Aunque muchas veces intentamos ubicar nuestra felicidad en cosas que solo alimentan nuestro ego, cuando llegamos a sentirnos realmente felices nos damos cuenta de que esto corresponde a un estado tan independiente del ego, que es justo esa distancia, la que lo hace posible.
Es común que apostemos por la felicidad, especialmente que la atemos a logros, a reconocimientos, a eventos, a activos… a sentirnos “importantes”, pero desde el punto de vista de quienes nos ven, es decir, importantes desde los ojos ajenos y no desde la consciencia de que estamos viviendo un milagro y que somos parte de un todo maravilloso.
A fin de cuentas, la felicidad es estar bien con todas las variables en juego, es la paz que sentimos cuando disfrutamos del camino, el aceptarnos sinceramente desde lo más profundo de nuestro ser y dejar de castigarnos y juzgarnos. La felicidad es la alegría del alma, que sabe que esos pequeños detalles que sentimos como grandes obstáculos para nuestra felicidad, no son sino distorsiones en nuestra percepción, de lo que somos en realidad, de lo que realmente estamos haciendo acá.
Todos somos importantes, igualmente importantes y esa igualdad es la que le resta importancia, es una condición común. A veces solo buscamos quedar bien con los demás, adaptarnos a lo que otras personas quieran, incluso si esto va en contra de lo que nosotros deseamos. Pero le damos más relevancia al sentirnos adaptados y queridos a estar en armonía con quienes somos y con lo que queremos.
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