Cuando se habla de la muerte de Dios, irremisiblemente nos vemos transportados a la frase de Nietzsche, ya muy popular. Y si se pretende ahondar en la idea, nos encontramos con la muerte de la imagen de Dios, pero no de Él, aunque no se pueda definir quién o qué sea este Él.
Juan Antonio Estrada ha abordado el tema en un libro no solo profundo, sino, también, muy bien estructurado (Las muertes de Dios. Ateísmo y espiritualidad, Editorial Trotta, Madrid, 2018). Y no habla ya de la muerte de Dios, sino que nos lleva al plural, las muertes, pues no hay una sola, según sea el prisma desde el que se plantee la cuestión.
Con un estilo claro, conciso, donde no sobra ni falta una palabra, Estrada nos conduce a un planteamiento concienzudo de un tema tan en boga, tan objeto de debates, en una sociedad que ha decidido prescindir de la divinidad, de la trascendencia, sin hallar un sustituto capaz de dar respuestas a las preguntas últimas del sentido.
Cambios ideológicos
En un primer paso, el libro se centra en los cambios ideológicos que han facilitado la crisis de la fe en Dios, partiendo de las distintas aportaciones de las corrientes filosóficas. Se le ha expulsado, inicialmente, desde el ámbito de la experiencia, relegándolo a solo una idea regulativa de la razón o como un postulado de un sentido indemostrable. Y es, como no podía ser de otra forma, Kant el filósofo analizado; con él, finaliza la teología natural, que pretendía demostrar la existencia de Dios; y va más allá, planteando la imposibilidad de conocer la esencia y los predicados de la divinidad.
Evidentemente, Kant no desarrolló una filosofía de la muerte de Dios, no. Pero sí puso las bases del sistema de autonomía del hombre que llevó a la crisis de la metafísica, del teísmo y de la fe religiosa. El ser humano nunca podrá decir que ha llegado a lo último, a lo absoluto y, si por un imposible lo lograra, no podrá identificarlo con el Dios de las religiones monoteístas.
Tampoco es ya válido el argumento a favor de su existencia, de que lo necesitamos para dar sentido: esa necesidad no demuestra su existir. En el fondo, a Kant lo que le interesa es cómo vivir moralmente, seguir el mandamiento del amor al prójimo y el respeto a la dignidad humana inscrito en nuestra propia naturaleza.
Y concluye Estrada: “Según Kant, para que la moral y la vida tengan sentido hay que recurrir a Dios, indemostrable en cuanto realidad, pero imprescindible como ser necesario para que la vida valga la pena y la moral tenga validez”. Para Kant lo esencial no es la relación con Dios, sino con uno mismo y su conciencia del deber. Y si la moral es vinculante, exista o no Él, no parece lógico vincular la creencia en Dios y las exigencias morales. Es una muerte de Dios, filosófica sí, pero muerte por innecesario.
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