Homicidios, robos, proliferación de pandillas asolan regiones de los países de América Central. El narcotráfico, al que se le adjudica ser el motor de todos los males, es en realidad una de las expresiones de la violencia que desborda a los gobiernos. Estudios muestran que el verdadero origen del problema es una aguda desigualdad social: concentración de la riqueza en pocas manos, falta de empleos, precarización de condiciones laborales, deficientes sistemas educativos y corrupción. En suma, lo que la mano dura no puede combatir
Nils Castro/Prensa Latina
Panamá, Panamá. Aunque los países centroamericanos, salvo una reciente excepción, no son productores de drogas ilícitas sino territorios de tránsito, esto no es prueba de inocencia y tiene diversas implicaciones.
Una, ser integrantes de una cadena cuyos motores están fuera del área; otra, darles zonas y medios de trasiego (de recepción, custodia, reembarque, reclutamiento de personal, castigo de desleales, facilidades para operaciones marinas, aéreas y terrestres, lavado y movimiento de ganancias, etcétera).
Eso conlleva tanto actividades de agentes foráneos y colaboradores oriundos, como de corrupción y complicidad de funcionarios locales.
La ilegalidad de esas actividades, junto con las rivalidades entre bandas e individuos que las llevan a cabo, dinamiza una violencia criminal que llega más allá de los personajes directamente implicados.
Eso incrementa la delincuencia organizada y la violencia criminal en Centroamérica, pero no las explica en su totalidad; porque esos problemas ya ocurrían antes del auge del tráfico de drogas, que ahora los involucra y agiganta.
En otras palabras, resolver la cuestión implica combatir al narcotráfico pero incluye más que esta necesidad inmediata. Por otra parte, el asunto no radica sólo en las pandillas.
En el pasado V Encuentro Internacional sobre la Sociedad y sus Retos frente a la Corrupción, el representante regional de la Oficina de la Organización de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD) para México, Centroamérica y el Caribe, Antonio Mazzitelli, destacó que el crimen organizado trasnacional está diversificado, alcanza proporciones macroeconómicas y sus mercados, rutas de tráfico y dinámicas no tienen fronteras.
Añadió que su incidencia invade múltiples instancias y sectores: comercial, financiero, político, sociale, cultural, entre otros, al señalar que el crimen organizado y la corrupción generan flujos de dinero de aproximadamente 2.1 billones de dólares por año.
Al respecto, Mazzitelli observa que en 12 meses el sistema financiero internacional puede lavar sumas equivalentes al 2.7 por ciento del producto interno bruto mundial. El Estudio global sobre el homicidio 2011 –de la misma ONUDD– atribuye al narcotráfico el aumento de la violencia en Centroamérica. Destaca que en 2010, en Honduras se registraron 6 mil 200 asesinatos en una población de 7.7 millones de habitantes y en El Salvador hubo 4 mil homicidios entre 6.1 millones de habitantes.
Es decir, en Honduras la tasa llega a 82.1 homicidios por cada 100 mil habitantes y en El Salvador a 66. A escala mundial, siguen Costa de Marfil, Jamaica, Belice (con 41), Venezuela y después Guatemala (con 41.4). El “triángulo del Norte” centroamericano es una de las zonas más mortales del mundo.
En contraste, los países centroamericanos menos inseguros son Costa Rica (con 11.3 y tendencia en aumento) y Nicaragua (con 13.2 y tendencia a la baja). Panamá se encuentra en una situación peor, con 21.6 y subiendo. La Organización Mundial de la Salud considera “epidemia” a cualquier tasa superior a 10. Las implicaciones de las cifras se agravan con los altos índices de impunidad que las acompañan. De acuerdo con Ramón Custodio, comisionado nacional de derechos humanos de Honduras, “muy pocos de esos asesinatos son castigados”.
Por el contrario, en los últimos 15 años la tasa de homicidios disminuyó en Asia, Europa y América del Norte. Como dato de referencia, la tasa de Estados Unidos es de cinco.
El estudio de la ONUDD atribuye el aumento de la violencia en Centroamérica y el Caribe a las crecientes disparidades de los ingresos y la disponibilidad de armas de fuego. Una explicación que no es falsa pero dista de ser suficiente.
