Ha de ser una filosofía hermenéutica no ubicada más allá de lo real, y abandonar su presunta y presuntuosa idealidad de la Razón absoluta
La metafísica es la filosofía primera o primaria; la disciplina filosófica radical que plantea clásicamente los “tópicos” fundamentales de la existencia. Sin embargo, la crisis (pos)moderna de la filosofía metafísica impide seguir planteándola al modo tradicional, que la sitúa “antidemocráticamente” por encima de las realidades, desde una presunta y presuntuosa idealidad de la Razón absoluta. Una auténtica metafísica (pos)moderna sólo puede presentarse “democráticamente”, como una filosofía hermenéutica no ubicada más allá de lo real. Por Andrés Ortiz Osés.
Pero la crisis (pos)moderna de la filosofía metafísica impide seguir planteándola al modo tradicional como el Meta-relato del Ser de los seres, una metafísica que se sitúa “antidemocráticamente” por encima de las realidades desde una presunta y presuntuosa idealidad de la Razón absoluta. Una auténtica metafísica (pos)moderna sólo puede presentarse hoy “democráticamente” como una filosofía hermenéutica que ya no se ubica más allá de lo real sino que coimplica la realidad en su ser inmanente/inmanante dando cuenta y relación de ella en sus contradicciones.
Por eso redefinimos aquí la metafísica como una metafísica de la implicación, en la que se exponen las radicales implicaciones del sentido en un relato ya no trascendente sino inmanente, así pues ya no en un meta-relato de carácter absolutista sino en un inter-relato de signo relacional o relacionista de lo real.
De esta guisa, la metafísica deja de ser la explicación de la verdad (última) para poder ser la implicación de la realidad en su sentido (medial): una metafísica ya no ontoteológica sino ontosimbólica, ya no suprahumana sino humana, ya no divina sino divino-demónica, puesto que la experiencia humana de lo real se realiza en esa franja intermedia entre lo divino y lo demónico, entre el supramundo celeste de los dioses y el inframundo infernal de los démones, entre el ser y el no-ser, la vida y la muerte.
Con ello pretendemos situar nuestra metafísica implicacional del sentido en los bordes del sinsentido, allí donde lo real pasa del caos al cosmos y de la potencia al acto, en ese ámbito de mediación de los contrarios en el que aún se comunican, en ese lugar simbólico donde se conjugan los opuestos que configuran nuestra realidad como inter-realidad, allí donde se fragua el complot o co-implicación de las realidades en su realidad, así pues en el centro (descentrado) y quicio (desquiciado) en el que la realidad se realiza y desrealiza en un lenguaje de ida y vuelta de esencial carácter dialéctico. Ese lugar medial está habitado por las implicaciones del sentido que, a modo de junturas o suturas, articulan el universo dinámico y caledoscópico del que formamos parte integrante [1].
Pues bien, en este artículo vamos a destacar las principales implicaciones o implicancias del sentido que, a nuestro entender, son las siguientes:
-la implicación radical del ser a modo de “tierra” o arraigo matricial del sentido.
-la implicación intrínseca del alma a modo de “licuación” del ser interiorizado.
-la implicación extrínseca del amor a modo de “fuego” habitante del ser anímico.
-la implicación hipotética de Dios a modo de espíritu de amor sublimado.
Nuestra metafísica parte pues del ser como implicación de los seres y realidades en su realidad, lo que es un irremediable tributo al planteamiento griego clásico de la filosofía metafísica. Pero nuestra definición del ser abandona la vía griega, para la que el ser es la sustancia, recuperando la vía cristiana, desde la que el ser puede definirse como alma. Así pues aquí el ser del ser ya no es la sustancia aristotélica sino el alma cohabitada por el amor, ahora de acuerdo con una tradición que cabe denominar como socrático-cristiana y, por lo tanto, como cristiano-pagana. Finalmente el amor que cohabita el ser del ser –el alma- queda hipostasiado en Dios de acuerdo a una tradición que podemos llamar mística o cristiano-oriental.
