por Tom Huston
Tres siglos de pensadores progresistas revelan que la evolución ha sido considerada desde hace mucho como un concepto profundamente espiritual.
«¿Tiene la creación un objetivo final? Y si es así, ¿por qué no ha sido ya alcanzado? ¿Por qué la consumación no fue realizada desde el principio? Para estas preguntas hay una sola respuesta: Porque Dios es Vida, y no sólo Ser».
– F.W.J. Schelling, 1809
Charles Darwin no inventó el concepto de evolución. De hecho, él mismo reconoció que la idea, no obstante vagamente definida, tenía una historia que se remonta a Aristóteles. Y a pesar de la impresión general ofrecida por la mayoría de los científicos de hoy, no siempre fue tampoco una noción materialista. En su encarnación moderna, el concepto de evolución se puede remontar directamente a Gottfried Wilhelm Leibniz, que vio el proceso evolutivo como un acto de Dios.
Un renombrado filósofo alemán, científico, abogado, lingüista, matemático e inventor tanto del cálculo (independiente de Newton) como del sistema binario (la base de la tecnología informática), Leibniz fue un hombre adelantado a su tiempo. Escribiendo en The Ultimate Origin of Things en el año 1697 ―seis años después de especular en su Protogaea que durante el vasto curso de la historia de la Tierra «incluso las especies animales se han transformado muchas veces»― él declaró que «un incremento acumulado de la belleza y la perfección universal de las obras de Dios, un progreso perpetuo y sin restricciones del universo en su conjunto debe ser reconocido, tal que avanza a un estado superior de desarrollo». A pesar de que la idea de que la creación de Dios va evolucionando en una incesante ascensión hacia la perfección ya había sido profundamente intuida más de setenta años antes por el místico alemán Jakob Böhme, fue Leibniz el primero que la puso en un contexto científico. Y para él, claramente, era todavía un concepto novedoso. «Considero que tengo algunas ideas de estas verdades», escribió a un amigo en 1707, «pero esta época no está preparada para recibirlas».
Durante las próximas décadas, un número cada vez mayor de las mentes más brillantes de Europa comenzaron finalmente a discernir la deriva evolutiva de Leibniz. Entre esas filas iluminadas había nombres como Diderot, Maupertuis, Buffon y Voltaire, quienes escribieron sobre el tema de la evolución, pero, como cualquier campeón del Siglo de las Luces que se precie, rara vez se sintieron obligados a inyectar divinidad en sus especulaciones más científicas. De hecho, al mantener el poder liberador de la racionalidad para subvertir los antiguos mitos y dogmas de la Iglesia, muchos de ellos buscaron activamente trazar una sólida línea entre la ciencia y la espiritualidad, la razón y la religión, produciendo un contraste más acentuado en la brecha que se inició con la confrontación de Galileo con las autoridades religiosas dos siglos antes. En este contexto, a través de gran parte del siglo XVIII, muchas reflexiones sobre la idea de la evolución con frecuencia adquirieron un tono estrictamente naturalista o materialista.
No fue hasta alrededor de 1799, diez años después de la toma de la Bastilla, que encendió la Revolución Francesa y consolidó el éxito de la Ilustración racional en los anales de la mente occidental, que estos variados indicios de evolución finalmente cuajaron en un nuevo modelo cohesivo de la realidad. Emergió, una vez más, de las profundidades fértiles del espíritu de la época alemana, un paradigma cosmológico y metafísico que unía perfectamente ciencia y espiritualidad ― una visión evolutiva que se extendía desde los átomos más simples del pasado lejano a un futuro sagrado en el que la sociedad humana reflejaría perfectamente la unidad trascendente de la Divinidad.
