¿En realidad importa el resultado que tenga tu selección nacional en el Mundial? ¿En realidad ganas cuando ganan, en realidad “todos somos la selección”? Por más proyección metafísica de identidad que hagamos, las personas que juegan en la cancha de juego no son las personas que ven el partido en el estadio o por televisión. Podemos invocar una conexión a distancia, la famosa “vibra”, un entrelazamiento cuántico, telepatía o vudú, pero por supuesto este ya no es el terreno del deporte y la política (y generalmente es sólo una estrategia de marketing). Y aunque invoquemos un principio de resonancia, siguiendo lo que Borges decía de los lectores de Shakespeare, que al leer fervientemente sus líneas se convertían en el mismo bardo, en ese mismo instante que se repite con una misma cualidad en el tiempo, entonces, esto sería cierto con cualquier jugador, no obstante el país y con cualquier actividad, siguiendo un vínculo de simpatía.
¿Acaso más bien no es este –la parafernalia de la Copa del Mundo y el fanatismo deportivo en general– uno de los más vulgares y crasos ejemplos de propaganda, enajenación y creación de identidades superfluas en función del consumismo… el viejo pan y circo?
El futbol es uno de los más grandes negocios que existen, tan redondo como el balón. Participan organismos como la FIFA, comités organizadores, federaciones locales, televisoras, agencias de marketing y de promoción de los jugadores, apostadores, equipos y jugadores (que, aunque disfrutan brevemente del endiosamiento de la imagen, son a fin de cuenta sólo instrumentos para la diseminación de una propaganda aspiracional, similar a lo que ocurre con los modelos de artículos de consumo: en México incluso son vendidos a equipos en un “draft” que se apoda “mercado de piernas”, sin que los jugadores puedan decidir si quieren ir o no a tal equipo). Indirectamente, haciendo uso político, también participan los países con sus gobiernos y las grandes corporaciones alineadas que dictan el sistema financiero global; los países se sirven del aglutinamiento de identidades que el futbol genera y de la distracción masiva que les permite manipular la agenda de noticias, desactivar conflictos, diluir críticas o llegar a acuerdos y pasar leyes fast-track (los “goles de madruguete político”); las corporaciones y el sistema capitalista evidentemente tienen el usufructo del frenesí de consumo que generan eventos como el Mundial, pero además también basan de manera sustancial su estrategia de branding en este evento, que es percibido como el culmen de las asociaciones positivas y profundas en la psique del consumidor: es el momento de bombardear con el fin de invadir tautológicamente el inconsciente del sujeto programable y congraciarse con él. (Los que no se benefician de esto son las comunidades locales, como ocurre con el pueblo brasileño ante los gastos excesivos del Mundial 2014: es un deporte del pueblo pero un negocio elitista).
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Coincide en Borges una indiferencia y un desinterés en la política y en el futbol. Lo que animaba su curiosidad eran las ideas, las arquitectura de mundos mentales, ese gran río de murmullos que cruza el tiempo que es la literatura. En su ars poetica el escritor no tenía por qué tener un compromiso con una cierta inclinación política –no tenía por qué definirse como una persona de izquierda o derecha, etc o dedicarse a escribir panfletos–; su deber era consigo mismo y con el arte, con la literatura misma que no es por supuesto una rama de la moral (lo que importa es si un escritor escribe bien no si es buena persona, si es capaz de ver lo que los demás no ven, no sí piensa de manera correcta). Borges fue muy criticado por no pronunciarse en contra de la dictadura y en contra de numerosos gobiernos o actos antidemocráticos, inhumanos o injustos según el dictamen generalizado de la comunidad internacional –ese metajuicio de lo políticamente correcto para el intelectual. Cuando tuvo que describir su postura política, dijo que era conservador, pero siempre desde la distancia de su agnosticismo, nunca desde el fanatismo.
