«Los biólogos han de recordar constantemente que lo que ven no fue diseñado, sino que evolucionó.»
(Francis Crick, premio Nobel
el famoso codecodificador del ADN,
What Mad Pursuit
[New York: Basic Books, 1988], p. 138.)
La pregunta que se debe plantear es: ¿Por qué los biólogos tienen que recordarse constantemente que lo que ven no fue diseñado? La realidad es que todo lo que contemplan en la maquinaria de la vida, en todos los sistemas de almacenamiento, transcripción y transferencia de información, y de la traducción de dicha información a las estructuras y funciones celulares e intercelulares, lleva poderosamente a la deducción de un plan y de un propósito trascendente y divino. Y para mantener una postura materialista predeterminada es preciso repetir este mantra: «esto ha evolucionado, esto ha evolucionado, esto ha evolucionado …»
En realidad, el resto del párrafo —que comienza con la frase acabada de citar— es sumamente interesante:
«Se podría pensar, entonces, que los argumentos evolucionistas juegan un gran papel en la dirección de la investigación biológica, pero esto dista de ser así. Es cosa ya difícil estudiar lo que está sucediendo ahora. Y aun es más difícil intentar determinar de manera exacta lo que sucedió en la evolución. Así, los argumentos evolucionistas se pueden emplear de manera útil como insinuaciones sugerentes de posibles líneas de investigación, pero es enormemente peligroso confiar demasiado en ellos. Es demasiado fácil hacer inferencias erróneas a no ser que el proceso de que se trate sea ya bien comprendido.» (pp. 138-139, énfasis en el original.)
Todo esto concuerda, desde luego, con lo que dice el genetista y materialista Richard Lewontin, catedrático de Harvard, cuando dice que «… tenemos un compromiso previo, un compromiso con el materialismo. No se trata de que los métodos y las instituciones de la ciencia nos obliguen de alguna manera a aceptar una explicación material del mundo fenomenológico, sino al contrario, que estamos obligados por nuestra adhesión previa a las causas materiales a crear un aparato de investigación y un conjunto de conceptos que produzcan explicaciones materiales, no importa cuán contrarias sean a la intuición, no importa lo extrañas que sean para los no iniciados. Además, este materialismo es absoluto, porque no podemos permitir un Pie Divino en la puerta.» New York Review of Books (9 de enero de 1997, p. 31).
Y Lewontin no es el único en reconocer este prejuicio. Entre otros, el cosmólogo Carl F. von Weizsäcker ya lo había dicho mucho antes, en sus Conferencias Gifford 1959-1960: «No es por sus conclusiones, sino por su punto de partida metodológico por lo que la ciencia moderna [2] excluye la creación directa. Nuestra metodología no sería honesta si negara este hecho. No poseemos pruebas positivas del origen inorgánico de la vida, ni de la primitiva ascendencia del hombre, tal vez ni siquiera de la evolución misma, si queremos ser pedantes» [La Importancia de la Ciencia, Ed. Labor, S.A., Barcelona 1972, p. 125.]
Vemos, así, que el materialismo es un prejuicio filosófico de partida, y no una conclusión científica; más aún, que el propósito no es seguir la evidencia, sino buscar explicaciones materiales, excluyendo cualquier otra posibilidad ya desde el principio.
El designio: una inferencia, no un apriorismo
En cambio, la existencia de Dios no es en absoluto una hipótesis, sino una conclusión ineludible basada en todo un conjunto de evidencias que se imponen con todo rigor, y que, como hemos visto, solo puede ser negada de forma voluntarista por una adhesión al materialismo que se enfrenta a todo el peso de la evidencia. Por lo que respecta a la evidencia de un designio real y consciente, y no meramente aparente, dice el bioquímico Michael Denton:
«La fuerza casi irresistible de la analogía ha minado totalmente la autosatisfecha presuposición, dominante en los círculos biológicos durante la mayor parte de los últimos cien años, de que la hipótesis del designio puede ser excluida sobre la base de que este concepto es fundamentalmente un apriorismo metafísico, y que por ello es científicamente inaceptable. Al contrario, la inferencia del designio es una inducción puramente a posteriori basada en la implacable aplicación de la lógica de la analogía. La conclusión puede que tenga implicaciones religiosas, pero no depende de presuposiciones religiosas.»