Como puede observarse, nuestra metafísica de la implicación (una apertura al más allá implicada en el más acá) parte del ser clásico, sí, pero para allegarnos a su vacío o vaciamiento: el alma como no-ser del ser o envés de lo real. De esta forma planteamos la metafísica clásica del ser, aunque abandonamos la respuesta griega objetiva por la respectiva cristiana subjetiva: el ser no es sustancia sino alma o, si se prefiere, la sustancia del ser es anímica, por cuanto el ser está inhabitado por el alma (interioridad), a su vez cohabitado por el amor. Ahora bien, si el alma es el no-ser del ser, el amor es el ser del no-ser, ya que dice entidad relacional, coimplicidad no cósica sino intersubjetiva e interpersonal. Finalmente Dios comparece como la hipóstasis del amor, como realización perfecta del amor y la absolutización de su relacionalidad. Paradójica divinidad definible como el ser que no es (porque no está cerrado sino abierto), por cuanto se trata de un ser hipotético proyectado (si bien como Proyector del amor en el universo), así como concreado dinámicamente por la criatura (como Creador del mundo que hace posible el amor de la creatura).
Este es el esquema de nuestro desarrollo, cuyos apartados son los siguientes:
- El ser y el alma.
- El alma y el amor.
- El amor y Dios.
- El Dios cómplice del universo.
1. El ser y el alma
El alma es como una araña:
arácnida. (Heráclito, Fragmentos).
La metafísica es la conciencia de la implicación de todas las cosas en su ser, por lo que el ser funge en la metafísica clásica como implicacionalidad de lo real. Sin embargo el ser griego puede ser acusado de realizar una implicación insuficiente de lo real, ya que queda desimplicado de la presunta implicación omnímoda de nuestra experiencia de la realidad (a la que pertenece el no-ser como una especie de miembro manco).
El ser como opuesto al no-ser inaugura el dualismo clásico de la razón como opuesta a lo irracional. Queda fuera de esta metafísica lo que está más acá del ser y de la razón, excluido de una filosofía que se coloca más allá y por encima de la experiencia humana del sentido, que se ve amenazado por el sinsentido en nombre del puro sentido de la pura razón (así Parménides paradigmáticamente).
El ser estático y racional de Aristóteles
Pero en la Metafísica de Aristóteles reaparece cierta ambivalencia del ser concebido primero como sustancia individual o concreta (protousía) y luego como sustancia general o conceptual (deuterousía). Se trata sin duda de una aporía (un callejón sin salida), como se ha hecho constar fehacientemente por los críticos de Aristóteles (así M. Heidegger). Pero esta aporía parece asumirla el Estagirita como pago o rescate de la ambigüedad fundamental del ser, el cual se dice de muchos modos entre los que destacan dos: el ser real y el ser ideal, la realidad concreta y la idealidad racional, la entidad material-concreta y la entidad formal abstracta.
Con ello se instituye ciertamente el dualismo clásico, pero cabría interpretar benévolamente la posición de Aristóteles como modo de unificar ese dualismo al ofrecerlo unitariamente en su concepción metafísica del ser. Esta, por cierto, parece asumir no sólo el estado de efectivo de lo real sino también el estatuto difuso de lo ideal: de esta manera, el ser (real) asumiría el no-ser (irreal o conceptual) en un intento de coafirmar los derechos tanto de lo racional, eidético o formal, como de lo pararacional, material-individual o singular [2].
Y bien, es un modo de interpretar benévolo por nuestra parte la aporía aristotélica consistente en presentar el ser como concreto y abstracto a un tiempo. En el libro de las Categorías, el propio Aristóteles describe el ser de lo real en un doble plano consecutivo. El primero refiere lo dado o individuado (la sustancia primera o concreta que vemos), el segundo corefiere su cualificación o determinación (la sustancia segunda o conceptual que inferimos por la razón).
Ahora bien, el error lógico de Aristóteles estaría en concebir en su Metafísica esta cualificación o determinación de lo real como una definición definitoria o definitiva y, por tanto, estática de la realidad cambiante, en lugar de haberla considerado como una cualificación o determinación simbólica, fluente o abierta (aquí se inscribe la crítica de L.Wittgenstein).
De esta forma, el ser real se acaba definiendo solo como un ser abstracto, ya que la definición actúa como el nombre propio o sustancial/sustantivo y no como sobrenombre impropio o figurado del ser. De aquí elsustancialismo esencialista de Aristóteles, así como su racio-empirismo.
Este racio-empirismo va a someter lo real a lo ideal (formalismo), lo que abrirá sin duda la larga tradición racio-entitativista típicamente occidental que conducirá a la racionalidad funcional y técnico-instrumental contemporánea. Este racio-empirismo aristotélico llenará nuestro mundo de tecnociencia pero lo vaciará de alma, mostrándose algo mostrenco para con las ciencias del espíritu.
