Decía Aristóteles en su Ética a Nicómaco, y con razón, que todos los seres vivos buscan la felicidad, que es plenitud de vida. Cada uno la busca según su naturaleza, y por tanto, según las conquistas adquiridas por el alma a través de los ciclos de tiempo, más o menos largo. Enseña el Filósofo de Estagira que no es la misma la felicidad, o sea, la plenitud de naturaleza, de una piedra, que en base a la resistencia forja su camino de vida, que la humana. Pues esta última necesita, o se alimenta, dice, de la contemplación (Teoría, que significa en griego, visión divina) de los Principios que rigen el Alma de la Naturaleza. Evidentemente la felicidad humana tampoco es la del animal, y está probado por la experiencia de todos los días que satisfacer nuestros deseos y búsqueda de placer no nos aporta un átomo de felicidad humana. Y generalmente sí lo contrario, un deseo vencido es como una cadena rota, una limitación superada, que no sólo nos hace más libres, sino también más felices.
Cuando observamos la naturaleza con ojos puros y no contaminados por nuestros bajos intereses y servilismos, ésta aparece como una gran oleada de felicidad perdurable, como una danza de poderosa y mística alegría en la que el nacimiento y la muerte, el placer y dolor son las notas de una música majestuosa. Es la danza que los filósofos hindúes representaron por el dios Shiva bailando en una rueda de fuego, quebrando todas las formas de vida para liberar las almas de sus tabernáculos convertidos en cárceles y tumbas inútiles ya para ese viaje en la Eternidad que nos hace cada vez más luminosos y perfectos.
El gran problema de la felicidad humana, pues entrelaza esta con la sombra de la angustia, es la mente inferior (los hindúes lo llaman Kama Manas) que es, en su egoísmo, la raíz del mal. Se nos enseña que felices son los Budas, resplandecientes en la luz dorada de su bondad perpetua. Y los imbéciles, protegidos en la costra o caparazón de su ignorancia, “cantando su alma material mientras se baña en la luz del Sol de la vida sensual”. Los primeros han recorrido y superado esa dimensión llamada mente, extrayendo todos sus tesoros y evitando todas sus trampas y laberintos. Los últimos aún no han comenzado a recorrerla y disfrutan, todavía, del canto espumoso y embriagador de la vida material y animal. Ninguno de los dos experimentará pánico en presencia de la muerte. Para los Budas la muerte no existe, y tampoco para los simples, los demasiado simples; pues no hay una conciencia clara de ese fluido universal que llamamos tiempo. Los Budas alientan en la Eternidad, los simples en el ahora que por fugaz no existe, sin que sus mentes proyecten luces y sombras sobre las paredes del mundo. En medio estamos la mayor parte de nosotros, perdiendo o perdida la felicidad del ignorante y queriendo y debiendo conquistar por méritos y comprensión la del sabio y el héroe. El drama de la mente es que entra en la dimensión tiempo, se da cuenta del principio de las cosas y también de su fin, que adivina y sufre antes de la hora marcada. Bañada en las corrientes de deseo quiere poseer y satisfacer sus apetitos, pero todo lo material que agarra con sus manos se le escurre entre los dedos y nada le satisface, pues colmado un deseo, éste misteriosamente se multiplica. El reino del Kama Manas, en lo que tiene de Kama (deseo) es el dominio del miedo, pero en lo que tiene de Manas (Mente) es Esperanza, que es ya una forma de felicidad, creciente cuando se va desde las sombras a la luz.
Seleccionemos, de los filósofos que amamos, algunas máximas sobre la felicidad:
Epicteto, quien tuvo que vivir una situación realmente compleja, como esclavo de un asesino, Epafrodito, uno de los que le hacía el trabajo sucio a otro asesino aún peor, Nerón, tristemente famoso; nos dice que: Las cualidades de la verdadera felicidad son dos: Duración y estabilidad. Durar siempre y que nada pueda perturbarla.
Sri Ram, (1889-1973), uno de los más grandes filósofos de la India en el siglo XX, trata el tema desde diferentes enfoques, una y otra vez. En el artículo “La Búsqueda de la Felicidad”[1] dice:
La Felicidad consiste en restaurar la plenitud, en la medida que trascendemos nuestras ataduras, que no son, en realidad, ataduras a personas o cosas, sino ataduras a la búsqueda de placer o gratificación que uno quiere encontrar en ellas. Cuando nada se busca ni nada se sostiene, no hay “yo”. El sujeto se desvanece con el predicado, aquel que busca el placer y la satisfacción con el placer y la satisfacción misma que es deseada o de la que se es esclavo.
