El sentido musical del mundo: símbolo de la armonía cósmica de los contrarios
Nuestra problemática de la mediación de los opuestos encuentra en la música su exposición sonora, ya que la música es la articulación simbólica de los contrarios, así como su mediación coimplicativa, tal y como se muestra en la expresión del gozo y del sufrimiento, de la pasión y la serenidad, de la fiesta y el duelo. En la música occidental esta representación simbólica de la existencia como coexistencia de vida y muerte alcanza su cumplimiento.
Según los musicólogos esa representación cromática de los contrastes existenciales comenzaría en el siglo XII, un tiempo trovadoresco en el que la música medieval religiosa –el gregoriano- deja de ser plana para devenir un tanto irregular, ya que la tradicional voz cantante, monótona, horizontal y sucesiva se dobla o redobla, siendo atravesada por paráfrasis o parafraseos en una especie de discanto o contracanto [18].
En ese emblemático siglo XII, en el que se da el paso del románico aplanado al gótico cromático, emerge la “polifonía contrapuntística” en el entorno de la catedral de París, culminando posteriormente en Flandes. Mientras que en el románico la trascendencia aplana a la inmanencia achatándola, en el gótico la trascendencia abre nuestra inmanencia hacia lo alto en elevación simbólica.
De esta guisa, el tiempo gregoriano horizontal queda emplazado por el espacio gótico vertical, proyectando una música “diafónica” ya no regida por el canto firme del tenor, puesto que es contrapunteado por la coloratura “bárbara” propia de la música gótica con sus motetes, hasta arribar al Renacimiento con sus madrigales. El gregoriano con su sentido musical sustantivo o sustancial dirigido a la conversión se accidenta y divierte o diversifica de un modo más abierto [19].
El paso musical de la Edad Media al Renacimiento está representado por la música renacentista de Palestrina, todavía deudora de armonías o consonancias medievales, pero también por la sensibilidad afectiva de nuestro Tomás Luis de Victoria y el prebarroco Lasso.
En la modernidad la música eclosiona en Bach barroca y contrapuintísticamente, en Mozart gozosa y alegremente, en Beethoven heroica y bruscamente, en Wagner dramática y románticamente y en Mahler tragi-cómicamente. En la música moderna la conciencia temporal sucesiva aparece quebrada por el inconsciente espacial o imaginal, de modo que el sentido consonante de la existencia queda enmarcado en la simbología contrastante de la misma existencia, hasta acceder al abismo disonante o nihilista de la música atonal, dodecafónica o serial. [20]
Ha sido de nuevo E. Trías quien, en su obra “La imaginación sonora” ha planteado una revisión de la música desde una perspectiva gnóstica, la cual concibe lo musical finalmente como una “catarsis” o purificación de la inmanencia temporal en nombre de una “abstracción sublimante”. Esta visión gnóstica encuentra “orden en el desorden”, de acuerdo a un “eterno sentido” que todo lo trasciende. Para nuestro filósofo la música es simbólica, pero el símbolo se define gnósticamente como “reconciliación de lo escindido”, cuyo paradigma estaría en el Parsifal de Wagner, en el que se concelebra “el traspaso de la tragedia pagana a comedia divina”. Esta versión espiritualista del símbolo encuentra también su ejemplificación en la Pasión según san Mateo de Bach, la cual es definida como “una tragedia superada o elevada a divina comedia”. [21]
Y bien, uno mismo concibe la música en cuanto símbolo de la existencia no como consonancia sino como consonancia disonante y no como armonía sino como armonía disarmónica, así pues como dualéctica de contrarios, tal y como comparece a nuestro parecer en la Pasión bachiana según san Mateo, cuyo coral final empero se pliega en una terminal consonancia estridente o armonía desgarrada (y tanto más rasgada cuanto más avanza).
El caso es que J.S.Bach no tiene parangón, como pretende Trías, con Leibniz, el filósofo del optimismo ilustrado y de la armonía prestablecida. En realidad la famosa Pasión bachiana no es “una tragedia superada en comedia”, sino una tragedia “supurada” en comedia, o sea, una tragicomedia (cristiana). Olvida aquí nuestro filósofo que el cristianismo profundo y no superficial es una auténtica tragicomedia, ya que Cristo es la asunción (y no la superación) de Jesús en Jesucristo, de modo que la asunción, el asuncionismo o el asuntivismo resulta un asunto crucial del cristianismo.
