Con él estaba yo (Sophia)
ordenándolo todo,
Y era su delicia de día en día.
Proverbios 8, 30
Una de las reflexiones teológicas más fascinantes es la que se pregunta por la razón de la existencia del universo. ¿Qué es lo que podría mover a Dios a crear un universo en el que aparentemente existe otredad, separación e incluso sufrimiento y mal? ¿O por qué una divinidad, que es descrita como la perfección misma y como tal sin carencia alguna, habría de crear un mundo? Un hadith islámico dice: «Yo era un tesoro oculto que quería ser conocido; por eso creé el mundo». Mucho se ha comentado esta frase. Se ha sugerido que la Creación, que es también la limitación del absoluto, es, paradójicamente, una manifestación de la naturaleza ilimitada de la divinidad, una de sus infinitas posibilidades. Ibn Arabi comenta: «Él deseó ver Su propia esencia en un objeto global el cual, habiendo sido bendecido con la existencia, resume la totalidad del orden divino para que ahí Él pudiera manifestar Su misterio a Sí mismo».
En el cristianismo generalmente se considera que el universo, siendo una creatio ex nihilo, es el acto supremo del amor de Dios que dona el ser, en su bondad excesiva, a lo inexistente -y lo dona constantemente, pues el mundo es también una creatio continua, una creación eterna, de la misma manera que en la vida intertrinitaria, en la perichoresis, el Padre, el Hijo y el Espíritu están compartiendo siempre su ágape-. El ser humano es quien recibe este regalo de belleza infinita -una invitación a lo trascendente en lo inmanente- y quien está llamado a aceptar el regalo de manera consciente, a decir «sí» a Dios, a la propuesta que hace la divinidad con la naturaleza entera para celebrar una boda al fin del tiempo. Teólogos como Eckhart o Dionisio entienden que fundamentalmente Dios es incognoscible y no se accede a una unión mística más que a través de una vía apofática, de un desconocimiento, de lo que se ha llamado luego una «docta ignorancia» o una «noche oscura»: un desandar, un desnudarse y desapegarse de todo lo creado. La divinidad es una «oscuridad brillante», que trasciende el ser mismo, no es un ente más -ni siquiera el más poderoso- en una lista de entes, y aunque genera el mundo a través de un «poder extático supraesencial», siendo la unidad de todas las cosas y el mismo impulso erótico que mueve a todos los seres, yace más allá de todo concepto y designación, por lo cual sería demasiado osado, si no absurdo, intentar sondear su raciocinio o proceso intelectual de creación.
La interpretación que generalmente se hace en el hinduismo es que la creación es la lila o el juego divino de Dios, que en su suprema creatividad expresa su esencia a través de la manifestación de innumerables mundos y seres que son su recreo y deleite, pues la divinidad es el Purusha, el supremo disfrutador del cosmos material. Generalmente se considera que la divinidad tiene tres atributos, una suerte de trinidad, Sat-Chit-Ananda: ser, conciencia y deleite. Esto nos permite entender que el universo está hecho para el deleite del ser que es conciencia absoluta. Y en el caso de los avatares, en la tradición vaishnava, éstos encarnan en el mundo para rectificar el dharma o proveer una vía actualizada al cariz del tiempo para que el ser humano pueda alcanzar lo divino, no del todo distinto a la idea patrística de que Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera hacerse Dios. En el caso del bhakti de Krishna, como se expresa en la Bhagavata Purana y luego particularmente entre los devotos de la secta de Bengala (gaudía), el descenso de Dios al mundo es entendido ya no sólo como una rectificación moral sino como un deseo de experimentar el deleite del amor devocional. En el caso de Chaitanya, quien es considerado avatar de Krishna, esto se lleva a un condición radical: desear experimentar las deliciosas relaciones eróticas (no carnales sino espirituales) que las pastoras (gopis) de Vraja tuvieron con Krishna en el eón pasado, por lo cual el santo Chaitanya desciende no sólo como Krishna, sino en el modo erótico de Radha, su gopi preferida y shakti. De esta manera, al mismo tiempo Dios experimenta la máxima intensidad emocional de la devoción y por otro lado responde al clamor de sus devotos al brindar una base práctica -en imitación de Krishna-Chaitanya- para que los devotos experimenten la misma divinidad y se unan con Él o Ella. Notablemente, estos avatares suelen vivir una especie de amnesia divina por un cierto periodo (o de manera intermitente) al someterse almaya del mundo, sin embargo, ésta sumisión es descrita como voluntaria y como un acto de compasión a los devotos que con la pureza de su devoción magnetizan a la divinidad.
Para acercarnos más al punto de lo que quiero explorar aquí, veamos lo que dice Sri Aurobindo sobre la cuestión puesta al principio de este artículo:
Preguntas cuál es el principio de todo esto:
Y es esto…
La existencia que se multiplicó por sí misma
Por el puro deleite de ser
Y se proyectó en trillones de seres
Para que pudiera encontrarse a sí misma
Innumerablemente.
(Thoughts and Glimpses)
Esta frase conjuga tanto la noción clásica hindú de la razón de ser del universo como el deleite de la deidad, como una noción un tanto más esotérica y controvertida, de que la divinidad se encuentra a sí misma en el universo. Aurobindo no es precisamente ortodoxo dentro de su tradición (si bien es cierto que el hinduismo suele asimilar o cooptar la heterodoxia en vez de condenarla) e interpreta el cosmos dentro de una lógica evolutiva y dialéctica, cercana al pensamiento de Hegel con el que tenía varias similitude. Su conocida máxima dice: «La materia es vida encubierta; la vida es mente encubierta; la mente es espíritu encubierto» (espíritu que es supramental o supraconsciente). Y vemos aquí un proceso de
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