Y, la verdad, creo que nos hemos liado. Está bien que quisiéramos trascender la incomodidad de las cavernas y que pretendiéramos asegurarnos un poco el calor o el fresco y la continuidad de los alimentos, así como la defensa contra animales que podrían agredirnos, pero para ello ¿qué hemos acabado haciendo? Hemos creado infinidad de fábricas. Infinidad de artilugios. Por la necesidad de conectar y coordinar todo ello hemos elaborado procedimientos complicados y, sobre todo, hemos construido infinidad de medios de transporte y de contextos adecuados a dichos medios (muchos miles de kilómetros de vías y asfalto).
Además, no concebimos un final. En ningún sentido, en nada. ¿Dónde está el techo de las comodidades que esperamos conseguir?; no existe. ¿El techo del desarrollo tecnológico al que aspiramos?; tampoco existe. Y, lo más grave: ¿el techo de lo que podemos crecer como población? ¿De lo que podemos explotar en la naturaleza? Hay debates filosófico-prácticos al respecto, pero ningún techo ha sido tampoco definido.
En fin, que lo que originalmente podía ser el noble objetivo de tener una vida un poco más tranquila ha evolucionado tanto y se ha complicado tanto que hemos dado lugar a una vida repleta de intranquilidades. Quienes entienden de esto dicen que el estrés es una perpetuación de la reacción ante las situaciones de emergencia. Es decir, antiguamente venía un león y teníamos una reacción de estrés… que duraba hasta que nos poníamos a salvo. Ahora, en cambio, la vida se ha vuelto tan mareadamente complicada y los estímulos son tantos que estamos huyendo del león constantemente.
¿Adónde vamos como humanidad? Qué más querríamos que saberlo. No tenemos ni idea. Seguimos adelante impulsados por un frenesí que interesa a unos cuantos que se enriquecen con ello, todos aquellos que hacen su agosto gracias a nuestro anhelo de estar siempre a «la última», el cual nos impulsa a ir reponiendo nuestros bienes y conocimientos al ritmo de la moda y de las exigencias del mercado.
Ningún programa político ayuda a poner orden en esto. La política está regida por el marketing y, para prosperar, tiene que ofrecer a la gente lo que quiere oír; no lo que puede ser mejor para su supervivencia a largo plazo o incluso para su bienestar tranquilo. Así pues, las medidas son cortas de vista y a corto plazo, con lo cual no tienen en cuenta multitud de factores que tienen una importancia de primer orden: los límites reales del crecimiento que nos podemos permitir, los límites de la naturaleza y de la Tierra a la hora de abastecernos y los límites de la polución que podemos permitirnos.
Muchos se han ido denunciando estos factores y poco a poco se van impulsando medidas que intentar poner un poco de remedio, como el fomento del reciclaje y un mayor interés en el estado de nuestros ríos, por poner tan sólo un par de ejemplos (al menos en el entorno en el que vivo, han proliferado los paseos fluviales y ha mejorado un poco el aspecto de las aguas). Las alarmas siguen sonando, de hecho cada vez con mayor fuerza, porque el progreso en las medidas medioambientales de los últimos lustros apenas parecen contrarrestar algo los múltiples problemas que tenemos.
Éste es un ámbito de reflexión y ahí sigue la batalla; las perspectivas no son halagüeñas, pero mucha gente está pensando y actuando al respecto. Pero hay otro ámbito de reflexión que no oigo mencionar jamás y que me gustaría poner sobre la mesa.
Es el efecto de todo este frenesí sobre nuestra alma. No me refiero al tema del estrés y otros problemas psicoemocionales, que también son ampliamente comentados y tratados, para lo cual existe toda una constelación de terapias. Me refiero al alma alma, la que le pide un sentido a la vida, la que se maravilla ante la belleza y la armonía y que se marchita ante la ausencia de las mismas, el alma que respira a pleno pulmón y se expande cuando siente el estímulo de la inspiración, tal como le ocurre al agua, como mostró el magnífico Masaru Emoto (e. p. d.).
