El concepto de investigación es enormemente amplio, ya que se trata de una característica fundamental inherente a la propia condición humana. Si el universo entero está transido de la capacidad de invención, el hombre mucho más. El hombre es ese ser en perpetua búsqueda de su humanidad y del secreto que ella encubre, pero eso será siempre un enigma que forma parte de nuestra vida y con el que tendremos que aprender a convivir en nosotros, en los demás, en el mundo y respecto a Dios.
En este último sentido, es importante subrayar que Dios es un Dios que tiene algo que decir al hombre o sobre el hombre; que tiene algo que pedirle que haga y que espera algo de él. Dios es ante todo Padre. Y esa cualidad paternal de Dios es lo que sirve de fundamento a su acción creadora, lo cual significa que la creación es ante todo la expresión de un amor gratuito del Creador y no un alarde exhibicionista.
¿Qué se entiende por crear?
Durante mucho tiempo, el concepto de creación fue interpretado como producción de algo a partir de la nada, en el marco de una cosmovisión estática. La llegada de la teoría de la evolución representó el comienzo de una nueva era en la comprensión del universo y de nuestro propio ser. Sin embargo, como señala Ruiz de la Peña, (“Teología de la creación”, Sal Terrae, Santander, 1988), “con el evolucionismo, el mundo y los seres en él contenidos se ponen en movimiento; ya no es posible pensar el universo como una magnitud estática que, construida una vez, persiste en la existencia sin que nada nuevo ocurra”.
¿Cómo concebir hoy la creación en un mundo en evolución? ¿Y cual es el papel de Dios y del hombre? En este sentido, se suelen distinguir varios niveles de creación que, en resumen, son los siguientes.
La “creatio ex nihilo”
El Diccionario Ideológico de la Lengua Española define el término creación como “acto de crear o sacar Dios una cosa de la nada”, considerando a Dios como el Creador por antonomasia. De acuerdo con esta definición se considera creación a la llamada comúnmente “creatio ex nihilo”, expresada en la Biblia con el término hebreo bará. Crear (bará) es ante todo constituir algo distinto de Dios. Pero también es hacer algo enteramente separado y distinto de todo lo anterior.
Ese es uno de los sentidos de la “creatio ex nihilo”: la realidad creada no viene precedida por un modelo del que lo creado sería una copia. La creación no se hace mediante un dictado en el que nosotros seríamos meros repetidores. Por otra parte, al hablar del mundo como creación de Dios, estamos considerando mundo a todo lo que existe fuera de Dios. Según la Escritura, la idea de Dios como Creador tiene que extenderse a todos los seres distintos del propio Dios y existentes en la realidad.
En 1929, E. Huble observó que las galaxias distantes se están alejando de nosotros, lo cual fue interpretado como que el universo entero se encuentra en fase de expansión. Estas observaciones sugerían que hubo un momento, el llamado big bang, en que el universo era infinitesimalmente pequeño e infinitamente denso y caliente.
Fue el momento del inicio del universo: una gran explosión o explosión inicial, así como el inicio del tiempo hace unos quince mil millones de años. ¿Cómo relacionar estas dos visiones de la creación? Esta pregunta forma parte de otra mucho más amplia: ¿Cómo relacionar la teología con la ciencia?
Por mencionar sólo un ejemplo de oposición a la idea del origen divino de la creación podemos citar al científico S. Hawking que, en su reciente obra “El gran diseño” (Crítica, Barcelona, 2010), escribía: “Mucha gente a lo largo de los siglos ha atribuido a Dios la belleza y la complejidad de la naturaleza que, en su tiempo, parecían no tener explicación científica.
Pero así como Darwin y Wallace explicaron cómo el diseño aparentemente milagroso de las formas vivas podía aparecer sin la intervención de un Ser Supremo, el concepto de multiverso puede explicar el ajuste fino de las leyes físicas sin necesidad de un Creador benévolo que hiciera el universo para nuestro provecho… No hace falta invocar a Dios para entender las ecuaciones y poner el universo en marcha”.