Cuando el “yo” desaparece, la separación también, y también la angustia de la soledad –esa angustia que hace perdurar el flujo del tiempo. Entonces la felicidad, que es inconmensurable, ya que es tan vasta como la vida, y el amor, que es una eterna comunión a través de la puerta siempre abierta del corazón, se manifiesta y reina suprema.
Y Saint-Exupéry, el genial escritor de El Principito:
Porque lo que importa es si el discípulo será más o menos hombre. No si el hombre será o no feliz, sino si lo que será feliz será más o menos hombre.
Hay aquí tres grandes lineamientos: Que la verdadera felicidad es duradera y estable; que brota de la generosidad, de la ausencia de un yo que espera siempre su presa en el centro de su telaraña; y que la que importa es la felicidad que nos hace crecer, que nos hace avanzar, no la que nos droga, no la que hace perder nuestra humanidad. El profesor Jorge Angel Livraga (1930-1991) decía, de un modo irónico, que no debíamos ser tan, tan felices que los Dioses mismos se sintieran celosos, pues sólo existe felicidad plena cuando salimos de este mundo de causas y efectos temporales cuyo flujo y vacuidad (como la espuma de mar, como la corriente de un río), llamamos samsara.
La felicidad, la natural, el no vivir prisioneros de la angustia, siendo la búsqueda fundamental humana, y por tanto la que verifica si la vida tiene o no sentido; ha sido introducida en los parámetros que marcan la evolución o en qué situación se halla una sociedad, si merece la pena vivir o no en ella. El Producto Interior Bruto (P.I.B.), como marcador de status de una sociedad ha fracasado, pues muchas veces, cuando se tiene más de lo necesario, cuando no hay ningún tipo de control sobre lo que deseamos (ambos elementos típicos de una sociedad de consumo), la angustia, el miedo, y todo tipo de síndromes que expresan nuestra desesperación y pérdida de horizontes se convierten en un cáncer que devora la sociedad. Qué sentido tiene, pues, un P.I.B. más o menos elevado si no sabemos el nombre del vecino y no hay paz en nuestros corazones. Robert Kennedy una de las inteligencias y caracteres más notables del siglo y que hubiera llegado a ser Presidente de Estados Unidos si no le hubieran asesinado brutalmente, se opuso a que el PIB constituyese un marcador de evolución de la sociedad, pues ello nos llevaría a un mundo sin Ideales, sin ningún tipo de valores humanos y extremamente materialista y consumista. En la Historia no tiene sentido decir “si …”, pues la flecha del tiempo dice que no al “y si…”, pero qué perspicacia y claridad de miras de este político, hermano de uno de los más grandes líderes del siglo XX.
Retrocedamos al año 1968, en que sus palabras advirtieron del peligro de una sociedad regida por un concepto erróneo, el PIB. Y ¡cuánto sufrimiento presente y futuro puede producir un simple concepto erróneo!, ¡cómo una sociedad puede sucumbir con un fantasma mental, una idea falsa que ha robado el alma de una generación y haciendo que la venidera sucumba víctima de sus miedos y deudas! Esto es lo que dijo:
Demasiado, y durante demasiado tiempo, hemos sacrificado la excelencia personal y los valores de la comunidad por la mera búsqueda del bienestar económico, queriendo amontonar sin fin bienes terrenos. Nuestro producto interno bruto (PIB) está ahora en 800 mil millones de dólares al año. Pero no podemos medir el espíritu nacional sobre el índice Dow-Jones, ni los éxitos del país sobre el PIB. Nuestro PIB incluye la contaminación atmosférica, la publicidad del tabaco y las ambulancias que van a recoger a los heridos de nuestras autopistas. Registra los costes de los sistemas de seguridad que instalamos para proteger nuestros hogares y las cárceles en las que encerramos a los que logran irrumpir en ellas. Conlleva la destrucción de nuestros bosques de secoyas y su sustitución por urbanizaciones caóticas y descontroladas. Crece con la producción de napalm, misiles y armas nucleares, crece con los vehículos blindados que utiliza nuestra policía antidisturbios para reprimir los estallidos de descontento urbano. Recoge los programas de televisión que ensalzan la violencia con el fin de vender juguetes a los niños. En cambio, el PIB no refleja la salud de nuestros hijos, la calidad de su educación o el placer de sus juegos. No incluye la belleza de nuestra poesía, ni la solidez de los valores familiares, o la inteligencia de nuestros debates. No mide nuestra gracia ni nuestro coraje, ni nuestra sabiduría y cultura, ni nuestra compasión y dedicación de nuestra gente. En una palabra: el PIB lo mide todo, excepto lo que hace que valga la pena vivir. Nos puede decir todo sobre América, salvo por qué estamos orgullosos de ser americanos.
