Dimensiones horizontal y vertical de la salvación en la relación Dios/Mundo
El “fondo del ser” que en palabras de Paul Tillich late en lo real, según la perspectiva cristiana, garantiza una mayor consistencia de la realidad. Lo real tiene en Tillich más consistencia que en la filosofía de Heidegger. En el cristianismo de Tillich existe una firmeza ontológica que redunda en una mayor vertebración de lo real. No es esto equivalente al consabido dualismo metafísico del fundamento sobrenatural que asfixia o suplanta a lo mundano. Es sólo el énfasis en una consistencia de lo mundano que estriba en que lo mundano apunta a un sentido y horizonte final, o puede aspirar a ello por lo menos.
Por el contrario, el peligro un tanto nihilizante, a mi juicio, de la concepción heideggeriana del Ser acaba pasando factura sobre el propio mundo y sobre la noción de historicidad. Ni mundo ni historia resultan entonces auténticamente históricos y concretos. El mundo no es lo suficientemente mundano cuando el Ser, y el fondo del Ser, resultan despojados en Heidegger de su carácter positivo (de su referencia al fondo del Ser).
No se entiende el mundo correctamente cuando se elude dicho carácter positivo en el intento de no entificarlo, no reducirlo a ente, cuando se reduce el ser a una pura negatividad esencialmente inefable, como una nada esencial, como si se asumiera desdivinizado (sin fondo) ese trasfondo de la teología negativa del mundo: su silencio, su vacío, su hueco, su nada. Este mundo como centro impresente e inasible, no puede ser centro, sino agujero negro que devora todo, que suprime toda sustancia, que desfonda y ficcionaliza el mundo.
Justo en la dinámica contraria a esta nihilización del mundo hallamos la clave ontológica de la energíacristiana, lo que la explica ontológicamente: la conexión que se da, en medio del movimiento y la temporalidad, en medio de la finitud, con un cierto suelo o fondo del Ser, en palabras de Paul Tillich. Desde luego, se trata de una mera creencia, y puede que sólo sea eso, puesto que en ningún momento el cristiano puede justificar la existencia real, la realidad, de Dios, tal como afirmaba el propio Tillich, y hemos subrayado antes al tratar de los argumentos para demostrar la existencia de Dios.
Pero si Dios está de hecho, actuante, en la existencia del hombre, la acción humana sí puede implicar la afirmación de que “Dios existe”, en forma suave, relativa, en la medida en que Dios incide ética y políticamente, tiene potencialidad para salvar el mundo y salvar al hombre a través de una transformación de las estructuras malignas (esta transformación es lo que aquí vamos a entender por salvación, en un sentido por ahora estrictamente terrenal).
Así, se puede decir que Dios está interviniendo en el mundo, al margen de su realidad o no realidad, situado más allá de la razón, tal como entiende Tillich. Dios es un más allá de la razón pero al mismo tiempo una presencia en la razón, que la afirma desde fuera y dentro de ella, frente a las posturas exclusivamente inmanentistas o irracionalistas.
No se puede afirmar racionalmente que Dios existe, pero sí resulta razonable asumir que existe, pues hace razonable la existencia del hombre, pues ayuda a un más racional florecimiento de la vida como lo entendería el viejo estoicismo romano pagano (Séneca, sobre todo).
Este florecimiento de la vida adopta la forma de emancipación o liberación. La liberación se funda para el cristiano en la estructura relacional de la realidad, como señala el teólogo Bonhoeffer citado por Gustavo Gutiérrez [4] . Es este carácter relacional el que convierte toda actividad en actividad política, pues todo incide en todos los planos de la realidad. Los movimientos ideológicos en la conciencia del cristiano (dualista o unitario-monista) implican acciones políticas, implican un cierto activismo del que no nos libramos ni siquiera por omisión.
La liturgia católica, abundantes textos e incluso encíclicas citadas por Gutiérrez lo recuerdan, aunque no siempre con la decisión y carencia de ambigüedades que nos gustaría. Porque el pobre, como alteridad de nosotros mismos que desafiante nos reclama, es algo central y no colateral en el cristianismo. Algo que se enraíza en lo que podríamos denominar la “ontología cristiana” presente en toda la Biblia.