Otros autores defienden la independencia de la ciencia y la teología como dos ámbitos de investigación separados. Así, la Academia Nacional de Ciencias de USA publicó un folleto en 1984 resaltando que “la religión y la ciencia son ámbitos separados y mutuamente excluyentes del pensamiento humano; su presentación conjunta en un mismo contexto conduce a una comprensión equivocada tanto de las teorías científicas como de las creencias religiosas”.
El paleontólogo S. J. Gould describe la ciencia y la religión como ámbitos independientes con el término “magisterios no solapables”. Para Gould, el magisterio de la ciencia abarca el ámbito de lo empírico: de qué se compone el universo (hechos) y por qué funciona de la manera que lo hace (teoría), mientras que el magisterio de la religión abarca las cuestiones del sentido último y de valoración moral. Se trata, pues, de dos magisterios que no se solapan ni se superponen.
Algunos autores (A. Peacocke y J. Polkinghorne) defienden un diálogo en el que la ciencia y la teología tienen algo que decirse una a otra sobre aquellos fenómenos en que ambas están interesadas, fundamentalmente sobre la inteligibilidad y la contingencia del universo.
Sin embargo, ninguna de las posibles relaciones entre la ciencia y la religión nos sirven para demostrar inexorablemente que Dios es el autor de la “creatio ex nihilo” del universo… pero tampoco nos sirve para lo contrario. Dios no entra propiamente en el horizonte de la ciencia y, por eso, la ciencia no puede pronunciarse al respecto. Dios no sirve para “explicar” científicamente nada en el orden de lo material, ni el origen del universo, ni el calentamiento global, etc. Pero tampoco la ciencia puede “explicar” por qué existe lo que hay y si tiene algún sentido para nosotros. Dios seguirá siendo siempre un misterio.
La “creatio continua”
La publicación en 1859 del libro de Darwin “El origen de las especies” representó el comienzo de una nueva era en la comprensión del universo y de nuestro propio ser. Darwin propuso que también la vida biológica se rige por unas normas naturales, por lo que el origen de las especies e incluso el origen del ser humano podían comenzar a ser explicados por un proceso ordenado de cambio regido por leyes que la ciencia puede formular y describir. Había nacido la teoría de la evolución.
Las Iglesias tardaron bastante tiempo en dejar de luchar contra la evolución o en ignorarla. Según la mayoría de sus antiguos puntos doctrinales, la creación fue un acto momentáneo de Dios en el principio, que originó el universo entero y todo cuanto hay en él. Sin embargo, el descanso del séptimo día de la creación no puede significar que Dios ya no sigue activo sino únicamente que no sigue creando nuevas especies de criaturas. Pero su obra necesita claramente una continuación en la medida en que las criaturas están dependiendo de que Dios las conserve y las gobierne.
La doctrina del concurso divino en las actividades de las criaturas supone, por una parte, que las criaturas no dependen sólo de sí mismas en sus actividades y, por otra, que el influjo de Dios en ellas no excluye su autonomía. La existencia autónoma de las criaturas responde a la actuación conservadora de Dios. Pero el concurso de Dios en la actuación de las criaturas no ha de implicar la supresión de su autonomía como principio de sus actos.
La evidencia científica del proceso evolutivo hizo que muchas creencias, tanto científicas como teológicas, tuvieran que revisarse profundamente. Así, el discurso cristiano sobre la creación se ha enriquecido con el concepto de “creatio continua”, una creación que se va desplegando a lo largo de la historia cósmica. Se trata de otra modalidad de creación, de otro modo divino de dar el ser a las cosas. La Escritura atestigua ampliamente que Dios quiere conservar el mundo que ha creado, incluyendo sobre todo el cuidado que a cada una de las criaturas le dispensa en el tiempo oportuno.