De Románticos e Idealistas
En una noche cualquiera durante el otoño y el invierno de 1799, en la ciudad universitaria pastoral de Jena, Alemania, al menos en un hogar a la luz de las velas probablemente podríamos encontrar un hervidero de voces excitadas de algunos hombres y mujeres notables. Reunidos alrededor de una buena comida y un buen vino en la casa del crítico literario local Wilhelm Schlegel y su brillante esposa, Caroline, una banda ecléctica de jóvenes artistas, intelectuales y auto-proclamados científicos filosofaban [«symphilosophize»] y poetizaban [«sympoetize»] hasta altas horas de la noche, absortos en un remolino sin fin de ideas radicalmente no convencionales. Se llamaban a sí mismos «Románticos»: revolucionarios del espíritu humano decididos a infundir la tendencia creciente de la Ilustración en el materialismo árido con un poco de pasión y poesía muy necesarios. Preocupados por la tendencia de la mente racional en reducir bruscamente la completa grandeza y belleza de la vida a una rancia abstracción científica ―diseccionar la naturaleza «atomísticamente como un cadáver muerto», en palabras de uno de sus primeros defensores― se esforzaron en guiar a la sociedad occidental hacia un sentido más holístico y espiritual. Y tal vez ningún individuo cumplió mejor ese sueño que el miembro más joven del círculo interior de los Romanticos de Jena ― el encantador niño prodigio de veinticuatro años de edad y filósofo idealista Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling.
«Él me invitó a intercambiar correspondencia», escribió el poeta Novalis a un compañero romántico al conocer a Schelling. «Antes de que termine el día le escribiré. Me gusta mucho de él una auténtica tendencia universal ―verdadera fuerza radiante― de un punto hasta el infinito». Elogios similares se oían de casi todos los que conocieron al prodigio filosófico, incluyendo el famoso poeta y científico Johann Wolfgang von Goethe. Durante el primer encuentro con Schelling en 1798, quedó inmediatamente impresionado y pronto tomó al joven bajo su ala influyente. Porque en el espacio único de la mente romántica pero completamente racional de Schelling ―moldeada como estaba por las obras de Böhme y Leibniz― una sorprendente reunificación entre la ciencia y el espíritu comenzaba a tomar forma.
Ampliando el valor de un siglo de pensamiento evolucionista y la filosofía idealista de J.G. Fichte (quien había sido alumno de Emmanuel Kant), Schelling propuso una alternativa al materialismo invasor tan temido por sus amigos románticos: un idealismo evolutivo. Como oposición al materialismo, la filosofía del idealismo sostenía que la consciencia, no la materia, era el fundamento último de la realidad. Y una vez combinado con una comprensión científica de la evolución, Schelling se dio cuenta de que el idealismo representaría una fuerza con la que todos los pensadores serios de la Ilustración tendrían que enfrentarse.
Previendo un proceso épico de la evolución cósmica en la que un ámbito no manifestado de pura consciencia, o espíritu absoluto, se está manifestando activamente a sí mismo como el mundo del tiempo y el espacio a través de una serie de formas cada vez más complejas y conscientes ― desde la materia a la vida, a la mente y más allá― Schelling escribió:
«Es el espíritu universal de la naturaleza el que gradualmente estructura la materia bruta. Desde el pedacito de musgo, en el que casi ningún rastro de organización es visible, hasta la forma más noble, que parece haber roto las cadenas de la materia, un único y mismo impulso gobierna. Este impulso opera de acuerdo con un mismo ideal de intencionalidad y avanza hasta el infinito para expresar un mismo arquetipo, es decir, la forma pura de nuestra consciencia».
Así, más de sesenta años antes de que Darwin pusiera al mundo científico de rodillas con su teoría de la evolución biológica por medio de la selección natural y la «variación aleatoria», Friedrich Schelling y algunos de sus amigos más cercanos (incluyendo a su recién descubierto mentor Goethe y su ex compañero de escuela, el filósofo Georg Hegel) ya afirmaban que la realidad en su conjunto iba a alguna parte. La naturaleza ―y la humanidad― tenían un propósito y dirección, alineado con un impulso puramente espiritual, y las sorprendentes implicaciones de esta idea para las concepciones más básicas de la vida y de Dios de la humanidad no pasaron por estos hombres. En la primavera de 1800, tal vez después de una noche típica de discusión creativa entre los miembros del círculo Romántico, Schelling sacó su último manuscrito en desarrollo, el Sistema del Idealismo Trascendental, e incluyó un simple resumen de su tesis evolutiva en ciernes: «La historia como un todo», concluyó, «es un progresivo y gradual auto-despliegue de la revelación de lo Absoluto».