En realidad la metafísica de Aristóteles es más exactamente una protofísica que intenta categorizar el mundo a través de una razón algo mecánica (como se muestra en su visión de la Razón última como Motor Inmóvil), razón objetiva y efectiva más que subjetiva y afectiva, razón entitativa y extrahumana más que antropológica y humana. Aristóteles está dentro del paradigma griego con su extensa capacidad visual y su escasa capacidad auditiva: por eso hay que esperar la llegada del cristianismo para poder hablar de metafísica en sentido modernista, la cual define la realidad no ya por su ser racional sino por su ser trans-racional: el ser de la realidad como espíritu encarnado en Hegel, una concepción que insufla en el ser aristotélico el espíritu neoplatónico-cristiano [3].
Es cierto que la Escolástica intentará trazar un puente de plata entre el pensamiento griego y la concepción cristiana, aduciendo metafísicamente que el ser como sustancia racional en Aristóteles se continúa en su versión medieval como persona en cuanto sustancia racional en Tomás de Aquino y socios. Pero una cosa es la sustancia racional aristotélica de carácter entitativo y otra la sustancia racional cristiana de carácter relacional que se autodefine como hipóstasis o persona: esta última se concibe expresamente como alma e intimidad y, por lo tanto, con carácter cualitativo que contrasta con el carácter cuantitativo de la tradición aristotélica.
De Aristóteles al alma cristiana
Este carácter cualitativo se muestra sin ambages en la incisiva pregunta metafísica de Jesús el Cristo en el Evangelio de Marcos: “¿De qué aprovecha al hombre ganar el mundo si pierde su alma?”(Mc 8,36). Aquí se contrapone simbólicamente el mundo como conjunto de realidades o cosas (entidades) y el alma como la realidad trans-cósica que apunta al sentido, un sentido que pone el acento en la realidad humana o humanada (el texto evangélico habla de “psyjé”, que significa el alma como vida humana) [4].
El paso del pensamiento griego a la concepción cristiana de lo real es el paso del ser del ente (lo cósico inmediato) al alma del mundo. Para decirlo en los términos neoplatónicos de Plotino: el tránsito del exterior al interior y del mundo al hombre; traspaso del ser a su envés o vaciado, asunción por el ser clásico del agujero del ser (por su indigencia, su precariedad, su no-ser), es decir, coimplicación por parte del ser griego del no-ser cristiano significado por el alma como horadación de lo ente (como experiencia del vacío e insuficiencia del ser del mundo).
El alma, en efecto, es el no-ser del ser (conciencia de su no-ser) y, por lo tanto, el ser vaciado de su entidad cósica y relleno de sentido existencial, la sustancia en-sí atravesada por la otredad, el logos-razón heleno traspasado de logos encarnado, la objetividad revertida en subjetividad, lo dado estático cruzado por la dación dinámica. No hay que olvidar en este contexto que el alma constituye la intimidad (personal) y, por consiguiente, la interioridad de la exterioridad (la cual por cierto sigue siendo necesaria, ya que sin exterioridad no hay interioridad posible). El alma es la verdad del ser objetivo porque es su vaciamiento, la conciencia de su no-ser, de su insuficiencia [5],
Si en Aristóteles el ser del ser es la sustancia (racional), a partir del cristianismo el ser del ser es el alma (relacional). En realidad ya Aristóteles entrevió que el alma es de algún modo todas las cosas y, en consecuencia, un modo eminente de ser, pero sólo de algún modo. Que el alma es de algún modo todas las cosas quiere decir que las contiene o implica, pero no propiamente como el ser que las mantiene verdaderamente, sino impropiamente como un ser que las contiene en sentido figurado o simbólico. En definitiva, mientras que el ser es (parmenídeamente), el alma resulta ambivalente porque es y no es, fluctúa relacionalmente y nos comunica la vida con la muerte, lo real con lo trans-real, contaminando nuestra experiencia racio-entitativa con afectos y afecciones surreales. El alma es propiamente un ser ahuecado, por cuanto es a la vez todo (todas las cosas en su interior) y nada, es decir, ninguna de ellas literalmente.
