El estigma del hombre ha estado siempre omnipresente y fácilmente reconocible en sus metrópolis y aglomeraciones urbanas, en eso que llaman “historias de éxito” de prosperidad y desarrollo, a pesar de que antaño grandes imperios han caído y producido la desaparición de importantes ciudades. Sin embargo, en los últimos tiempos, el poder económico ha irrumpido como nunca en la vida social, modelando nuestros hábitos y arrasado con todo lo que pudiera haber de genuino en los vínculos de sus gentes, disecado el pasado y exponiéndolo en museos a modo de recreación evolutiva de lo antiguo frente a la modernidad.
Estamos habitando un mundo cada vez más urbanizado. Para comprenderlo, basta una observación desde el aire, y una mirada ajena a cuanto sucede ahí abajo. ¿Qué veríamos? acaso no se otearía otra cosa que casas, terrenos para más casas, coches y carreteras.
Resultaría pertinente entonces preguntarse ¿De qué están hechas las ciudades?
Y esto apunta en la dirección de esta otra cuestión ¿de qué están hechas nuestras vidas?
Alguien podría manifestar sin enredo, que lo que desde arriba se ve es ante todo: Casas – coches – trabajos.
Acompañemos y volvamos a echar otra mirada, las dos primeras resultan rápidamente reconocible en la escena, pero ¿y los trabajos? ¿De qué manera es posible identificarlos?
Bueno, resulta evidente que esto no se aprecia por la mera observación, pero pongámoslo al revés. ¿Cómo es posible que del trabajo haya podido salir algo tan feo?
Por tanto, ha hecho falta trabajo, mucho trabajo para que haya progresado con tal impacto lo que detectamos en abundancia.
Hablemos de ciudades; una justificación al desarrollismo admitiría lo siguiente:
Lo “hermoso” de cualquier boom inmobiliario es que necesita una ingente masa de trabajadores, que desprovistos de voluntad tendrán que vagar de ciudad en ciudad para inflarla. En base a este efecto globalizador, no puede haber ni habrá ciudad que escape de la necesidad de proliferar y competir por atraer individuos y dinero, en cualquiera de sus variantes.
En el lado del trabajo, impera el ideal de triunfador expresado en: “si uno trabaja duro, merece tener éxito”. La preocupación por un buen empleo hace darlo todo al merecimiento de contar con casa y coche, consumando el ciclo vital de cada persona. Y sin embargo, cabe preguntar ¿Verdaderamente hacen falta estos apuros, cuando la realidad ofrece tan poca cosa?
Parece que sí, al menos esto se deduce del ideario colectivo imperante cuando a coche le confieren el atributo de libertad, a casa de seguridad y del trabajo la independencia.
Los tiempos modernos vienen glorificados por una constante aceleración del progreso y niveles de vida nunca antes alcanzados. No tenemos suficiente en contentarnos por ejemplo, con infraestructuras que por inadvertencia han llegado a ser de provecho, sino que éstas han pasado a regirnos, a ser lo que llaman “infraestructuras inteligentes” que no es otra cosa que las que brotan por doquier, observándonos con misericordia y sin más propósito del “ahí queda eso”. Así, de estrago en estrago se va configurando toda la tramoya paisajística que venimos tolerando, en un estado de extrañamiento frente a la sospecha de utilidad que pretenden.
De un tiempo a esta parte, nos vienen machacando con aquello de la falta de conciencia colectiva entorno a las múltiples preocupaciones que incomodan a la sociedad, lo que llaman “retos del futuro” o la huella ecológica. Eso de la huella del hombre que suena a humano, demasiado humano para ser reconocible. Nada inédito cabe esperar de ello, se trata de pura apariencia de redención con la zarpa de monsergas del tipo “la apuesta verde y medioambiental como oportunidad de crecer la economía”, o aquello de “el problema es la gasolina, no los coches”.
Tornando de nuevo al título del texto, zarpa tiene esta otra acepción que es la de zarpar. Está constatado que hace un siglo, solo una de cada siete personas en el mundo vivía en la ciudad, cuando hoy más de la mitad de la población lo hace, y el número crece de manera constante cada año. Lo cual desvela el grado de enajenación y desmesura que se está produciendo en tan breve espacio temporal.
Pero descendamos a lo que realmente importa al desarrollo. Escogiendo tres países de entre los más poblados y poderosos del planeta, observamos que en EEUU, de 316 millones habitantes, circulan más de 800 coches por cada 1.000 habitantes. En China con una población de 1.360 millones, apenas 70 coches por 1.000 habitantes. E India, con una población de 1.268 millones, solo circula 20 coches por cada 1.000 habitantes. Y el resultado es tal como ya intuyes.
A nadie parece extravagancia lanzar soflamas hacia el coche a modo de expresión de libertad, cuando lo que en verdad revela es la condena del poseído, el tirano opresor. Quién puede encontrar glamur a esa carretera que lleva al hipermercado, estatus de distinción a algo que te lleva al trabajo o mostrar indiferencia por la manera que el monstruo ha engullido la ciudad.
Aún así, no queda otra que reconocer que en él hay realmente poderes sobrenaturales, de lo contrario cómo es posible esa capacidad de portear nuestros cuerpos y enajenar nuestras almas a lugares ensoñados, no importa los rincones ni lo inaccesibles que estos se encuentren.
Las propias instituciones del Estado han de ser cómplices necesarios, lo refrendan con sus ordenanzas y ellas mismas se confiesan: “El hecho de desplazarse (en coche) no supone una actividad finalista en sí misma, sino un medio para realizar otras actividades separadas espacialmente entre sí, como trabajar, ir de compra, socializarse”.
Pues bien, son estas instituciones de la globalización quienes alientan, promueven, incentivan y legislan para contentar a conductores y a la industria. Nos contentan con planes, campañas de propaganda, cuidan de nuestra expresión de libertad, nos inoculan sus macabros balances de siniestralidad vial, se estremecen con aquello del planeta se calienta, o nos mandan señales que el nivel del mar está subiendo. Todo muy conmovedor.
Algunos casos de seducción institucional corren por nuestras venas, nos resultan hasta entrañables:
La hora del planeta, operación salida, planes de seguridad vial, operación asfalto, incentivos al vehículo eficiente, información del estado de carreteras-prepara tu viaje, áreas de prioridad residencial, operación retorno, zonas de aparcamiento disuasorio, vigilancia aérea de velocidad, servicio de estacionamiento regulado, unidades atención a víctimas por accidentes de tráfico, plan renove de neumáticos, ayudas gubernamentales a la compra de coches eléctricos, etc.
Visto así, aparece tan comprensible la patraña del cambiazo. Eso es, el coche ha tenido que dejar de ostentar ese símbolo de estatus para convertirse en una necesidad diaria. Solo ha bastado recrear su hábitat, proveerle de carreteras, puentes, túneles, aparcamientos y ante todo acelerar los negocios, todo a costa del consiguiente arrinconamiento de viandantes al lugar que le ha sido predestinado.
Sí amigos, proclamemos nuestra fe. Esto no hay dios que lo pare. Más infraestructuras mayor justificación de fines, las que han servido para armar de significado la alegoría de libertad que produce el coche, y que no va más allá del continuo trajinar que nos traemos: de casa al trabajo, de casa a hacer turismo o de casa a la compra.
Acaba el texto con un eslogan comercial escrito en el tajo de una calle cualquiera: NO ESTAMOS DE OBRAS, ESTAMOS HACIENDO MAGIA…
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