Por eso el teólogo José María Castillo puede afirmar que teológicamente no cabe decir que “Jesús es Dios” (lo que significaría la deificaciónh del hombre y lo humano) sino que “Dios es Jesús” por la encarnación como humanización de Dios; por ello la auténtica experiencia religiosa se daría fundamentalmente en lo secular o humano y no en lo sagrado o divino. [22]
Toda mitología presenta la gran lucha entre el bien y el mal, pero toda auténtica mitología (incluida la mitología cristiana) ofrece una solución no simple ni unilateral sino compleja y dramática. La auténtica solución mitológico-cristiana es “eucatastrófica”, un vocablo proveniente de Tolkien que significa una “catástrofe” o abatimiento traspasada por “un atisbo de gozo”, el avatar existencial transido por “un anhelo del corazón”, la oscuridad del mundo atravesada por “un rayo de luz a través de las grietas del universo” .
El propio Tolkien, filólogo y mitólogo católico de Oxford, refiere la “eucatástrofe” tanto a la Encarnación de Cristo como a su Resurrección, definiendo al cristianismo eucatastróficamente como la más alegre tragedia (también podría decir la más triste comedia), pues se trata como dice Tolkien de una alegría que hace llorar (o bien una tristeza que hace reír) ya que rechaza la plena o total derrota final (lo que podemos llamar la derrota absoluta, pero no la relativa a esta vida y a este mundo). En sus propias palabras disonantes:
La alegría cristiana produce lágrimas porque es cualitativamente
igual al dolor: se trata de una reconciliación de la alegría y del dolor
en el amor, al diluirse en este el egoísmo y el altruismo. [23]
El austríaco Bruckner, católico abierto, ha musicado bien, como ha mostrado el propio E.Trías, esa dialéctica de luz y oscuridad, sin triunfo o reconciliación en esta vida cohabitada por la muerte no sublimable, puesto que la superación o reconciliación final trascendente la dejaría Bruckner para la otra vida y para el propio Dios. Ahora bien, frente a esta visión superadora, pienso que ni el propio Dios (cristiano) puede reconciliar la inmanencia en una trascendencia que supere aquella dejándola definitivamente atrás.
Frente al gnosticismo, el cristianismo afirma la encarnación como pasión y muerte del sentido, no superada por la resurrección y la gloria sino sólo supurada, sublimada o trasfigurada, mas no abolida, ya que las cicatrices o estigmas terrestres quedan en la resurrección de la carne y en el alma como espíritu encarnado (puesto que no resucita el espíritu desencarnado). Por eso nadie nos puede quitar lo bailado o positivo, pero tampoco lo no bailado o negativo.
En la filosofía de E. Trías la gnosis es espiritual y funciona como liberación desencarnada, obviando así la religación. Pero una auténtica gnosis filosófico-teológica sería asuntora y liberadora, religadora y desligadora, amorosa y humorosa. Una tal gnosis cabal no es meramente fractal, como quiere nuestro autor, encontrando orden en el desorden, sino también fractual, encontrando desorden en el orden.
No podemos desenganchar los contrastes salvo abstractamente, se trata de una coimplicación o coimplicidad dualéctica (y no meramente dialéctica abolida en la síntesis final). Precisamente el símbolo no puede definirse sin más, como hace Trías, cual reconciliación de lo escindido, al menos en sentido dialéctico clásico, sino si acaso como la chirriante reconciliación de lo escindido (por cuanto desconcertante o al menos contrastante), la dualéctica de los opuestos compuestos y no depuestos, la coimplicación de los contrarios contractos y no detractos.
Debería entonces recuperar nuestro autor su propia certera intuición respecto al gran músico Mahler, en cuya música “los extremos se funden en el gozne simbólico”, aunque esa fusión no deba entenderse como “acorde atmosférico”, ya que el símbolo no es la sutura de lo sensible en lo inteligible, sino de lo sensible y lo anímico, del mundo con el alma (no se olvide que la nota musical se dice “neuma” o hálito anímico).