Por otra parte, el alma se compone aristotélicamente de una parte racional y de otra parte irracional, lo que la hace inepta para ostentar aristotélicamente el ser de lo real pero muy apta para poder representar el estatuto profundo del ser de la realidad, ya que el alma da cuenta y relación no sólo de lo racional sino también de lo irracional, de lo entitativo y lo trans-entitativo, de lo real y su surrealidad. El alma es en efecto el símbolo de una realidad atravesada de irrealidad, de la vida atravesada por la muerte, de la exterioridad agujereada por la interioridad y del ser ahuecado por el no-ser.
He aquí que la definición aristotélica del ser como sustancia primera y sustancia segunda se cumple y verifica por encima del propio Aristóteles en el alma como “consciencia” de realidad y como “conciencia” de ser: en cuanto consciencia de la realidad el alma es alma individuada (relación-relato hipostático), en cuanto conciencia del ser de lo real el alma es alma personificada o personalizada (máscara, prosopon). En el alma “persuena” así la realidad omnímoda que refleja en su ser-sentido, ya que el alma con-significa el sentido interior (sensus interior) que se hace eco de los sentidos exteriores (sensus exterior).
El alma es de algún modo todas las cosas, pero no es una cosa; el alma en algún sentido contiene todas las cosas, pero no es un sentido sino sentido común (sensus communis). El alma en cierto sentido que contiene todas las cosas no obtiene un sentido cierto y cerrado sino incierto y abierto. La metafísica del ser como implicación de los seres encuentra en el alma la co-implicación de la realidad tanto en su ser como en su no-ser: y esto posibilita la conversión de la metafísica clásica del ser en una metapsíquica posclásica del ser anímico que se expresa como sentido. Con ello en el alma se realiza la conversión de la metafísica clásica del ser en hermenéutica posclásica del sentido fluctuante entre el ser y el no-ser en cuanto sutura simbólica dada en el alma de la dramática fisura real de una realidad des-concertada en su apariencia existencial [6].
El alma es lo interno eterno: y el centro interior
es la conciencia del corazón (conscientia cordis):
San Agustín, In Joannis Evangelium.
Todas las cosas tienen su propio sentido, excepto el propio sentido que lo tiene impropio: y todos los seres tienen su propia entidad, excepto la entidad del alma que es impropia. El alma es el ser trans-real de lo real, por cuanto da cuenta y relación de lo real en su ser-sentido. El sentido es por lo tanto el plegue o repliegue de lo real, su interioridad, su vaciado trascendental/inmanental.
Por eso el propio Aristóteles en su tratado “Peri psyjés (De anima)” puede definir el alma como aquello por lo que vivimos, sentimos y pensamos en su sentido primario, ya que constituye la unidad de conexión de lo real. El alma aristotélica es la entelequia primera del cuerpo físico orgánico, los sentidos reunidos en el sentido común como consciencia, la armonía platónica como unidad de sentido, la proporción o ajuste intrínseco [7].
Podemos atribuir al alma como sentido-de-implicación de lo real el carácter medial que todo sentido dice en la filosofía aristotélica, el cual representa la proporción o término medio entre el exceso y el defecto. En nuestra problemática el exceso estaría representado por el espíritu puro o abstracto (desencarnado), mientras que el defecto estaría representado por el cuerpo material o impuro (desalmado).
De esta guisa el alma como mediación se sitúa entre el espíritu y el cuerpo, a modo de espíritu encarnado y sentido consentido (intersubjetivamente). En efecto, el alma y lo anímico comparecen como el ámbito del “interesse” o entreser, así pues como el ámbito del interés propiamente humano que se ubica entre el des-interés de los dioses luminosos y el sin-interés de la materia opaca.
Así que alma ocupa la franja humana del “interés” que podemos traducir como afección o amor: aferencia o atracción de los elementos en combinación (Empédocles), así como “vía unitiva” de los elementos en su relación constitutiva (Dionisio Areopagita, Bernardo de Claraval), tal y como comparece cual eros cosmogónico en el exterior cósmico y como eros anímico en el interior representado por el hombre. Si el alma es la implicación del ser, el amor es el ser de la implicación: aquello por lo que la realidad es real y por lo que el ser es, el “motor móvil”, dinámico, que mueve el mundo, la animación de un cosmos humanado.
Por eso San Agustín define el amor como copulativo (copulans), mientras que Pico della Mirandola lo relaciona con la magia y su desposorio del mundo (maritare mundum); por su parte Giordano Bruno lo redefine como la quintaesencia del universo ( aunque él mismo fuera objeto de un amor malo también llamado odio):
El amor es todo y todo lo efectúa, puede afirmarse
todo de él y adscribírsele todo. (Eroici furori,II,1) [8].