Fue la formulación más clara hasta ahora ―una espiritualidad evolutiva― que sacudiría los fundamentos de la filosofía y el misticismo en los siglos venideros.
Del Este al Oeste hasta Omega
Con la síntesis innovadora de los idealistas alemanes Schelling y Hegel, la humanidad ya no tenía la necesidad de considerarse como estando a la deriva en un estado de pecado y sufrimiento, como afirmaba la Iglesia, después de haber «caído» de la presencia de Dios en el pasado primordial . Tampoco Dios tiene que seguir siendo un mero remanente mítico de una era más ignorante, como muchos científicos seguían insistiendo. En cambio, la realidad de la Divinidad podría ahora entenderse que reside más plenamente en nuestro colectivo futuro ― que se revelará en el mundo, cada vez con mayor profundidad y claridad, mientras la historia marchaba hacia adelante y la consciencia evolucionaba. «Dios no permanece petrificado y muerto», dijo Hegel. «Las mismas piedras gritan y se elevan hacia el Espíritu».
Haciéndose eco de ese sentimiento casi dos siglos más tarde, el filósofo integral estadounidenseKen Wilber escribió: «Los seres humanos y las rocas son igualmente Espíritu, pero sólo los seres humanos pueden ser conscientes de ese hecho, y entre la roca y el ser humano se encuentra la evolución». Y en el intervalo entre Hegel y Wilber reinaron numerosos defensores de la espiritualidad evolutiva tanto en Oriente como en Occidente. Desde el ensayista y profesor estadounidense Ralph Waldo Emerson al erudito y estadista indio Sarvepalli Radhakrishnan, desde el visionario antroposófico austriaco Rudolph Steiner al filósofo inglés Alfred North Whitehead, el creciente número de los evolucionistas espirituales abarca una variedad de orígenes y disciplinas, pero la visión evolucionista que les compelía era esencialmente una y la misma.
Y tal vez ninguno de los pensadores del siglo XX adoptaron esta naciente perspectiva teleológica con mucho mayor alcance y profundidad que el filósofo-sabio indio Sri Aurobindo, el filósofo y autor francés Henri Bergson, y el paleontólogo y sacerdote jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin.
Escribiendo en el año 1900, Sri Aurobindo introdujo una novedosa dimensión al campo, es decir, la combinación de la comprensión moderna de la evolución con la revelación tradicional de lailuminación mística. Después de completar sus estudios en Cambridge en 1892, donde se sumergió en las obras de los idealistas alemanes, se convirtió en una figura destacada en el movimiento de independencia de la India, hasta el punto de ser declarado «el hombre más peligroso del mundo» por el Imperio Británico. Pero finalmente dejó la lucha por la libertad para dedicar su vida a la exploración de la liberación de un tipo completamente diferente. Después de que él experimentó un profundo despertar espiritual por medio de la ayuda de un yogui indio, la consciencia de Aurobindo se abrió a una visión de posibilidades humanas que vio el logro del nirvana ―normalmente considerado como el objetivo de todas las búsquedas espirituales― simplemente como la base para una participación consciente con el impulso evolutivo. Al frente de su comunidad espiritual en la práctica del «yoga integral», Aurobindo llevó la espiritualidad evolutiva fuera del reino de la teoría abstracta y la transformó en una metodología práctica para la alinear la propia vida con la dirección y el propósito del universo como un todo.
Casi al mismo tiempo que Aurobindo, en Oriente, estaba incendiando las jóvenes almas hindúes con la promesa de llevar vidas de significado evolutivo, Bergson y Teilhard, en Occidente, estaban ocupados tratando de rescatar el concepto básico de la evolución del todavía-creciente dominio del materialismo darwinista. Al interpretar de forma explícita la creciente evidencia científica de la evolución biológica en un contexto de espiritualidad cósmica, ellos valientemente intentaron ―al igual que los idealistas de un siglo antes― fusionar creativamente dos dominios cada vez más distintos (e incluso alienados).