Y es que el símbolo primigenio es el propio hombre en cuanto compuesto de cuerpo y alma o cuerpoalmado. Así que el símbolo no señala el paso de la inmanencia a la trascendencia, sino la reunión de inmanencia y trascendencia per modum unius (de modo unitario o relacional).
La dialéctica de los contrarios, vida y muerte, sentido y sinsentido, los coimplica sin dejar fuera el sentido (tal y como propone el nihilismo contemporáneo) pero tampoco el sinsentido (como hace finalmente el heroísmo de Beethoven, el superacionismo de Hegel o el gnosticismo de Trías). La dualéctica de los contrarios es incluyente y no excluyente, y no cabe celebrar lo positivo sin lo negativo, pues como ha mostrado el propio Trías comentando el Falstaff de Verdi, tan jocoso y riente, hay “la selva durmiente que esparce incienso y sombra”: y en Otelo junto a la lírica Desdémona comparece Yago cacofónicamente.
Podemos pues hablar de dualéctica o bien, como me recomendaba E. Morin, de multiléctica o pluriléctica, pero siempre en sentido coimplicativo o coimplicacional, y no desimplicativo o desimplicacional. Por esto mismo en el Parsifal de Wagner la redención o salvación se realiza a través de la “compasión” del propio Parsifal, una compasión que en alemán se dice “con-dolor” (Mitleid: condolencia).
En la filosofía de nuestro filósofo, E. Trías, la música simboliza el origen o lo matricial (un viejo término de mi propio repertorio hermenéutico), origen matricial o cuna que se recuperaría finalmente en la tumba de la muerte como cuna invertida, pero esta recuperación del origen al final no es precisamente una reconciliación gloriosa, más bien filosóficamente aparece como el paso de este mundo al trasmundo (cósmico). Incluso en el caso de postular la fe o creencia en la trascendencia, sigue rigiendo el lema cristiano de que “la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona”.
Por lo demás, estoy de acuerdo en postular una apertura radical a la trascendencia, pero esa apertura no deja de ser un agujero simbólico y, por tanto, una herida cóncava que debe permanecer abierta y no cerrada, supurante y no clausurada, precisamente para poder acoger esa trascendencia como ungüento salvífico o sanante.
Yo diría entonces que la herida simbólica sólo es superable simbólicamente, pero realmente sólo es supurable. Por ello no puede hablarse de “sentido eterno” a no ser que se añada el “sinsentido eterno”, ya que el “sentido eterno” devalúa gnósticamente el tiempo y la inmanencia como sinsentidos que se cancelarán escatológicamente [24].
Conclusión política: el camino dialógico (por el lenguaje), proceso iluminador que supera dialécticamente el sin-sentido en el sentido
La música como matricial se adjunta dionisianamente con el imaginario del mito y la dramática del ritual. Frente a este ámbito protoracional no está el lenguaje definido por nuestro filósofo como falocéntrico o logocéntrico (patriarcal), sino que está el logos transracional o abstracto de la razón celeste o apolínea.
Entre el protolenguaje matriarcal y el metalenguaje patriarcal queda precisamente el lenguaje dialógico o intersubjetivo, el interlenguaje como mediación fratriarcal. Este interlenguaje o lenguaje interrelacional realiza la mediación de mito y logos en una “mito-logía” a modo de cultura compartida (interhumana). Pues bien, este lenguaje mediador simboliza la democracia en su constitutiva función parlamentaria.
Entre el protolenguaje matriarcal y el metalenguaje patriarcal se instala el interlenguaje fratriarcal que tiene a Hermes como patrón o arquetipo de la mediación. Este esquematismo hermenéutico, que es la falsilla de mi propia filosofía, permite elevar a rango humano reduplicativo el lenguaje precisamente en cuanto mediador de lo mítico y de lo lógico o abstracto. Hermes se sitúa así entre Dioniso y Apolo a modo de mediación de los contrarios.
Curiosamente en la democracia ateniense los funcionarios en general son elegidos por sorteo de acuerdo al trasfondo matriarcal de la igualdad natural dionisiana (isomoiría), mientras que los funcionarios supremos eran elegidos por la Asamblea (Ekklesía) de acuerdo a la ley civil olímpica o apolínea (isonomía).