No está de más recordar que, de acuerdo con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, Honduras, El Salvador y Guatemala –en este orden, que es el mismo de sus respectivas tasas de los homicidios– aparecen entre los países latinoamericanos con peores índices de pobreza, a lo que deben de añadirse los de desigualdad.
El Triángulo Fatídico: un ejemplo básico
Decir que Centroamérica es un canal de tránsito de drogas que fluyen hacia el Norte y de armas y capital que bajan al Sur, es una verdad a medias que esconde otra parte del asunto.
Lo mismo ocurre al afirmar que el aumento de la persecución al delito en México y Colombia motivó que los narcotraficantes mudaran sus operaciones a Centroamérica. Esas verdades incompletas sirven de excusa a algunos funcionarios que no han cumplido oportunamente con sus obligaciones.
Panamá y Costa Rica están más contiguas a Colombia. Pero aunque en estos países la situación sociopolítica ha venido deteriorándose, eso obedece a causas internas. En ambos Estados, la criminalidad vinculada al narcotráfico ha crecido, pero está lejos de alcanzar los dramáticos extremos del triángulo del Norte.
A su vez, Nicaragua está en medio del istmo centroamericano, pero tiene menores tasas de violencia. La mayor gravedad del problema se concentra en Honduras, El Salvador y Guatemala donde, sin embargo, el asunto difiere de una a otra nación. En otras palabras, ese género de explicaciones ayuda a resignar al público (aunque no a tranquilizarlo), sin que proporcione ninguna solución.
En Honduras, con la peor tasa mundial de homicidios, es claro que la situación social –especialmente la pobreza e ignorancia masivas–, el empleo precario y la desigualdad son la base del problema, sin que ello signifique que es su causa inmediata.
Una subcultura de machismo y violencia, alimentada por muchos decenios de exclusión, despojo, represión y resentimientos, contribuye a traducirlos en violencia y criminalidad.
Las conductas violentas de los afectados son anteriores a la proliferación de armas de fuego y el narcotráfico, que luego han potenciado esas formas de actuación.
Y un factor que contribuye a incrementar este efecto es la utilización de individuos y grupos contratados como matones y sicarios por integrantes de las elites de poder, para propósitos de imposición, despojo o represión.
Ese vínculo con la elite le otorga a esos individuos y grupos cierto estatus y mayor impunidad. No es lo mismo ser un criminal de mala muerte que al servicio de potentados; en la subcultura de los marginales, esto cofiere una peculiar “legitimación”.
El extremo se da al emplear a agentes de órganos del Estado para cumplir funciones similares, lo que desvanece la diferencia entre las entidades represivas públicas y privadas.
Esa degeneración ya estaba muy extendida en Honduras cuando dos cosas la aceleraron: la penetración del narcotráfico como un actor adicional y la crisis institucional precipitada por el golpe de Estado de 2009.
Uno de sus efectos ha sido la incapacidad del gobierno para controlar varios estratos sociales y áreas territoriales, e incluso a algunas de sus propias instituciones. Eso amenaza la sostenibilidad del país y hace imperativo introducir correctivos.
Sin embargo, la capacidad de afrontarlos está en entredicho por la degeneración de los instrumentos necesarios para llevarlo a cabo: la Policía, el Ejército y el sistema judicial, así como el sistema político tradicional, como lo dejan ver las dificultades del gobierno hondureño para cumplir su papel, aun bajo la presión de organizaciones, personalidades y medios de prensa, que pagan un altísimo costo por promover la estabilidad del país. Lo que ha convertido a Honduras en un inquietante problema regional.
El triángulo fatídico: diferencias
En ese escenario de precariedades, exclusiones y resentimientos sociales, de elites codiciosas y degradación institucional –con sus respectivas derivaciones culturales y morales– es donde el narcotráfico y otras modalidades de delincuencia internacional se insertaron.
En consecuencia, para desarraigarlos no bastará chapear la mata, sino remover sus raíces, lo que no pocas veces incluye depurar instituciones públicas y allegados a la elite, así como satisfacer urgencias sociales y reincorporar sectores marginados al quehacer económico formal.
Los tres países del triángulo del Norte son la parte más integrada de la región centroamericana. Sin embargo, al observar la violencia criminal en Honduras se observa que el fenómeno ocurre de otra forma en Guatemala y en El Salvador. Aunque el sustrato de elites oligárquicas e indignados sociales tenga semejanzas, sus manifestaciones difieren.