En uno de los textos de más sublime filosofía que existen, el Taittiriya Upanishad, de la India, se habla de una escala de la Felicidad que va desde la sana alegría de un joven hasta el gozo de la pura Eternidad sin cambios. Todos los “peldaños de oro” de esa felicidad, dice, residen en potencia en toda alma humana, y plenamente desarrollados en el alma del sabio iluminado.
En un mundo que se estime como la gran meta a alcanzar tener salud, dinero y amor; reconoce que esa no es la meta, sino, una medida básica de algo infinitamente superior y más importante. Todos sabemos que dinero, sin salud, de nada sirve, y que la salud y el dinero, sin amor, retiñen, como dijo San Pablo, en un corazón vacío y hueco, y que este amor sería el soporte mismo de la existencia aun faltándole todo lo demás.
Pero la sabiduría de este Upanishad[2] va más allá incluso. Dice:
Supongamos un joven, un joven noble, en lo mejor de la edad, rápido y alerta, perfectamente íntegro y resuelto, muy vigoroso y bien educado, y a quien pertenece la tierra entera cargada con todas sus riquezas. En él hallamos, así, una felicidad humana cuya medida es una unidad.
Cien de esas unidades de alegría humana hacen una sola unidad de la que poseen los manushya gandharva. Un sabio iluminado por la revelación y libre de todo deseo posee el mismo gozo.
Los gandharva son, en la mitología hindú, los “músicos celestes”. Manushya significa “humano”.Manushya gandharva quizás signifique, en una clave, a los idealistas de verdad y a los discípulos que hacen música con su vida y con sus almas, que alientan la llama de la Mente Pura (Manas), que interpretan –como lo hace un músico, un poeta o cualquier artista- el deber ser hacia el que después nos encaminamos. Hemos pasado de lo “humano-animal” a lo “humano con una chispa divina”. La felicidad de una persona común para aquel que se ha consagrado a un Ideal es opaca, sombría, minúscula, siempre en comparación. Es así que se enseña que aquellos que sienten que sus almas despiertan, y que de hecho despiertan a una nueva dimensión de la vida es como si hubieran nacido de nuevo, ellos sienten que no son lo que eran antes, aunque sí los mismos, como la serpiente que deja detrás su piel vieja y no siente ninguna atracción por ella.
En la filosofía y religión védica se dice que la realidad está formada de 64 dimensiones de la existencia (como un tablero de ajedrez), y los hombres comunes sólo viven y actúan en tres de ellas. Los “gandharvas humanos” viven en las más elevadas dimensiones, dentro de la existencia en la tierra, pues aunque en el mundo, no pertenecen a él, se reconocen a sí mismos ya como “hijos del Fuego” (del Espíritu), de un Ideal, en el que consumen felizmente sus vidas: como la llama que al devorar la madera, ruge y canta, da luz y calor.
El texto del Upanishad continúa:
Cien de tales unidades de alegría, las propias de un manushya gandharva hacen la alegría de un deva gandharva. Un sabio iluminado y libre de todo deseo posee también la misma alegría.
Estos gandharvas celestiales o divinos, son, según la tradición védica, los guardianes del elixir de la inmortalidad y hacen música en la corte del Rey Celeste, Indra. Deben ser los Iniciados en los Misterios, los que, según las enseñanzas de H.P.Blavatsky, rodean esplendorosamente al Corazón de la Jerarquía, son quienes la tradición artúrica llama “Guardianes del Grial”.
La felicidad del Idealista verdadero, y la del discípulo, como el brillo y luz de una estrella, es coronada, se consume en la luz y felicidad del Iniciado, cuya alma brilla ya como la Reina de la Noche, iluminando con su luz compasiva la Naturaleza entera.