Nuestro universo evolutivo está marcado por la lenta pero constante emergencia de nuevas realidades. Lo nuevo no se puede deducir de lo antiguo. Lo inicial no contiene necesariamente lo más reciente. La creación evolutiva no está terminada desde el principio; está aun emergiendo.
Como muy bien ha señalado I. Barbour en su obra “El encuentro entre religión y ciencia. ¿Rivales, desconocidas o compañeras de viaje?” (Sal Terrae, Santander, 2004), “Dios ha dotado a las cosas del mundo con potencialidades creadoras que se van revelando sucesivamente, aunque sólo se actualizan cuando se dan las condiciones adecuadas. Los sucesos no acontecen según un plan predeterminado, sino con impredecible novedad. Dios experimenta e improvisa, en un proceso siempre abierto de creación continua”.
Lógicamente, este modo de pensar tiene fuertes detractores como el biólogo R. Dawking y el filósofo D. Dennet. Para el primero, el darwinismo puede explicar perfectamente cómo ha surgido la complejidad en el mundo biológico (uno de los argumentos teístas); por tanto, Dios es una hipótesis innecesaria: el mundo de explica por sí mismo y Dios no existe (Cf. “El espejismo de Dios”, Espasa, Pozuelo de Alarcón, 2007).
Dennet, en una entrevista publicada en “Der Spiegel” en 2005, consideraba que Darwin impugnó la necesidad de Dios con su teoría de la selección natural y que el papel de Dios ha quedado empequeñecido a lo largo de la historia de manera que “ya no tenemos a Dios como creador ni como legislador, sino a un Dios reducido al papel deslucido de un maestro de ceremonias. Cuando Dios es el maestro de ceremonias y no desempeña ningún papel más en el universo, se convierte en una suerte de disminuido, incapaz de intervenir en nada”.
En resumen, cualquiera que sea la relación entre la evolución y la religión, dejando aparte lógicamente al conflicto, lo que parece claramente aceptable es que Dios no ha creado desde el principio un mundo perfecto y acabado, sino que la idea actual es que el mundo se ha transformado de un mundo del ser a un mundo del llegar a ser. En esa transformación, Dios no se autoimpuso sino que, más que como hacer, parece actuar permitiendo que las cosas ocurran, mediante un proceso de unión.
La “creatio appellata”
La relación entre invención y libertad creadora nos lleva a una tercera consideración acerca de la creación. Como hemos visto, la dependencia del Creador no significa la alienación de la criatura sino su liberación. Las acciones de la criatura no son atentados contra la obra del Creador, sino que pueden ser consideradas como prolongaciones de dicha obra, previstas y queridas por el propio Creador. Como escribe Ruiz de la Peña, (“Creación, gracia y salvación”, Sal Terrae, Santader, 1993), “Dios entrega al hombre el mundo recién surgido a la existencia para que aquel, en su calidad de «imagen» lo conduzca a su consumación”.
Pero esta consumación tiene un sentido: lo que Schmitz-Moormann (“Teología de la creación en un mundo en evolución”, Verbo Divino, Estella, 2005) ha llamado la “creatio apellata”, es decir, la creación llamada a acercarse. Para este autor, la idea básica es que el universo es llamado por Dios a salir de la nada hacia Él. El proceso del llegar a ser es la respuesta de la creación.
Sólo de un Dios cuyo ser es pura y simplemente amor, puede predicarse la creación, la puesta en existencia de lo distinto de sí como algo querido libremente y, por lo tanto, digno de ser amado por ser distinto. Descubrir el amor como la fuerza creativa fundamental abre una nueva visión que podría considerarse como una forma muy adecuada para explicar la actuación de Dios.
Citando de nuevo a Schmitz-Moormann, “la amorosa llamada de Dios se podría considerar, teológicamente hablando, como la fuerza conductora de la creación y, por lo tanto, de la evolución”.