Cuando uno quiere criticar la enajenación del futbol, Borges aparece como una buena opción para legitimar el discurso. Aunque algunas personas puedan considerarlo como poco viril, poco inclinado a las pasiones del cuerpo y por lo tanto incapaz de comprender la atracción de los deportes, ese instinto marcial sublimado o domesticado, también es cierto que hay poco de esta energía vital en el acto mayormente pasivo de ver un partido de futbol. Asimismo, salvo el caso de algunos exquisitos manieristas exentos del resultadismo, el espectador de futbol no es un observador objetivo o individuado, como el narrador omnipresente de una obra, sino que es un observador arrastrado por la emoción multitudinaria que quiere de alguna manera intervenir y proyectarse al campo de juego –olvidar su presente-, a la vez que se ve afectado por el resultado de un juego que no ha jugado y sobre el cual no tiene ningún efecto. Y como tal exhíbe un dejo de frustración y de pueril transferencia. Borges decía que “El futbol es popular porque la estupidez es popular”. Es estúpido sufrir por algo en lo cual no tenemos participación ni influencia –por más que creamos noble o elevado concebir sentimientos abtractos de identificación y así concebirnos como encarnaciones de nuestro país o de nuestro equipo y por lo tanto estar sujeto a lo que les ocurre. Quizás el rasgo más claro de la estupidez de nuestra sociedad es el verse inmiscuido en el trance colectivo de los medios masivos de comunicación, en las telenovelas, en el futbol, en el marketing que preda sobre nuestros deseos aspiracionales y nuestras inseguridades y responder a sus llamados, yendo a la tienda, comprando los productos, sintonizando el televisor, en respuestas zombie-pavlovianas o, usando el término de de McLuhan, narcótico-narcisistas.
En una nota publicada en el diario La Razón ante la Copa del Mundo en Argentina 78, Borges conversa sobre futbol con Roberto Alfiano (quien luego publicó un libro sobre Borges en el que incluye este díalogo).
– ¿Fue alguna vez a ver un partido de fútbol Borges?
– Sí, fui una vez y fue suficiente, me bastó para siempre. Fuimos con Enrique Amorim. Jugaban Uruguay y Argentina. Bueno, entramos a la cancha, Amorim tampoco se interesaba por el fútbol y como yo tampoco tenía la menor idea, nos sentamos; empezó el partido y nosotros hablamos de otra cosa, seguramente de literatura. Luego pensábamos que se había terminado, nos levantamos y nos fuimos. Cuando estábamos saliendo, alguien me dijo que no, que no había terminado todo el partido, sino el primer tiempo, pero nosotros igual nos fuimos. Ya en la calle yo le dije a Amorim: “Bueno, le voy a hacer una confidencia. Yo esperaba que ganara Uruguay –Amorim era uruguayo- para quedar bien con usted, para que usted se sintiera feliz”. Y Amorim me dijo: “Bueno, yo esperaba que ganara Argentina para quedar, también, bien con usted”. De manera que nunca nos enteramos del resultado de aquello, y los dos nos revelamos como excelentes caballeros. La amistad y el respeto que ambos nos profesábamos estaba por encima de esa pobre circunstancia que era un partido de fútbol.
Un poco de la elegancia inglesa que tanto admiraba (y por lo cual se le resentía en su país), que en una especie de ingenuidad esconde mordacidad e ironía. En esa misma conversación Borges luego responde a Alfiano, que el futbol es popular porque la estupidez es popular.
– Yo no entiendo cómo se hizo tan popular el fútbol. Un deporte innoble, agresivo, desagradable y meramente comercial. Además es un juego convencional, meramente convencional, que interesa menos como deporte que como generador de fanatismo. Lo único que interesa es el resultado final; yo creo que nadie disfruta con el juego en sí, que también es estéticamente horrible, horrible y zonzo. Son, creo que once jugadores que corren detrás de una pelota para tratar de meterla en un arco. Algo absurdo, pueril, y esa calamidad, esta estupidez, apasiona a la gente. A mí me parece ridículo.
Borges al parecer no era sensible a la estética del futbol, y en esto sin duda podemos diferir. Pero a fin de cuentas son pocos los que ven futbol como un ejercicio de contemplación estética… como quien contempla una escena bucólica o como un fláneur atraído por ciertos ángulos e inflexiones urbanas. El aficionado prototípico busca el desfogue del triunfo, el alarido de pertenencia con un equipo de calidad que ha repasado a otro o con una nación que se piensa superior cuando triunfa y se puede comparar con otros países (o en el caso de algunos franceses, probablemente inspirados por el racismo que genera una selección multiétnica cuando su país pierde y puede culpar a un sector ). (Esta tabla de afectos y aversiones por países en la Copa del Mundo es muy ilustrativa). En algunos casos se contenta porque su equipo juega bien o da pelea a un equipo históricamente superior, pero no por el placer que le produce el futbol desempeñado en un aspecto puro, sino porque realza su identidad (tener un equipo que la crítica elogia), o le da confianza para el futuro: cuando entonces sí pueda ganarle a los grandes.