El alma es de algún modo todas las cosas por amor, por lo que el amor es ahora de algún modo todas las cosas: ello se debe a su carácter de contenido del alma, cuyo proceso de introversión del ser queda sobre-compensado por el concomitante proceso de extroversión en y por el amor. De aquí que Aristóteles afirme del alma que es como una mano, añadiendo San Agustín que el amor es esa mano del alma. El amor realiza en efecto la apertura del alma al otro y su acogimiento, la relación ad extra (ad aliud, pros ti), la comunicación de lo incomunicado. Amo ergo consum: amo luego soy otro, amo luego coexisto, por cuanto en el amor el ser revierte en con-ser.
Por esto la realidad del amor es una realidad trans-real, transicional y transaccional, fluxus, flujo o fluencia del ser, mediación radical de los diversos en reunión, lo que confiere al amor el doble carácter de lo uno y lo otro, de la unidad y la alteridad/alteración, a modo de entreser radicalmente dialéctico. De donde surge la dualidad de la expansión y la impansión en el amor, la cual se experiencia como gozo y sufrimiento, sentimiento y resentimiento, apertura pura y contracción dolorosa, comunicación e incomunicación. Y de ahí también el modo onto-antropológico del amor como ser del no-ser, por cuanto realidad surreal y ser horadado por el no-ser, dado su ser no sustancial sino relacional.
Llamo precisamente aferencia a la afectividad básica del alma, así pues al estado de ánimo o estancia de ánima como afección o coloratura actitudinal, traduciendo así la Stimmung heideggeriana (tono vital, temple o talante) como la primaria adhesión, coimplicación o consentimiento (frónema en Sófocles, synkatázesis en griego estoico, Gesinnung en alemán clásico, Zustimmung en alemán existencial) [9].
Pero esta nuestra visión del alma anidada por el amor transitivo/transicional no es ya una visión propiamente aritotélica sino (platónico)-cristiana, procedente de la intersección entre el Simposio socrático-platónico y el Evangelio de Jesús, el Cristo. Aunque existe una diferencia entre el amor platónico y el amor cristiano: mientras que el amor socrático dice deseo erótico (eros), el amor cristiano dice autodonación o efusión de sí (agape como acogimiento o benevolencia).
Ahora bien, el eros socrático-platónico es ascensional y, por lo tanto, sublimatorio, mientras que la agape cristiana es dencensional en cuanto encarnatoria. En nuestra concepción, el eros sublimado y la agape encarnada encuentran su medio/mediación en el amor anímico o amor de amistad (filía), cuyo apropiado nombre es dilectio o dilección, situándose entre el amor naturalista o libidinal (dionisiano) y el amor sobrenatural o espiritual (apolíneo). El escritor A.Arrufat lo ha descrito bien a partir de la obra “El amor de don Perlinplím con Belisa en su jardín” de García Lorca:
El amor por el desconocido ha dotado a Belisa de alma. Aquí parecen conciliarse, en una unidad mayor, lo sensual y lo espiritual, al alcanzar en el amor su unidad necesaria. Esta parece ser la conclusión última de Lorca. El amor integra, en síntesis superior, ambos contrarios [10].
Este amor anímico, como mostró el viejo E.Fromm, es un amor medial de implicación de signo fraterno, el cual se ubica precisamente entre el amor incondicional materno y el amor condicional paterno. Lo cual significa que el amor anímico de carácter fraterno recoge del amor materno la afirmación incondicional del otro en cuanto persona, al tiempo que recoge del amor paterno la afirmación condicional del otro en cuanto a sus actos. El amor anímico sería en consecuencia el paradigma del amor verdadero en el sentido de Nietzsche, cuando afirma del verdadero amor ser el alma que envuelve al cuerpo [11]. Un tal amor es esencialmente existencial o consentimental, simbolizado por el corazón de nuevo situado/sitiado entre el espíritu racional y el cuerpo sensacional.
El lector se dará cuenta de que nuestra interpretación del amor lo coloca específicamente en el alma (humana) como su contenido vivencial profundo, lo que hace del amor un dispositivo fundamentalmente humano. Ello quiere decir que el amor no es propiamente divino (como piensa el cristianismo espiritualista) ni propiamente demónico (como piensa el platonismo socrático), sino divino-demónico: ámbito de encarnación de Dios y de sublimación de la libido, mediación radical o punto medial (F.Schlegel). Esta realidad mediadora del amor anímico se expresa filosóficamente en la concepción clásica del alma cohabitada dualmente por el entendimiento agente o aficiente (animus) y por el entendimiento paciente o afectado (anima). Si el alma representa la animación del ser, el amor expresa la respiración del alma como síntesis de expiración e inspiración, acción y pasión, diástole y sístole cordial, porosidad (poros) y penuria (penia) [12].
