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y
entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su
nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El
viento gemía en los vidrios de la ventana.
-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón,
procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más
violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus
goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas
que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un
ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador.
Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio
de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos
ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de
pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que
se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten,
estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que
no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las
cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba
la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis
nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando
dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras
impenetrables.
-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la
almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres
gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una
conseja de aparecidos?
Y cerrando los ojos intentó dormir…; pero en vano había hecho
un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida,
más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de
brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas
sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo,
casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una
cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el
reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un
grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la
cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente
lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los
perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la
ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por
las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche
aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de
su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después
de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y
blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se
disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor
frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal
descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y
desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que
fue a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la
muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido
devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la
encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las
columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la
boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de
horror!
IV
Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado
que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas,
y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió
cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los
antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de
la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito
horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a
una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies
desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas
alrededor de la tumba de Alonso.
Un saludo.