Se dice que el futbol une a la gente. Y si bien es una buena excusa para socializar y distender, en realidad lo que une, en el trance de un torneo o en la estela que deja un título, son los sentimientos dispersos de nacionalismo, de euforia chocarrera y de autoafirmación. Si bien es cierto que existen países donde muchos individuos tienen poca seguridad en sí mismos, es ridículo pensar que el futbol sea un revulsivo que lleve a las persona a psciológicamente afirmar su individualidad y desprenderse de sus complejos. Esto es algo que se hace justamente individuándose y desmarcándose de las improntas y los paradigmas colectivos. Otra cosas es que el triunfo en el deporte genere, como ocurre con la naturaleza con la habituación, más triunfo en el futuro, esto es natural, pero se limita solamente al deporte y logra cambiar la mentalidad solamente de los jugadores que participan. Si bien puede hacer una tregua momentánea entre personas de diferentes etnias, lenguas o posturas políticas dentro de un país, el efecto no es de ninguna forma duradero, es como la tregua breve que hacen dos personas cuando se emborrachan.
Buena parte de lo que chocaba a Borges del futbol tenía que ver con el nacionalismo que observaba a consecuencia de éste en Argentina, quizás el país con la hinchada más pasional y violenta del mundo (después de que sus enemigos los ingleses erradicaran a los hooligans). Tanto el nacionalismo como el futbol, le merecían el mismo calificativo: “El nacionalismo sólo permite afirmaciones y, toda doctrina que descarte la duda, la negación, es una forma de fanatismo y estupidez”, escribió Borges, quien incluso participó en 1984 en un foro en Tokio en el que se discutió el nacionalismo, señalando que éste tenía el peligro de dividir a las personas. ¿Acaso no ocurre eso mismo con el futbol que divide más que une? Nos divide al menos en personas definidas por un país: somos mexicanos, chilenos, alemanes, iraníes, estadounidenses, con una carga histórica y una percepción política particular, con numerosos clichés, antes que personas del planeta tierra e individuos únicos. Borge creía en abolir las fronteras, lo cual en ningún sentido significa homogeneizar al mundo o erradicar las diferencias, sino permitir el intercambio sin etiquetas. Seguramente esto sería política y económicamente desastroso, especialmente para algunos países chicos, etc., pero la afirmación no tenía este sentido, sino que su espíritu era el de eliminar el nacionalismo y todos sus efectos colaterales.
En fín, con esto no quiero amargar el placer de ver un buen partido de futbol, especialmente si es un hábito esporádico.Principalmente el interés es hacer consciente el acto de ver un partido de futbol y en general de participar en todo entorno mediático o colectivo, y ser capaz de discernir hasta qué punto al hacerlo perdemos nustra inteligencia crítica y llegamos a enajenarnos. Un poco de autorreflexión –sobre lo que pasa dentro de nosotros cuando hacemos algo o recibimos un programa– nos hace inmunes hasta cierto punto y permite disfrutar de un partido de futbol sin sufrir si el resultado no es el que queríamos. El futbol es sin duda un gran espectáculo y tiene algo más de místico y estético de lo que Borges fue capaz de ver. Borges, que amaba las representaciones cabalísticas, las métaforas del universo y la divinidad, quizás no entrevió en el juego de futbol una imagen del universo, de su secreto orden; tampoco atisbó una poesía física o reconoció el impulso evolutivo de luchar y competir (una desvaída transmigración de los dioses griegos que impulsaban a los héroes a batirse). Pero todos los juegos tienen esta veta, hay un sentido lúdico profundamente arraigado a la existencia –que sublima lo absurdo– y el futbol es una manifestación, aunque quizás un poco contaminada, de esta misma esencia. Borges prefería el otro juego, el juego cósmico “de la indivisa divinidad que opera en nosotros” y sueña el mundo, que quizás no tenga ganador y sea infinito.
Twitter del autor: @alepholo
http://pijamasurf.com/2014/06/borges-sobre-la-estupidez-del-futbol-y-la-manipulacion-del-nacionalismo/