Dios es el potencial de lo real (ipsum
posse): N. Cusa, Memoriale.
Ha sido el cristianismo el que ha redefinido a la divinidad como amor, traducido oficialmente como amor espiritual: agape o charitas (caridad), así I Juan 4,8. Pero desde la perspectiva aquí planteada el amor cristiano es un acto de sublimidad del amor ínsito en el universso como su “motor móvil” (eros cosmogónico). La divinidad cristiana aparecería entonces como la sublimación metafísica del amor físico o, si se prefiere, como la espiritualizacción de la mater-materia. Dios reaparece así como una divinidad abstraída, purificada de toda materialidad, ápice del ser puro, traducido por Tomás de Aquino como el Ser mismo abstracto (Ipsum Esse Abstractum). Con ello el pasible Dios cristiano se torna finalmente impasible, aliándose con el Ser supremo de la estática visión aristotélica que lo define/confina como Motor Inmóvil.
Y bien, así como en la metafísica general hemos partido con la ontología griega del ser, así ahora en la metafísica especial partimos con la teología cristiana del Dios concebido como amor. Pero este amor no puede interpretarse sin más como un amor divino en sentido ortodoxo o purista (espiritualista), ya que el Dios-amor es la divinidad que crea por amor y que se encarna por amor: por amor del hombre y por la salvación del alma humana del mundo, por amor condescendiente y afectivo, por amor descensional e implicativo. Cabe denominar a un tal amor de Dios al hombre eros agapeístico o acogimiento carnal, amor encarnatorio o humano y, en consecuencia de lo dicho anteriormente, amor divino-demónico. Con ello la síntesis cristiana vuelve a plantearse como lo que es, una síntesis entre el trascendentalismo judaico y el inmanentismo pagano o, si se prefiere, entre el supranaturalismo monoteísta y el naturalismo animista del fondo cultural mediterráneo en el que se expande.
Reinterpretamos el ser griego a través de la categoría cristiana del alma, adjuntando al ser clásico el no-ser anímico en cuanto interioridad. A su vez, concebimos la interioridad del alma en cuanto cohabitada por el amor a modo de imantación o atracción del ente por el ser-anímico. Finalmente interpretamos a Dios como hipóstasis del amor y, en consecuencia, como la consciente absolutización de lo relativo o relacional. Lo cual no es definir a Dios con un nombre (nomen) propio o apropiado sino con un sobrenombre (cognomen) de carácter impropio o simbólico (Tertuliano). Dios es ahora el símbolo de la reunión de los seres en el ser, redefinido ya como alma inhabitada por el amor: Dios es en consecuencia el ser anímico o alma de todas las cosas, el amor como motor móvil de la realidad omnímoda, el ser relacional y enérgeia profunda del universo (Dionisio Areopagita). Pero si el alma es invisible, este Dios anima rerum es la invisibilidad de lo visible, como ya viera Nicolás de Cusa, reapareciendo el mundo correspectivamente como la visibilización de lo invisible [13].
El concepto de Dios procede entonces del concepto, como afirma el mismo Cusano, así pues de la “concepción” del ser de lo real a través del amor “engendrador” o “conceptivo”: un concepto de Dios “conceptivo” por cuanto “procreativo” a través del amor. Pero un tal Dios es el envés del ser tradicional, ya que funge como su condición, alma o amor, potencia sin poder. A partir de esta impostación heterodoxa pero no herética del tema, la revisión de Dios suena así: Dios es el ser que no es, por cuanto no es propiamente sino impropiamente, no entitativa sino anímicamente, no física o cósicamente sino metafísicamente, no literal sino simbólicamente, no como ser sino como trans-ser, como dynamis profunda que sustenta todo el dinamismo del ser creado. O la divinidad como el ser que, no siendo, hace ser, el Creador que es la creación, el Dios que no es sino procreando por amor.
