El hombre moderno ha perdido en gran medida su relación con un fundamento filosófico, ético y teológico, una estructura de pensamiento tradicional -esa «democracia de los muertos»- que modele su conducta, habiendo aceptado una idea de progreso e incluso de una autodeterminación radical. Ideas como la noción existencialista de que el ser humano no tiene una esencia, sino que es aquello que él mismo designe ser, o la noción posmoderna relativista de que la verdad, el bien y lo bello no tienen más que una existencia convencional y contingente presentan serios problemas para la definición de una ética o, dicho de otra forma, para la orientación hacia un fin o propósito universal. Esto ha llevado a que nuestra era pueda ser definida como nihilista, en el sentido de que no parece existir ningún eje o referencia trascendente más allá de la propia voluntad o el propio placer, y la vida es orientada -si es que existe una dirección consciente- a la satisfacción de los propios deseos y no a una realidad o esencia a la cual hay que unirse o actualizar. Lo que importa es, por decirlo vulgarmente, pasarla bien el breve rato que estamos aquí, pues después no seremos nada.
Todo esto ha producido una condición que podemos definir como de «pérdida de sentido» (o significado), o como el psicólogo Carl Jung lo caracterizó, el hombre moderno está en busca de un alma, es decir, de la vida misma, de algo numinoso, de algo más que el ciego concurso de proceso mecánicos y la imposición de la voluntad de poder. Ahora bien, pese a los 2,500 años de historia de la filosofía occidental, y las críticas de Nietzsche, Freud, Marx, Heidegger, Sartre y otros pensadores, no me parece que la filosofía haya producido nada superior al pensamiento ético de Platón o de Aristóteles; y lo mejor que se ha producido, más que innovación, debe considerarse como una nota al pie de la ética de estos filósofos (como bien definió Whitehead la filosofía occidental). Incluso mucho del estoicismo, una filosofía eminentemente ética que goza de gran popularidad actualmente, ya se encuentra anticipado en Sócrates, el personaje central de los diálogos platónicos, y no se aleja demasiado de las virtudes aristotélicas que predican el justo medio (María Zambrano había dicho que el estoicismo era la recapitulación de la filosofía griega). Pero el mismo estoicismo carece de la grandeza metafísica de estos dos grandes filósofos, algo que no debe de hacerse a un lado, pues es justamente una dimensión trascendente la que más efectivamente establece una noción de sentido o propósito. Si bien es cierto que la crítica moderna y posmoderna consideran, por el contrario, que la debilidad de estos sistemas es precisamente su excesiva dependencia en lo metafísico, como mencioné anteriormente, los sistemas filosóficos modernos -en los que metafísica y trascendencia son palabras prohibidas, supuestamente superadas por la crítica- se caracterizan por su incapacidad de proveer sentido consistentemente y por una especie de gimnasia verbal que nunca logra del todo establecer principios morales desde la pura inmanencia y la relatividad de los valores.
En suma, me parece que no hemos encontrado una mejor respuesta -si nos limitamos a Occidente-, de lo que nos han dado Platón y Aristóteles y sus discípulos para la pregunta esencial ¿para qué estamos en el mundo? La cual está estrechamente ligada con la pregunta sobre el origen y la esencia del ser humano y el ser en general y no podría responderse cabalmente sin tomar en cuenta estos tres principios que eran organizado clásicamente como una psicología, una cosmología y una teología. Si es que creemos que dicha pregunta tiene una respuesta -algo que va a contracorriente del pensamiento cientificista moderno-, resulta indispensable considerar lo que tienen que decir estos dos pensadores, los cuales en este caso coinciden en lo esencial. Por otra parte su respuesta es altamente consistente en su esencia, si bien no necesariamente en su método o procedimiento, con las diversas tradiciones religiosas de Oriente y Occidente, lo cual ha permitido que, por ejemplo, las filosofías de Platón y Aristóteles sean incorporadas al pensamiento teológico cristiano e islámico por notables pensadores como Avicenna, San Agustín, Tomás de Aquino y muchos otros. Esto último no debería sorprendernos, pues la filosofía moderna se ha querido acercar más a la ciencia, cuando en su origen era más cercano a la religión; y la primera sólo puede, por su método, describir cómo son las cosas, pero no por qué o para qué son, lo cual es el terreno de la metafísica y de la religión, pero que finalmente es lo que realmente nos importa aquí (tanto en este artículo como en esta vida). Estas son justamente las dos causas aristotélicas que la ciencia moderna ha eliminado de su método, la causa formal y la causa final, las cuales nos hablan de un propósito o una finalidad que yace implícita en nuestra existencia pero que, además, nos conecta con algo que trasciende nuestra naturaleza, pues para Aristóteles la causa final no podía ser otra que Dios, el principio racional del universo.