Ciertamente, el cristiano está, en cierto modo, en dos “mundos”, pero esta forma de estar en dos mundos, de reconocer un nivel de realidad y otro trascendente e inalcanzable en Dios, lo dota precisamente de una singular potencia para estar en el mundo que conocemos. No se niega, pues, ni por parte de Gustavo Gutiérrez ni de Paul Tillich, que exista ese fondo absoluto que se trasluce en los relativos dinamismos históricos, racionales y de la propia materia.
¿En qué sentido puede hablarse todavía hoy de salvación?
Formulemos ya, pues, un interrogante que nos preocupa: ¿en qué sentido puede hablarse todavía hoy de salvación? En relación con la filosofía, apunta el teólogo Ghislain Lafont [5] que ha habido varias corrientes en el siglo XX que a su juicio han desarrollado un concepto de caída (y de la consecuente posibilidad o no de salvación) de nebulosa procedencia teológica.
Esto resulta muy evidente, señala, en Heidegger, quien representa una tendencia gnostizante (negación del mundo a favor de una mistérica dimensión superior) por la que en el ente, en el mundo, nos perdemos irremisiblemente hasta haber llegado al punto decadente en que el hombre se ha perdido por la soberanía de la técnica que inunda el mundo; hasta llegar a ese punto en el que casi milagrosamente, en la espera del Ser, éste puede acudir y hacerse presente, en la escucha y en la propia espera, para reconstituir el mundo y el ente.
Así, el movimiento de salvación sería el de una subordinación de todo lo mundano a algo que debe hacerse presente en lo mundano, en el ente. Lafont ve aquí un dinamismo, como hemos dicho otras veces, gnostizante y dualista, por el cual la historia de la humanidad es la historia de una caída de la que no es posible liberarse a partir de las coordenadas dadas en la propia historia, estando el recurso salvador en la escucha de algo que trasciende al mundo, por mucho que requiera del mundo para hacerse presente.
Vamos a ver cómo Lafont va a reivindicar el ente (dice él) y nada más que el ente como el lugar donde se da la salvación, sin una tensión que lo niegue e impugne, como un lugar que desde sí mismo puede orientarse a una superación de lo que también en sí mismo ha supuesto una caída.
Esto no quiere decir que en la teología que propone Lafont no exista tensión, sino todo lo contrario, como a continuación indicaré es precisa una cierta tensión exteriorizante (Dios como Padre) para que el mundo sea más mundo (en el lenguaje de Lafont: se realice la filiación).
Así pues, en su bellísimo libro, de lenguaje cuidadosamente pulido, Dios, el tiempo y el ser, el teólogo Lafont intenta superar todo el gnosticismo implicado en una desvalorización del ente, de lo mundano, diríamos empleando otros términos. Afirma que reivindica el ente como lugar de la caída (que no ocurre como precio de la finitud, sino por el pecado) pero también de la salvación.
Evita asociar, como ha hecho gran parte de la teología, la finitud con el mal (el mal metafísico de Leibniz) con la caída. Para desarrollar estas ideas asume un doble método de reflexión teológica: analógico y simbólico. Es necesario repensar quiénes somos y proseguir en la búsqueda de un modo de nombrar a Dios.
En general, he entendido que para Lafont Dios puede corresponder en gran medida a lo que Heidegger sugiere sobre el Ser, sobre todo en el juego de hacerse presente y no hacerse presente el Ser. Pero esto (la presencia de lo no presente), para el cristiano, se sitúa en una narración (de nuevo el lenguaje como casa del Ser), es decir, se cuenta en un relato fundacional que explica al hombre, que propone una forma de salvación diferente de la que se basa en el gnóstico negar el mundo.
La clave antropológica es esencial en Lafont, y aunque el adjetivo “antropológico” no case demasiado con el Heidegger del Dasein en Ser y tiempo, continúo considerando que Lafont sigue, aunque reinterpretándolo, al filósofo Heidegger. Toma de Heidegger aquello que puede hacer casar con sus pretensiones anti-gnósticas (lo gnóstico niega el mundo y quiere sustituirlo por otra realidad) .
La salvación es algo que concierne sobre todo al hombre y que éste descubre a partir del relato pascual. Aquí, en las páginas acaso más hermosas del libro a que estoy refiriéndome, Lafont realiza una exégesis de varios pasajes bíblicos, que culminan en la Pasión de Jesús.