Cien de tales unidades de felicidad propias de los deva gandharva(“músicos celestiales”) hacen una sola unidad del gozo de los Pitris que moran en el mundo imperecedero. Un sabio iluminado y libre de todo deseo también disfruta la misma alegría.
Los Pitris son, según las tradiciones herméticas de la India[3] las almas que al descender a nuestra Tierra actual, abrieron camino en la evolución humana; son por ello llamados “Padres” o “Antecesores” y han llegado a la cima evolutiva a que un ser humano puede aspirar como tal. Podemos compararlos quizás a los Adeptos o Maestros de Sabiduría (así lo hace veladamente HPB en su Isis sin velo) que se han sumergido en la luz nirvánica (o que sin entrar en ella, permanecen en el plano más sutil mental de esta Tierra, en el de más perfecta felicidad propia de un ser humano), cuya luz ciega como la del Sol en relación con la Luna.
Cien de tales unidades de felicidad de los Pitris que habitan en el mundo imperecedero, hacen una unidad de alegría de aquellos semidioses que son tales por nacimiento en el cielo Ajana (Ajana devas). Un sabio iluminado y libre de todo deseo disfruta también de la misma alegría.
Bien, la Escalera de Felicidad sigue remontándose peldaño a peldaño hacia la fuente infinita de luz, bondad, poder y alegría. Quizás se refiere a los Dioses, a aquellas entidades que según las tradiciones ocultas evolucionaron en Venus o Mercurio, o la Fotosfera solar; a algunos de los mismos o a todos ellos. Quizás a los devas y mahadevas…
Lo más asombroso es que en el Sabio Iluminado vive toda Jerarquía Celeste, en su corazón se proyectan; pues la sabiduría es la corriente de vida interior en que Ellos encarnan.
Transcribimos, aunque sin entender muy bien ya, el texto del Upanishad, en el que se describe cómo el alma humana renace a una felicidad cada vez mayor y sublime, usando las potencias de cien como escala de medida:
Cien de tales unidades de felicidad de los semidioses nacidos en Ajana, hacen la felicidad de aquellos que llegan a ser Karma Devas por la fuerza de sus actos. Un sabio iluminado y libre de todo deseo disfruta también la misma alegría.
Cien de tales unidades de felicidad de los semidioses que han llegado a ser tales por sus méritos (Karma devas) hacen una de la alegría de los semidioses vigilantes. Un sabio iluminado y libre de todo deseo disfruta también de la misma alegría.
Cien de tales unidades de felicidad de los más elevados dioses hacen la felicidad de Indra (el Rey de los Dioses). Un sabio iluminado y libre de todo deseo disfruta también de la misma alegría.
Cien de tales unidades de felicidad de Indra hacen la felicidad de Brihaspati, Maestro de los Seres Divinos. Un sabio iluminado y libre de todo deseo disfruta también de la misma alegría.
Cien de tales unidades de Brihaspati hacen la felicidad de Prajapati (Brahma mismo, creador del Universo, quizás se refiera al Ser que encarna y evoluciona en nuestra galaxia misma, cuyo Sol Negro es el que ahora llamamos inmenso Agujero Negro en su centro).
Y esta felicidad y bendición que hay entre el ser humano aquí y el Sol allá en el más lejano extremo, son los mismos. Aquel que comprende y vive plenamente lo que ha sido antes dicho, después de partir de este mundo, trasciende las vestiduras Annamaya, Pranamaya, Manomaya, Vijnamaya y Anandamaya (son los vehículos de la constitución septenaria de las tradiciones teosóficas, según la filosofía vedanta: desde Prana –Energía-hasta Budhi –Luz Espiritual. Pues no cuentan al Etereo-Físico–cuerpo material- como vehículo por ser una sombra, ni a Atma, por no ser un vehículo, sino el Ser Supremo mismo). Esta es la finalidad de esta enseñanza digna de memoria.
Busquemos, sí, la felicidad, el natural contento, que es donde Dios se mira como en un espejo, pero más aquella felicidad que permite que la semilla se convierta en árbol, aquel contento que no excluye ni el placer ni el dolor, la alegría ni la tristeza, y que naturalmente, de la mano, nos lleva hasta lo alto de nuestra Montaña Interior, subiendo peldaños en esa ESCALERA DE Y HACIA LA INFINITA FELICIDAD.
José Carlos Fernández
http://josecarlosfernandezromero.com/2014/06/20/la-felicidad-del-filosofo-la-felicidad-del-discipulo/