La publicación en 1907 de la Evolución Creativa de Bergson, por ejemplo, fue ampliamente denunciada por los realistas filosóficos tales como Bertrand Russell por desdibujar las líneas entre la física y la metafísica y así conducir a supuestos errores científicos. Pero, sin embargo, se convirtió en un popular éxito de ventas entre el público en general por su consideración convincente del «principio motriz» detrás de la evolución, que Bergson identificaba como la consciencia misma. Y aunque sus escritos tenían una influencia relativamente limitada en la intelectualidad dominante en el momento de su publicación ―sólo recibió un pleno reconocimiento en los últimos años, incluyendo la concesión de un Premio Nobel― llegaron en un momento crítico para ayudar a traer coherencia al confuso conjunto de ideas evolutivas que consumía en la actualidad otro pensador francés, el joven sacerdote llamado Padre Teilhard de Chardin.
Al igual que Evolución Creativa antes, la obra maestra de Teilhard, El Fenómeno Humano, basó sus especulaciones evolutivas en el conocimiento científico ampliamente aceptado, pero dio un giro inusual al permanecer estrictamente arraigadas en la sabiduría teológica que él les confería por su profunda fe cristiana. Aunque sus teorías sobre la evolución futura de la consciencia cósmica no le granjearon muchos conversos en la Iglesia Católica (que condenaba oficialmente sus escritos y le prohibieron que no publicara nada en vida), han dejado una impresión duradera en los corazones y las mentes de numerosos pensadores evolutivos que han seguido su estela. En particular, muchos teóricos han encontrado un inmenso valor en el enfoque de Teilhard sobre la interacción de ida y vuelta de la individualidad y la colectividad en el transcurso de la historia cósmica. Teilhard previó la posibilidad de que los seres humanos, al igual que las moléculas y las bacterias antes que ellos, algún día se fusionarían en una mayor integración, o «mega-síntesis» de unificación espiritual y consciencia colectiva ― uniéndose en una especie de «envoltura pensante» que rodea a la tierra. Él llamó a esto la «noosfera», un campo psíquico de inteligencia compartida que ya empezaba a rodear poco a poco el planeta, trascendiendo e incluyendo la geosfera (de la materia inanimada) y la biosfera (de la vida). Y Teilhard previó el cumplimiento de toda la evolución, tanto cósmica como humana, en una convergencia última de materia y consciencia a la que él llamó el «Punto Omega» ― un concepto que también ha inspirado a muchos futuristas y escritores de ciencia ficción en los últimos cincuenta años.
Poco antes de su muerte en 1955, Teilhard hizo la siguiente reflexión sobre su vida y obra, lo que demuestra que a pesar de la intensa adversidad ideológica que encontró, su fe en el siempre ascendente poder evolutivo de la divinidad le mantuvo firme hasta el final:
«Cuando todo está dicho y hecho, puedo ver esto: me las arreglé para subir hasta el punto en que el Universo se hizo evidente para mí como una gran oleada ascendente, en el que todo el trabajo dedicado a la indagación seria, toda la voluntad de crear, toda la aceptación del sufrimiento, convergen por delante en una sola punta de lanza deslumbrante ― ahora, al final de mi vida, puedo pararme en la cima que he escalado y continuar mirando cada vez más estrechamente en el futuro, y allí, cada vez con más seguridad, ver el ascenso de Dios.»
A principios del siglo XXI, la noción de que el proceso evolutivo es conducido en última instancia por un impulso espiritual sigue cobrando fuerza, con un número cada vez mayor de filósofos progresistas, científicos y místicos que exploran sus implicaciones. Para muchos, es simplemente una filosofía convincente, que une las revelaciones de la ciencia y la espiritualidad de una manera que ninguna otra teoría puede. Pero otros, como Aurobindo antes que ellos, están empezando a ir más allá de una discusión teórica preguntándose: ¿Cómo sería la vida y la cultura humanas si nos tomáramos totalmente en serio la realidad de este punto de vista? Libre de los dogmatismos míticos de la religión premoderna, trascendiendo los prejuicios materialistas del pensamiento científico moderno, y libre de los ensimismamientos narcisistas de la posmodernidad, ¿qué clase de nuevo mundo podrían crear realmente los seres humanos alineados con la trayectoria de un cosmos espiritualmente en evolución?