Vamos a ver: un mundo enfocado a complicar las cosas indefinidamente para que algunos sigan ganando mucho dinero no es un mundo particularmente interesado en inspirar a las personas. Las personas inspiradas, cuya alma sonríe, necesitan poco o en cualquier caso mucho menos que las demás personas, porque tienen muchos menos vacíos por llenar y toman distancia respecto a la rueda del consumo. Muchas personas muy felices y que consuman poco (y, de paso, enfermen menos) no es algo que interese en modo alguno al engranaje del sistema, por más que interese al alma de todos e incluso a la supervivencia del conjunto de la humanidad.
Dejando aparte las maravillas de la naturaleza no profanada y yendo al terreno humano, los factores inspiradores se deben a iniciativas puntuales que son tocadas por la gracia y que por suerte se abren paso en este mundo para deleite de quienes aún saben deleitarse: parques y jardines armoniosos y con un toque mágico, diseños urbanísticos genuinos y muy cuidados, alguna construcción o monumento especial y, por supuesto, todas las muestras de arte inspiradas e incluso sublimes. Pero son como setas en el bosque: ocupan muy poco espacio en el conjunto de la floresta y a veces cuesta incluso encontrarlas.
De ningún modo está concebido el mundo en su conjunto como un lugar de estímulo del goce. El goce intenta estimularse por medio de variados productos de consumo, pero no se atiende de ninguna de las maneras a generar un contexto general y global en el que, estés donde estés y mires donde mires, el alma se sienta alegre, confortada y sonriente ante el estímulo de la imaginación, la sorpresa, la belleza y la armonía.
Dónde construir y cómo hacerlo (casas, fábricas, etc.) se hace en función de planes urbanísticos y ciertas especificaciones técnicas, pero raramente buscando la armonía del conjunto. Dónde construir vías y carreteras se establece en función de cuestiones prácticas de trazado y, con suerte, atendiendo a algún factor medioambiental, pero apenas (o en absoluto) atendiendo al impacto sobre la vista y la psicología de los habitantes afectados. Lo habitual es que construcciones modernas y de aspecto frío convivan al lado de casas decrépitas o fábricas en ruinas, que cualquier carretera interrumpa la armonía de cualquier paisaje, que el hormigón o el asfalto profanen en cualquier momento zonas de campo y bosque, que la urbanización sin cabeza se cargue el encanto de las playas y un largo etcétera.
Me gusta el ejercicio de cambiar en mi mente los paisajes. Lo hago de modo intuitivo desde hace muchos años. Algo en mí tiende a mejorar el sinsentido que presencio. Si es cierto que existen las realidades alternativas, tal vez en algún punto hubo la opción de elegir hacer las cosas de otra manera y hay algún lugar en el que pueda disfrutarse de las cosas construidas según otros criterios. Un lugar, dicho sea de paso, en el que siempre hubo la conciencia de los límites, de manera que no nos desmadramos explotándolo y poblándolo todo. Un lugar en el que la gente viva más relajada, más feliz, sin perder la cabeza por ganar una carrera loca.
Y, en cuanto a la naturaleza, remarcar lo siguiente: a la naturaleza seguramente le «sobran» humanos, pero a la vez faltan humanos en la naturaleza. Humanos con alma; no humanos que acudan a explotarla, ensuciarla o meterle ruido, sino humanos que disfruten en ella y con ella, capaces de maravillarse y de cuidarla a la vez que se honran unos a otros como humanos.
Es limitado lo que podemos hacer con nuestro tiempo y nuestras manos. Pero nuestro potencial de imaginar es infinito. Ahora bien, ¿con qué poblamos nuestra imaginación? Podemos verter una mirada de amor, sensatez, magia y espíritu constructivo a nuestro mundo. Si todo lo que existe se influye entre sí tanto como afirman las teorías cuánticas, no hay nada que sintamos o pensemos que no tenga relevancia. Si, además, resulta que nuestros pensamientos detonan otras realidades, podemos ser creadores de mundos.
¿Cuál es nuestra realidad? ¿Cuál queremos que sea? ¿Qué queremos para el mundo? En el dulce esfuerzo por elevar nuestro pensamiento nos elevamos y tal vez, toda la creación asciende con ello.
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