Entre todas las relaciones que el ser humano sostiene a lo largo de su vida, ninguna ejerce tanta influencia en su desarrollo y manera de actuar como la relación que se tiene con los padres durante los primeros años de infancia. La idea de crecer y los significados socialmente construidos de lo que implica cumplir años y dejar de ser niños son dos de los factores que suelen nublar dicha importancia, haciéndonos subestimar el efecto de esa etapa de formación y aprendizaje al lado de nuestros padres, el cual, sin embargo, se extiende más de lo que solemos aceptar.
El motivo principal de esta relación tan decisiva es de alguna manera tan obvio, que pocas veces nos detenemos a mirarlo con detenimiento en la vida diaria. De inicio, la razón es biológica y evolutiva: debido al tamaño de nuestra masa encefálica (que a su vez se ha explicado por el hecho de haber desarrollado una inteligencia superior), la cría del ser humano debe terminar su desarrollo fuera del útero materno, en particular en lo que respecta a sus capacidades cognitivas y motrices. La cría humana es incapaz de sobrevivir por sí misma durante los primeros años de vida, lo cual resulta en una de las infancias más prolongadas del reino animal. La fragilidad, el cuidado y la dependencia marcan inevitablemente este período.
Pero no sólo eso. En el caso del ser humano, la crianza corre también por otra senda, paralela a la mera supervivencia: la iniciación a la cultura y la civilización humanas. Para poder formar parte de una comunidad, el niño debe aprender los recursos necesarios que le permitan entender el mundo al que ha arribado: el lenguaje, las normas sociales, la historia de un país, las tradiciones de una sociedad y, en general, toda esa miríada de significantes que nos permite codificar diariamente la realidad que ha construido nuestra especie.
Como podemos notar, la tarea de la crianza no es en modo alguno sencilla. De hecho, una vez que nos damos cuenta de su singularidad y sus implicaciones para la existencia personal y colectiva, no deja de ser asombroso que, pese a todo, se haya cumplido de manera más o menos ininterrumpida y efectiva desde tiempos remotos hasta este momento de la historia.
Sin embargo, pese a que es muy probable que todos o casi todos podamos estar de acuerdo en que, como a veces se dice coloquialmente, educar a un hijo no es sencillo, por otro lado muy pocas personas tienen la disposición de aceptar que sus padres cometieron errores en esa misma formación. ¿Por qué nos resistimos a considerar la circunstancia lógica y hasta previsible de que en una tarea de complejidad elevada se presenten equivocaciones?
Filosóficamente, esta renuencia a aceptar los errores de los padres puede explicarse acudiendo a la idea de la dialéctica del amo y el esclavo, que G. W. F. Hegel cuenta entre las fases por las que pasa el ser humano en su proceso de adquisición y asunción de su conciencia. Dicho con cierta brevedad, el niño puede mirarse como el esclavo que, en la metáfora de Hegel, no conoce otro mundo más que aquel que le muestra el amo, no conoce otras reglas ni otros horizontes, no conoce otro relato ni otras formas de pensar o de concebir la realidad más allá de lo que diariamente muestra el amo. En ese panorama, ¿cómo esperar que en la mente del esclavo surja la idea de que el amo se equivoca? ¿Dónde puede surgir el error en un mundo que parece estar hecho a la medida del amo?
Con todo, esta explicación, aunque útil, puede parecer muy metafórica y aun abstracta. También muy severa. Ya la sola idea de intentar entender una relación como la de los padres con un hijo bajo las ideas de un amo y un esclavo puede llevarnos a evocaciones que nos distancien de la singularidad de dicho vínculo.
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