El futuro, como siempre, sigue siendo desconocido. Pero como Hegel nos aseguró hace tanto tiempo: «Podríamos, en realidad, abrazar la totalidad en el principio único de desarrollo; si esto estuviera claro, todo lo demás se efectuaría y continuaría por sí solo».
Línea Temporal de la Espiritualidad Evolutiva
Conozca a los pioneros de la idea más provocativa de la espiritualidad moderna
1600s
Jakob Böhme (1575-1624). Zapatero y místico alemán.
El concepto moderno de la espiritualidad evolutiva comienza con Böhme, cuyas percepciones místicas le revelaron que Dios está tratando de desarrollar un mundo de creciente plenitud y perfección.
G.W. Leibniz (1646-1716). Gran pensador alemán.
Siguió donde Böhme lo dejó, el genio científico y teológico de Leibniz produjo las primeras grandes concepciones de una evolución biológica de las especies, que veía como un proceso ordenado por Dios.
1700s
Immanuel Kant (1724-1804). Filósofo alemán.
Estudiante de las obras de Leibniz, Kant exploró la idea de que las leyes físicas de Dios están trabajando para modelar el mundo material «mediante una evolución natural hacia una constitución más perfecta».
JB Robinet (1735-1820). Filósofo francés.
Al final ridiculizado por su creencia en sirenas, Robinet fue uno de los primeros en explorar la idea de que la evolución es impulsada por una energía o «fuerza» espiritual.
Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832). Gran pensador alemán.
Aceptó la evolución como un proceso espiritual, su teoría del desarrollo de la morfología de la planta inspiró al filósofo Friedrich Schelling y al naturalista Charles Darwin.
J. G. Fichte (1762-1814). Filósofo alemán.
Estudiante y reinterprete de Kant, Fichte propuso que tanto la mente subjetiva como la naturaleza objetiva son expresiones efímeras en evolución de una consciencia trascendente.
1800s
F.W.J. Schelling (1775-1854). Filósofo alemán.
Schelling, estudiante de Fichte, fusiona el misticismo de Böhme y la lógica de Leibniz en una visión sin precedentes de la evolución cósmica que vio a Dios impregnando totalmente todos los niveles del ser.
G.W.F. Hegel (1770-1831). Filósofo alemán.
Antiguo amigo y rival profesional de Schelling lograron numerosos elogios por sus profundos tratados sobre el Espíritu como el poder que guía el desarrollo cultural de la humanidad.
Lorenz Oken (1779-1851). Naturalista alemán.
Estudiante de Schelling, las teorías científicas de Oken se expandieron sobre la filosofía de su mentor, proponiendo un impulso místico detrás de las transformaciones evolutivas de las especies vivas.
Arthur Schopenhauer (1788-1860). Filósofo alemán.
Otro de los rivales de Hegel, que combina el misticismo oriental y el idealismo kantiano en una filosofía que hizo del impulso evolutivo, o «voluntad de vivir», un principio fundamental de la existencia.
Ralph Waldo Emerson (1803-1882). Ensayista estadounidense.
Profundamente influido por el idealismo alemán, el trascendentalismo de Emerson sintetiza la idea oriental del karma con el concepto occidental de la evolución.
Alfred Russel Wallace (1823-1913). Naturalista Inglés.
Wallace desarrolló su famosa teoría de la selección natural contemporáneamente con Darwin, pero sostuvo que la evolución también tenía una dimensión espiritual.
Helena Blavatsky (1831-1891). Teósofa Ucraniana.
Fundadora de la Sociedad Teosófica, que fue en gran parte responsable del resurgimiento del pensamiento oculto y de la popularización de una forma esotérica de espiritualidad evolutiva a finales del siglo XIX.