En el Antiguo Testamento, se centra en los tres primeros capítulos del Génesis y sobre todo en el bellísimo libro de Job. Desde luego, me resisto al crimen de explicar aquello que va hilando una palabra libre, poética y simultáneamente atenta al texto, respetuosa, dispuesta a una silenciosa escucha. Palabra que hace nacer y muestra, de un modo connotativo, entre líneas, vibrante, la verdad que intenta transmitir el texto fundacional (la Pasión y la Pascua), en la explicación de Lafont.
Lamento que mis palabras sean aquí las que intentan decir lo que Lafont no dice, porque no puede decirse. Dejo muchas verdades atrás cuando me limito a aseverar, lejos del curso ondulante de la prosa de Lafont, que el juego salvador sito en el relato fundacional, es un juego en el que interviene la muerte, porque misteriosamente, en la misma muerte, se da una afirmación de que la historia vivida, con todo su dolor, es lo que resulta finalmente consagrado, afirmado, o mejor dicho, aquello que era vida.
Es decir, el triunfo de lo que salva se da en el momento o tras el momento del máximo silencio de Dios, victoria del mal, fracaso y muerte (cómo no recordar el tan comentado por Heidegger conocido verso de Hölderlin sobre el peligro y la salvación).
Según Lafont nuestra cultura ha desbancado a la muerte y lo que paradójicamente hace falta para superarla, para ir más allá del dominio de lo compacto, de lo que se autorreproduce, de lo que al extenderse causa el mayor sinsentido, es morir siendo víctima de ese sinsentido.
Pero, frente al peligro de apología del sufrimiento en que este discurso podría deslizarse, Lafont se apresura a relacionar la muerte con la Pascua pero entendiendo la Pascua o resurrección del Símbolo (Credo) como la continuación de la vida sin los vacíos que teológicamente nombra el término “pecado” (que no es la finitud, sino la extensión de una situación de no-ser, de simulación, de automatismo).
Entiende el pecado como “no ser” y la Pascua de resurrección como la victoria del Ser, que viene avalada por el mismo Dios que guarda silencio. Lafont explica esto tan bella como elocuentemente y, de nuevo, insisto en que mi pobre lenguaje apenas puede sino d”empobrecer” lo que Lafont describe.
Lo que sugiere es algo que me ha parecido muy cercano a las tesis de Estrada en el final del libro El sentido y el sinsentido de la vida y en su libro La imposible teodicea a los que aludimos en nuestro anterior artículo en Tendencias21: que creer en Dios significa asumir que Dios calla y que no va a intervenir para librarnos de la muerte, pero que es en la propia muerte, en todas sus formas, como se hace presente, presente podríamos decir, por su ausencia.
Hay una misteriosa afirmación que el creyente siente en medio de toda la negatividad y silencio de Dios, para cuya escucha se hace preciso callar, como practica la teología negativa. Esto no equivale a una justificación del dolor, el sufrimiento, el mal o la muerte, sino a que es en el hallazgo o encuentro con la finitud cuando tomamos conciencia de la existencia y de ser, de que estamos siendo (de nuevo hay una cierta semejanza con Heidegger en esto). Es en el momento en que se hace patente nuestra finitud cuando lo verdaderamente importante reluce, cuando lo mejor para nosotros se hace evidente y puede aspirarse a una cierta comprensión cabal.
Para nombrar negativamente a Eso que salva, a lo que hay que escuchar sin pretender que sea una proyección de los propios anhelos, miedos o imágenes, decíamos que, según Lafont, tenemos dos vías. La del relato, que proporciona la cercanía de lo simbólico, de lo que uno se nutre en la medida en que lo lee o escucha, en la medida en que es labrado en su subjetividad por una historia. Pero si nos quedáramos con esto como clave para referirnos a la salvación y a lo que salva (Dios) perderíamos la distancia que también precisa el acto salvador, que debe ser tan mundano e interior, como exterior y trascendente.
Así, a la trascendencia inmanente que nos dona el relato, hay que oponer dialécticamente un pensamiento analógico, que intenta esforzadamente, indagar en el seno de Dios, como hicieron los Padres, estudiando cómo referirse a Él desde aquí, en su verticalidad, en su cualidad de Padre. Así, el movimiento de salvación, de vinculación con lo sagrado, lo es en un sentido horizontal y al mismo tiempo, ineludiblemente, vertical. Hay una exterioridad imposible de eludir que nos da, en el intento de acceder analógicamente a ella, la clave para no ahogarnos en la mismidad de la interioridad del hombre y el relato.