El Dios amor cristiano, todo en todo
En este sentido Dios es el ser hipo-tético o condicional, el Ser-cóncavo del universo, la realidad traspasada de surrealidad, la proyección del hombre interior (verbum cordis). Lo que ocurre es que se trata de la proyección humana del Proyector del mundo o, si se prefiere, de la con-creación del Creador del ser. A este respecto cabe hablar de la divinidad como de una ilusión, sí, pero ilusión constitutiva del alma humana inspirada por el amor. La psicología relacional de Winnicot y socios interpreta la divinidad como un objeto transicional ilusorio, ya que con-creamos una realidad invisible aunque significativa al catectizar o investir afectivamente la representación del ser en Dios.
Desde esta perspectiva la vivencia de lo divino se entiende como una transferencia simbólica del alma amorosa al Dios del amor, personificador de la conexión o aferencia anímica del mundo. De donde la sutil definición agustiniana de Dios como la intimidad radical del mundo y la interioridad radial: intimior intimo meo. Como lo expresa San Buenaventura:
En todo lo que se conoce o siente se halla Dios íntimamente escondido [14].
Ahora bien, esta intimidad es un ser que no es, puesto que se trata de un ser anímico y amoroso de carácter relacional y no sustancial o sustantivo, ser condicional y potencial caracterizado por Cusa como posibilitante (possest) y por Leibniz como existentificante (existentificans). Dios es el potencial del ser y, en tanto, fundamento simbólico o existencia sin consistencia, reverso del universo, apalabrado por Böhme como “Urgrund” de lo real: trasfondo o fondo infundado, radicación o coimplicación. Un tal Dios se distancia de su clásico estatuto estático para convertirse en emergencia de sentido y sentido de emergencia, potencia versus poder, divinidad todo-nada, Dios intersticial e intervalar, circulatorio y abierto, transeúnte y subgerente, fluente y liminoide, vacío cuántico cual nada hiperactiva, estado virtual, interferencia dinámica [15].
Con estos últimos calificativos tratamos de revertir la imagen clásica del Dios superceleste para entreverlo como “la luz de abajo” (L.F.Céline): divinidad oscura en Pico de la Mirandola, Dios perdido en Pascal, asuntor del opuesto en Escoto Eriúgena y otredad no-otra en el Cusano.En palabras de Lacan:
Dios es propiamente el lugar donde se produce el decir.
Mientras se diga algo, permanece la hipótesis de Dios. (Escritos).
Y es que en Lacan el sujeto es deseo del Otro, y el Otro es a la vez el Otro del lenguaje, el tercer testigo, el lugar código de los significantes (J.F.Catalan). Pero este Dios-código de Lacan se superpone al Dios-gramática de Wittgenstein y ambos tienen que ver con la estructura que atraviesa nuestros discursos estructurándolos, por lo que vuelve a proyectarse el clásico Dios-estructura, es decir, el viejo Dios-razón, Dios-fundamento, Dios-relojero.
Frente a esta postura clásica aquí intentamos proyectar otra versión de Dios, la versión otra de un Dios-urdimbre, Dios-relacional, Dios-trasfondo, Dios-artista, Dios-amor. La diferencia es importante ya que el Dios-razón es incapaz de co-implicar lo irracional de su propia creación y emanación, mientras que el Dios-amor explicaría el ser de lo real al implicar tanto el aspecto racional como el irracional, tanto el gozo como el sufrimiento, tanto el sentido o positividad como el sinsentido o negatividad del mundo simbolizado por la relación amorosa y su dialéctica paradoxal o co-implicacional.
Claro que con ello planteamos la necesidad perentoria de afirmar un Dios implicado, auténtico cómplice del universo por su amor desgarrado y desgarrador, aspectos com-presentes de todo amor en su expansión e im-pansión, es decir, en su doble movimiento de potencia o apertura y poder o posesión. La diferencia estriba en que, mientras la concepción clásica tematiza a Dios esencialmente como poder, aquí se retematiza existencialmente como potencia: como potencia que es el envés y el revés del poder [16].
En efecto, el Dios clásico es un auténtico potentado o soberano oriental, déspota ilustrado en el mejor de los casos y rey absolutista en el peor de ellos, pantocrator, omnipotente, omnipresente, inmenso, todopoderoso, omnisciente, sumo bien, absoluto, beato, santo, infinito, grande, eterno, imponente… y finalmente increíble incluso para personas creyentes aunque no crédulas.
