En 1921, el controvertido escritor H.P. Lovecraft, nativo de la costanera población de Providence, Rhode Island, presentó al mundo su cuento corto The Nameless City (La ciudad innombrada), una espantosa urbe extrahumana situada en las arenas de la península arábica. Según este maestro del horror, heredero de Edgar Allan Poe, la ciudad innombrada era la obra de una especie reptilesca que solo podía arrastrarse por las calles y pasillos de esta metrópoli de pesadilla. Muchos han considerado que Lovecraft recibió su inspiración, en cierta medida, de la leyenda árabe de Irem, la ciudad de las pilastras, que según los mitos de la gente del desierto “permanece íntegra tras la aniquilación de sus habitantes, e invisible a los ojos mortales, pero que según los árabes, se deja ver en pocas ocasiones a algún viajero que goce del favor divino”.
Aunque nadie puede dudar que las arenas de Arabia Saudita puedan ocultar misterios emocionantes, es muy posible que la leyenda se haya fundamentado en la existencia de una urbe más concreta y no menos extraña: la ciudad de Jawa, en el desierto sirio.
El mundo del desierto
Aunque la imagen común que tenemos de los desiertos siempre suele ser la que nos ha regalado Hollywood – enormes dunas en un mar interminable de arena – lo cierto es que cada desierto tiene su propia personalidad, y el desierto sirio no es la excepción, siendo una combinación de estepa, desierto arenoso y lava volcánica procedente de la erupción del Djebel al Duruz, cima de mil ochocientos metros de altura que domina un campo de más de cien otros focos volcánicos.
El viajero moderno se encuentra con carreteras que enlazan al actual reino de Jordania con Irak, así como tribus nómadas que siguen sus vidas al igual que lo hicieron sus ancestros en el pasado remoto, las tribus safaiticas. Desde el aire podemos ver las ruinas de las fortificaciones romanas – el limes – que protegían a Roma contra las incursiones de los partos y luego los sasánidas, así como contra las razzias de los beduinos. Proteger las caravanas que traían sus mercancías desde las ciudades mesopotámicas hasta Antioquía y Damasco era esencial, aunque podemos suponer que los legionarionarios destacados en dichas fortificaciones lo considerarían un suplicio más que nada.
En las primeras décadas el siglo XX, los pilotos que volaban la ruta entre El Cairo y Bagdad, podían ver las ruinas de estos fuertes legionarios, pero más importante aun, percibían desde lo alto los restos de culturas antiquísimas y desconocidas. Las estructuras recibían el apodo de “kites” (volantines) debido a su forma romboidal, pero más imponente que estas estructuras era la gran ciudad desconocida que surgía de en medio del desierto negro. Si no era una fortificación romana o bizantina, ¿qué era? Los expertos dudaban que ningún imperio hubiese tenido una ciudad en un sitio tan inhóspito, y la “ciudad negra del desierto” fue relegada al dominio de los espejismos. En 1931, uno de estos pilotos del desierto, Poidebard, sería el primero en ver a Jawa desde el aire, pero no sería hasta 1948 que el distinguido arqueólogo israelí Nelson Glueck – quien se incluía entre aquellos que dudaban la existencia de la ciudad perdida – llegaría a describir el emplazamiento a grandes rasgos, clasificándolo como un abrevadero del desierto que en ningún momento pudo haber abastecido una ciudad. Dos años después, una expedición inglesa descubriría formalmente a Jawa, la ciudad perdida del desierto: Svend Helms del Instituto Londinense de Arqueología y sus ayudantes comenzaron a excavar las ruinas.
Para la sorpresa de los arqueólogos, el abrevadero descubierto por Glueck pasó a convertirse en una enorme ciudad con imponentes murallas de basalto, con cisternas y canales. Dada la imposibilidad de datar el basalto, los arqueólogos ingleses se conformaron con asignarle a Jawa una antigüedad de cinco mil años, afirmando que bien podía ser aún mayor. Los pictogramas, los restos de escritura safaítica y los restos de alfarería correspondían a épocas posteriores.
Pero el hallazgo suscitaba preguntas aún más difíciles de contestar. La región desértica no era menos inhóspita hace cinco mil o diez mil años; no era posible asociar Jawa con otras culturas conocidas (aunque cabe observar que los toros que aparecen en los petroglifos parecen corresponder a los toros “minoicos” de la isla de Creta). Y después de superar tantos obstáculos, resultaba difícil concebir que una cultura sencillamente abandonara la ciudad, aunque el mismo Helm observó que una erupción del Djebel al Duruz o cualquiera de los otros volcanes podía ser la causa, ya fuese por acción directa de la lava y ceniza o por haber interrumpido el flujo del agua hacia las cisternas de la ciudad.
Sin embargo, existía una posibilidad más inquietante: resultaba factible que la zona del “creciente fértil” pudo haber sido mucho más amplia que lo aceptado por los geólogos e historiadores, y que toda la región pudo haber sido apta para la ocupación humana en el pasado, como lo fue el “Mar de las Gacelas” en el norte de África. La enorme zona arenosa del norte de Arabia pudo haber sido una gran planicie llena de árboles y hierba, la patria de los ciudadanos de Jawa.