Evolution: A Theory in Crisis
(Bethesda, Maryland: Adler and Adler
Publishers, 1986), pág. 341.
En realidad, la evidencia de un designio y de un plan de un Superintelecto personal necesariamente trascendente e incausado es negada desde el materialismo, pero en absoluto queda refutada. La existencia de Dios es así sencillamente una cuestión de evidencia, y no de fe. La creencia en Dios como realidad vital y tangible se fundamenta en aquello que Él ha creado, como se expresa con claridad en las palabras de Pablo a los Romanos: «Porque las cosas invisibles de él [Dios], su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa.»
La futilidad del ateísmo
Dostoievski hace decir a uno de sus personajes de Los Hermanos Kamarazov: «Si no hay Dios, todo está permitido». Y este es el planteamiento que se hace frecuentemente con referencia al ateísmo. Sin embargo, esto parece una postura muy miope. La realidad es que si no hay Dios, todo es absurdo. Jean-Paul Sartre se ceñía más a la lógica de la situación cuando, a través de su protagonista en La Nausea, describe el sentimiento de vaciedad, de absurdo, de una existencia que ha acaecido por accidente, que viene de la nada y que a la nada vuelve, y que tiene un instante de conciencia del yo pero totalmente ilusoria y vacía. Aquí es que surge aquel sentimiento de «nausea» del ateo bien informado que describe Sartre tan magistralmente.
Lo decía un profesor de la Universidad de Deusto, hace ya años, en la Fontana d’Or, en Girona, en una conferencia sobre la filosofía: Desde Kant hasta hoy. No recuerdo su nombre, solo que era profesor de filosofía, y de la Universidad de Deusto. Pero hizo una afirmación que me impresionó y que siempre he recordado: «El ateísmo optimista del siglo XIX creía que, con la exclusión de Dios, el hombre conseguía su espacio para ser verdaderamente hombre. Pero el ateísmo pesimista del siglo XX se dio cuenta de que, al excluir a Dios, el hombre perdía todo espacio para ser hombre». El piadoso Agustín de Hipona lo dijo con otras palabras: «Oh, Dios, tú nos has hecho para ti mismo, y nuestros corazones no encuentran reposo hasta que lo encuentran en ti».
Aquí tenemos el gran contraste entre el ateo mal informado, optimista, y el ateo bien informado, pesimista; entre el ateísmo infantil del siglo XIX y el ateísmo maduro del siglo XX, que finalmente se da cuenta de las consecuencias de proclamar la muerte de Dios. El hombre, como hombre, pierde todo espacio para serlo. Porque el espacio del hombre es Dios, y sin Dios, se encuentra abocado a un agujero negro que lo absorbe hacia la perdición personal en todos los aspectos, en el tiempo, en el espacio, y en la eternidad. Y es que no es Dios quien ha muerto, sino el hombre, apartado de Dios y excluido no de la existencia, pero sí de la vida.
¿Filosofía o revelación?
La filosofía quiere llegar al conocimiento de las realidades últimas por medio de la reflexión crítica, incluyendo la duda metódica. Pero al ser la realidad última la Realidad Personal, el Ser personal de Dios, la filosofía deviene impotente. La filosofía puede llegar a aproximaciones limitadas acerca de la realidad en el mejor de los casos. Pero si la Realidad es personal, solo puede llegar a ser conocida cuando se establece un flujo de comunicación procedente de dicha Realidad personal a las realidades personales contingentes que somos nosotros. Es solo mediante la palabra que puede haber comunicación de una a otra persona. Este conocimiento solo es posible en tanto que nos abrimos unos a otros mediante la comunicación de nuestros pensamientos por la verbalización de los mismos. Y así sucede con el conocimiento de Dios: la revelación es esencial. Aquí, la filosofía es impotente. Toda la filosofía del mundo jamás podrá llegar al conocimiento del Otro. Como mucho, podrá llegar a inferencias «acerca» del Otro, pero nunca llegará a su conocimiento personal. Solo conocemos a los otros por la palabra, e igualmente solo conoceremos al Otro por la Palabra.