1900s
Richard M. Bucke (1837-1902). Psiquiatra canadiense.
Tras una experiencia de «consciencia cósmica», Bucke compone una crónica completa de la historia de la evolución y del futuro potencial de la psique humana.
William James (1842-1910). Psicólogo americano.
Una de las primeras autoridades de la modernidad en la experiencia mística, James aplicó una perspectiva evolutiva en el estudio de la psicología y el desarrollo de la consciencia.
Henri Bergson (1859-1941). Filósofo francés.
Su concepto del élan vital o «fuerza vital», que se encuentra detrás del proceso evolutivo, estimuló sus magistrales escritos, por lo que obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1927.
Rudolf Steiner (1861-1925). Gran pensador austríaco.
El esoterismo ganó nueva notoriedad a través de la obra de Steiner, quien escribió acerca de la evolución espiritual de la humanidad desde el punto de vista oculto y astrológico.
Alfred North Whitehead (1861-1947). Matemático y filósofo inglés.
La influyente «filosofía del proceso» de Whitehead esencialmente redefine a Dios como un proceso inseparable de la evolución del universo material.
Swami Vivekananda (1863-1902). Místico hindú.
Habiendo introducido el misticismo hindú en Occidente, no encontró ninguna incompatibilidad entre los conceptos orientales del crecimiento espiritual y la teoría evolutiva de Darwin.
Sri Aurobindo (1872-1950). Místico y filósofo hindú.
Este pensador iluminado creó una síntesis completa de las filosofías orientales y occidentales y redefinió la práctica espiritual como un compromiso consciente con la evolución misma.
La Madre (1878-1973). Mística francesa.
Una evolucionista esotérica y socia espiritual de Sri Aurobindo, vio que la evolución conduce a una transformación celular fundamental que daría lugar a una nueva especie humana.
Alice Bailey (1880-1949). Neo-teósofa ingelsa.
Ampliando las ideas de Blavatsky, Steiner, y otros pensadores ocultistas, los escritos de Bailey sentaron las bases para muchas nociones de la evolución espiritual de la Nueva Era.
Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955). Sacerdote y paleontólogo francés.
Influyendo más allá de su vida, Teilhard desafió a los dogmatismos rígidos, tanto de la ciencia convencional como del cristianismo con su visión inspirada del destino evolutivo de la consciencia humana.
Julian Huxley (1887-1975). Biólogo inglés.
Miembro de la distinguida familia Huxley, popularizó la idea de que la humanidad es la primera especie conocida en la que el universo en evolución se ha vuelto consciente de sí mismo.
Sarvepalli Radhakrishnan (1888-1975). Presidente hindú.
Este estadista y erudito promovió la filosofía del idealismo alemán junto con el misticismo oriental mientras abogaba por una visión evolutiva de la humanidad.
Gerald Heard (1889-1971). Historiador inglés.
Los estudios de Heard sobre cómo la consciencia del individuo evoluciona a través de la intención enfocada lo llevó a postular la aparición del «hombre leptoid», o seres humanos que han «saltado» a un estado superior del ser.
Dane Rudhyar (1895-1985). Astrólogo Francés.
Maestro de muchas disciplinas, incluyendo la música y la astrología, Rudhyar vio que la evolución conduce a un despertar global, que expone en su libro de 1970 La Planetarización de la Conciencia.
Jean Gebser (1905-1973). Teórico cultural alemán.
Un antepasado muy influyente sobe las teorías «integrales» del desarrollo contemporáneas, el trabajo pionero de Gebser se centró en la evolución de la sociedad humana, que trazó a través de cinco etapas distintas de consciencia.
Arthur M. Young (1905-1995). Inventor y filósofo estadounidense.
Después de desarrollar el primer helicóptero comercial, la mente innovadora de Young despegó en el ámbito de la cosmología y la metafísica para idear una nueva teoría evolutiva de la consciencia.
2000s
Con muchos pensadores contemporáneos que contribuyen con importantes nuevos conocimientos y percepciones en este campo en constante cambio, la historia de la espiritualidad evolutiva aún se está escribiendo…
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