El escritor David Hatcher, quien aborda el tema de Jawa en su libro Lost Cities of the Black Desert, ofrece a sus lectores una hipótesis fantasiosa que nos permitimos incluir en este trabajo. Hatcher apunta al hecho que las imponentes murallas de Jawa fueron construidas de basalto imantado, lo trae a la mente otras urbes muertas hechas del mismo material, como Nan-Matol en la isla de Ponapé (sometida a una magnifica investigacion por Andreas Faber Kaiser en su libro Sobre el secreto). Este material magnetizado, sugiere el autor, ¿sería seleccionado por la posibilidad para levitarlo mediante el uso de tecnologías que se pierden en las tinieblas del pasado? Recordemos que a una distancia relativamente corta de Jawa se encuentra la colosal “piedra de Baalbek”, y más al sur las ruinas de Jericó, una de las ciudades más antiguas del mundo con sus casi ocho mil años de antigüedad.
Aunque el investigador Helms no ofrece una tesis tan arriesgada, uno de los párrafos de su libro Jawa, Lost City of The Black Desert, resalta la naturaleza anómala de esta ciudad del desierto.
“La población de Jawa,” escribe Helms, “apareció abruptamente. Un sistema de apoyo vital, íntegro y sumamente desarrollado, surgió de repente donde nada parecido había existido antes. Jawa parece ser la única ciudad de su tipo, y sus habitantes desaparecieron con la misma rapidez con la que aparecieron, habiendo permanecido en ella brevemente, dejando tras de sí unas enormes y enigmáticas ruinas”.
Helms pasa a enumerar sus hipótesis sobre la ciudad: los habitantes pudieron haber sido oriundos de una cultura urbana más allá de la “región del basalto negro”; igualmente, pudieron haber inventado por sí solos una tecnología y urbanismo para sobrevivir en dicha zona. Finalmente, el autor sugiere que los creadores de esta enorme ciudad de basalto (cabe recordar que es el material favorito de los primigenios de Lovecraft) provenían de una cultura preurbana que ya comenzaba a tener atisbos sobre la irrigación y la hidrología.
Sean quienes hayan sido, los jawaítas, como los bautiza Helms, tenían conocimientos de la metalurgia y de la ingeniería militar propias de los constructores de Jericó u otros baluartes: las formidables puertas y murallas de Jawa eran más que capaces de repeler a las tribus del desierto, y seguramente fueron construidas para defenderse de un enemigo antiguo más poderoso que desconocemos. Las leyendas árabes nos hablan de “los Viejos de Arabia”, los ancestros de las tribus de la península. ¿Serían estos los ancestros de los jawaítas y los maestros que les enseñaron las artes de la construcción y la guerra, o los implacables enemigos contra quienes era preciso defenderse?
Resulta inquietante ver las reconstrucciones de Jawa realizadas por el Instituto Londinense de Arqueología, ya que los planos recuerdan poderosamente a las ruinas de Knossos y las reconstrucciones de algunos edificios, como la “Ciudadela”, nos presentan una arquitectura que se parece en cierto grado a la de la Cultura del Indo (Mohenjo-Daro y Harappa). Fueron los jawaítas, entonces, coetáneos de estas civilizaciones o posiblemente la fuente de inspiración de ambas?
Hatcher no es el único que puede lanzarse a especular. Nuestra época nos ofrece varios investigadores e historiadores – John Anthony West, Graham Hancock y otros – que presentan a sus lectores con una prehistoria totalmente distinta a la aceptada por los estudiosos. En Egipto florece la cultura “osiriana”, creadora de la Esfinge en un país verde y rebosante de agua, mientras que la India tiene al imperio de Rama, cuyas ciudades sumergidas a pocos cientos de metros de las playas del sur de dicho país aguardan con paciencia la investigación seria de los expertos. A este extraño mundo corresponderían los poderosos “vimanas” de la tradición hindú, impulsados por mercurio. Si aceptamos este mundo hipotético como una realidad y no fantasía, Jawa y sus murallas encajarían perfectamente, pasando a convertirse en una urbe aliada de las grandes culturas de su momento o una ciudad libre, tal vez un punto de conexión entre ambas.
El interés en esta época de los diez mil años antes de la era común ya viene sintiéndose en la cultura popular desde hace algún tiempo, y concretamente en el 2008 con la aparición de la película 10,000 a.c de Roland Emmerich, en la que un cazador de mamuts intenta recobrar a su amada, secuestrada por los guerreros de una civilización desconocida, descendida de la Atlántida a juzgar por lo que sale en la pantalla.
Jawa, en resumidas cuentas, puede corresponder a la historia de ese “Medio Oriente desconocido” acerca del cual han escrito tantos autores. El mismo Robert Charroux informaba a sus lectores en El legado de los dioses que otras ciudades desconocidas existían en el desierto cerca de Marib, en la actual Yemen, que correspondian a la época en que Arabia era una región verde y de buena irrigación. Pero los desiertos del mundo se mantienen mudos, y el azadón del arqueólogo muchas veces no consigue hacerlos hablar.
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