La filosofía es un instrumento útil, pero de alcance limitado. El error reside en el filosofismo, en el intento de abarcar la totalidad de la realidad mediante la filosofía. La razón, como sierva de la comunicación, de la Revelación, es un instrumento espléndido que hemos recibido de Dios. El racionalismo es en la práctica una idolatría, al poner como supremo aquello que es subordinado. La razón no puede establecer la medida de la realidad, sino, a partir de la realidad como se nos da a conocer por los sentidos, incluyendo la Revelación, razonar dentro del marco dado por los hechos. Pero la razón nunca puede presuponer los hechos. Esto lo hace el errado racionalismo. La razón examina los hechos, los reconoce y los asume, y comienza a partir de los mismos. Pero lo esencial es la comunicación, la Revelación personal. Sin ella nunca conoceremos a los otros, ni al Otro.
La Fe —más, no menos
La fe es mucho más que un conocimiento a través de los sentidos, no mucho menos. Por la observación directa podemos llegar a percibir aspectos de la realidad que nos rodea, y somos llevados a la inferencia del designio, de un diseño inteligente real, que no aparente, de las maravillas de la vida y de su entorno. Una mente abierta y no enfrentada a Dios reconoce en la Creación el Poder y la Sabiduría de Dios. Pero esto no es fe, sino seguir la evidencia allí adonde nos lleva. Y la evidencia no puede llevarnos más allá. No puede darnos el conocimiento de Dios mismo (por no hablar de la explicación de la tragedia presente de este mundo, que tanto afectó a Darwin, como afecta a cada persona que viene a este mundo). Pero nos lleva a la convicción de que Dios está ahí. ¿Cómo podemos conocer a este Dios?
La pregunta puede volverse a formular de esta manera: ¿Cómo podemos conocer a alguien de una manera personal? Solo en tanto que este alguien se nos abra, se comunique con nosotros, y ello de forma VERBAL. Y para este conocimiento es imprescindible la existencia de la confianza. Sin confianza en el interlocutor, no se puede establecer ningún vínculo personal ni se llega a ningún conocimiento del «otro». No puede haber relación ni conocimiento personal cuando hay desconfianza.
En la Revelación, Dios ha hablado. Pero solo podemos llegar a conocerlo y a establecer un vínculo con Él cuando existe confianza. Cuando escuchamos a Dios y confiamos en Él, es solo entonces que podemos llegar a conocerlo y a tener una relación personal con Él. Ahora bien, esto solo puede ser a través de una vía. El hombre, en las mismas preguntas que se plantea, sus preguntas sobre si Dios existe o no, demuestra con esto su alejamiento de Dios —el hombre, en su estado natural, no tiene relación con Dios. Puede ser que algunos se esfuercen, que filosofen, que busquen religarse con Dios (mediante la «religión» entendida como el esfuerzo humano para conseguir ser aceptado por Dios). Este evidente alejamiento de Dios por parte del hombre demuestra la realidad de unos factores fundamentales que forman parte de esta misma revelación del Dios en quien somos llamados a confiar. Esta revelación de Dios nos habla de la CAÍDA del hombre, de los efectos cegadores del pecado en la mente humana, y de la predisposición de los hombres contra Dios —de la enemistad natural de los hombres contra Dios. Esto es la antítesis de la confianza.
La Revelación nos habla también de la CULPABILIDAD HUMANA, y de cómo Dios necesariamente ha de condenar todo aquello que es contrario a Su santidad —la rebelión de la criatura contra su Creador. Pero también nos habla del amor de Dios hacia Su criatura, y de lo que Él ha hecho para devolver al hombre a Sí mismo a la vez que mantiene Su justicia.