De este modo, la democracia griega de Pericles y socios del siglo V a.C. se basa en la doble articulación dionisiana y apolínea del Lenguaje mediador de Hermes.
En este sentido difiero de R. Argullol y socios, que presentan al apolíneo Orestes como el símbolo democrático frente a las diosas tribales (las Erinias). Tiene razón en que estas diosas tribales pertenecen al trasfondo matriarcal-dionisiano y simbolizan el destino arcaico, pero el Orestes de Esquilo no pertenece al ámbito mediador o hermesiano, sino al ámbito olímpico o celeste de Apolo y Atenea.
Por eso no se puede considerar democrático a Orestes, como piensan tantos, se trataría si acaso del representante de una democracia olímpica bajo Zeus, la cual se caracterizaría como despotismo ilustrado (como su final régimen patriarcal en Micenas). [25]
En nuestra propia visión es Hermes, el dios del lenguaje y de la comunicación de los contrarios, el auténtico dios, numen o arque-símbolo democrático, que no en vano se le llamaba “logios” (el parlante) y “agoraios” (el que frecuenta el ágora). Hermes es el
“demon propicio” (agathos daimon), y en su festividad cretense los esclavos eran servidos por sus amos simbólicamente.
Por lo demás, Hermes tiene un toque retórico y hermenéutico e incluso sofista, que lo aleja tanto de la verdad absoluta (olímpica o apolínea) como de la verdad relativista (inmanente o dionisiana).La verdad hermesiana no es ni absoluta ni relativista, sino relacional, la cual puede traducirse como verdad encarnada o sentido (interhumano). [26]
En su obra sobre el fin de la historia, Fukuyama ha lamentado que el hombre actual haya perdido el valor heroico (megalothimia). Sin embargo no se trataría, frente a Fukuyama, de cultivar el valor heroico sino el valor anímico (megalopsiquía), apostando por la “interanimidad” y apostatando del tradicional ideal patriarcal. Pues no se trata de imponer la verdad sino de proponerla interlingüísticamente, de acuerdo con la idea de proposición como propuesta: una propuesta simbólica, por cuanto transgrede el significado cósico o literal en nombre del sentido humano.
Un tal sentido asume lo sentido y no lo escamotea en nombre de la abstracción que impera en el mundo. Pues la auténtica verdad es la verdad-sentido, la cual no es luz que oculta sino luz que ilumina lo oculto u ocultado: el dolor y el sinsentido, el error y la mentira, el mal y la muerte. [27]
Es en el nombre simbólico del gran tabú de la muerte como cabría boicotear existencialmente esta vida, exhibiendo el derecho humano a no nacer a este crudo mundo, el derecho elemental a que no nos nazcan. Se trata de un derecho simbólico y de una denegación simbólica, ya que no real, cósica o literal, pero aquí el símbolo crítico cumple su función hermenéutica de transgredir la verdad impuesta de la presunta bondad vital, a partir de la experiencia de la propia negatividad de lo real/realizado.
De este modo, el símbolo como interpretación transgresora de la verdad accede al sentido oculto u ocultado de la no-verdad encarnada por la muerte, la cual debería permitirnos una auténtica radicalidad cultural y política a la hora de asumir realísticamente un mundo eucatastrófico.
Ante el mundo como catástrofe positiva el hombre debe asumir positivamente su negatividad, tratando así de “positivar” dicha negatividad: negatividad que no es posible positivar sino en el cuarto oscuro de nuestro laboratorio hermenéutico capaz de iluminar las propias tinieblas.
Mas se puede objetar con M. Proust que un arte como la música, que infunde una verdadera emoción más elevada o verdadera no se corresponda a cierta realidad espiritual, pues de lo contrario la vida carecería de sentido. Y bien, el arte de la música se corresponde inmediatamente a cierta realidad anímica o humana y sólo mediatamente a cierta realidad espiritual o transhumana.
En todo caso el ejemplo muestra precisamente que la vida carece de sentido vivida bobaliconamente, es decir, amusicalmente o sin echarle música: la cual empero suena consonante y disonantemente, sublime y tétricamente, como el propio Proust sabía por partida doble [28].