Dios el Hijo deviene Hombre, y deviene, de esta manera, Aquel que es Hombre y Dios en la persona de Jesucristo, en su doble naturaleza de verdadero HOMBRE (por la Encarnación, miembro de nuestra raza, pero exento de pecado) y de verdadero Dios (Su naturaleza infinita y eterna como Aquel que es la Palabra que era ya en el principio y desde la eternidad, que era con Dios y que era Dios —Juan 1:1ss.). Y lo hace a tenor de los anuncios dados desde el principio y a lo largo de la historia de la Revelación:
1) Para manifestarse en medio de los hombres y revelar de una forma plena el amor de Dios, siendo Él «Dios con nosotros». Él sufrió con nosotros.
2) Para compartir con nosotros las aflicciones que padecemos a causa del pecado: «En toda angustia de ellos él fue angustiado».
3) Para presentarse a Sí mismo, como aquel hombre santo, en representación de los hombres de los que compartía la naturaleza humana, miembro de nuestra raza, como sacrificio por nosotros, un sacrificio digno de Dios (con el valor infinito de Su persona infinita y eterna y la realidad de Su humanidad por la que nos representaba). De este modo Él pudo llevar la carga de nuestras culpas, dando plena satisfacción en la cruz, por Su muerte, a la justicia de Dios por las culpas de Sus representados —y de este modo abrir la puerta a ser aceptables y aceptados por Dios, al creer en Él y entrar delante de Dios mediante Él. El sufrió por nosotros.
¿La clave de todo ello? La FE. Aquella fe que es la confianza en Dios y en lo que Dios ha hecho mediante Jesucristo y en lo que Dios nos ha comunicado sobre el mismo —por anticipado mediante los profetas y retrospectivamente por los anunciadores de la gran y buena noticia: que Dios ha llevado a cabo la salvación, que no solo nos ha dado el conocimiento de Sí mismo, sino que ha resuelto la gran cuestión de nuestra culpa moral que cerraba el paso como una eterna barrera para impedir nuestra entrada delante de Dios. Ahora somos invitados en Jesucristo a entrar libremente delante de Él.
Los tres grandes puntos de la salvación de Dios son:
1) la Encarnación (la identificación de Dios el Hijo con la raza humana, con la excepción del pecado);
2) la Cruz (el ofrecimiento de Sí mismo delante de Dios como nuestro representante y sustituto, dando satisfacción delante de la justicia de Dios por los pecados de toda la humanidad. Tenía legitimidad para llevarlo a cabo, como miembro de la humanidad; tenía capacidad para hacerlo, en virtud de Su naturaleza infinita y eterna —el valor de Su persona era infinito, y el valor de Su sacrificio también lo fue);
3) la Resurrección: este acontecimiento sella Su obra a plena satisfacción de la justicia de Dios, y certifica que junto con la satisfacción del pecado ha abolido su fruto: la muerte. Él es la cabeza de la nueva creación, que introducirá a su debido tiempo en su plenitud.
Así, la fe no es menos, sino mucho más que cualquier percepción de lo que es visible a nuestro alrededor. Así como la confianza en nuestros interlocutores es la única forma de conocerlos, para abrirnos mente a mente, corazón a corazón, persona a persona, así la confianza en Dios —en lo que Él es, en lo que Él ha hecho, en lo que Él nos comunica (y Su comunicación plena es en Jesucristo) es la única vía para conocerlo —por la FE tenemos el más grande de los conocimientos: el conocimiento personal, real, de Dios y de todo aquello que Él nos comunica, sobre nuestra historia, sobre nuestra necesidad, Su provisión y Sus planes para el futuro. Así, entonces, la fe es el medio más profundo de conocimiento. Desechando la mentira, que destruye la confianza y la comunicación como tal, es la única vía de conocimiento entre los humanos. Y de parte de Aquel que ni miente ni puede mentir, Dios, recibimos una comunicación para la restauración de nuestros corazones en fe a Él. Y podemos ciertamente fundamentar la fe en Aquel que habiendo muerto, resucitó, y que nos dice: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí» (Juan, capítulo 14, versículo 6).
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