Ante este panorama teológico del Dios boyante y prepotente, ya sabemos sus consecuencias tradicionales para el mundo del hombre: este es el culpable, finito, contingente, necio, malicioso, impotente, temerario, despreciable, abominable ser que carga con la responsabilidad de todos los desmanes que en el mundo han sido. Una divinidad sublime y una humanidad desublimada: he aquí el dualismo clásico que opone Dios y el mundo del hombre sin mediaciones ni remediaciones, y que ya fuera criticado por Feuerbach, Marx, Nietzsche o Sartre incisivamente. Frente a tal dualismo, nosotros queremos replantear críticamente la cuestión del Dios implicado, o sea, la idea crucial de un Dios co-ímplice, cómplice, de su propia creación, lo que significa democratizar al Dios absolutista de la tradición (en donde nuestra proyección democrática podría verse como la menos mala de nuestras proyecciones, tal y como el proyecto democrático es también el menos malo).
Si Dios estuviera siempre presente no se
Sufriría (S. Kierkegaard, Diario).
Propiamente de Dios puede hablarse poco y mal ya que no es una realidad entre otras sino una meta-realidad: la meta de la realidad y el ser realísimo de la tradición que trasciende surrealmente lo real. Así que en principio poco puede decirse de Dios como Principio, mal puede hablarse de Dios como Bien, sin un fundamento preciso, mal cabe enunciar también el presunto Fundamento del mundo. Y es que Dios es una hipótesis y una hipóstasis, la hipótesis de que la vida obtiene un sentido, para decirlo con Wittgenstein, y la hipóstasis de ese sentido personificado en la divinidad.
Por esto el proyecto Dios es una proyección humana de la que hay que tomar conciencia no para eliminar el proyecto sino para saber que es un proyecto. Quizás deberíamos entonces escribir posmodernamente dios con minúsculas, habida cuenta de sus contingencias, o quizás deberíamos transcribirlo como Diox, tal y como aparece mientras escribo esto en una pintada de la Catedral de Bilbao, acaso connotando su carácter de x(equis) ignota a lo Kant. Pues de lo divino ni el propio Dios parece tener una idea adecuada, como puede comprobarse en las supuestas auto-revelaciones diferentes y diferenciadas en Oriente y Occidente [17].
El agnosticismo es la expresión extrema de esta nuestra ignorancia supina de lo divino, aunque el agnosticismo militante extremiza la postura hasta prohibir(se) hablar de Dios: entonces se pasa del no poder/saber hablar a no tener/deber de hablar sobre Dios, una especie de imperativo categórico anti-teológico que excedería lo razonable para recaer en la beligerancia. Pues si bien nada sabemos de Dios propiamente, acaso esa nada sea simbólica y diga algo aunque sea impropiamente del envés del ser; por otra parte el desinterés por lo divino puede significar el desinterés por lo humano, así como una falta de sensibilidad moral y de estética religiosa.
La cuestión toca fondo cuando ya no es el agnosticismo militante el que calla sin negar sino el ateísmo beligerante el que niega sin callar. Las (anti)razones del ateísmo suelen basarse perspicazmente en el ludibrio que supone una divinidad superflua en medio de una humanidad indigente, así como en el carácter a menudo alienante de la divinidad desimplicada respecto del mundo. Pero recaer en cerrazón beligerante frente a lo divino parece abonar una visión negativa o negativista de lo real y requiere una convicción tanto o más sólida que la propia del creyente, aunque de signo opuesto o desublimador. A no ser que el nihilismo religioso recaiga en la introyección inflaccionaria de lo divino en el hombre, el cual restalla y explota sobrepasado por el delirio de lo numinoso internalizado, como es el caso-límite de cierto Nietzsche desmesurado y alocado.
Oficialmente nos encontramos con los creyentes crédulos que hablan sin rubor ni ambages de Dios directamente administrando su herencia y (ab)usando de su nombre en vano. Aquí hay que inscribir también aquellos que hablan en nombre de Dios y se ponen en su lugar interpretando dogmáticamente su palabra, así como todos los que obtienen hilo directo e inalámbrico con la divinidad y sus secretas intenciones. El espectáculo resulta ridículo o irrisorio en su lado cómico, pero llega a ser trágico en su vertiente ortodoxa, cuando la dogmática de Dios se impone inquisitorialmente.
Mas he aquí que la teología se yergue para hablar razonablemente de Dios, aunque a menudo sucumba a su propia falacia: el intento teológico de “hablar bien” de Dios, el cual recae tautológicamente en una apologética que trata de limpiar a Dios de toda mácula, fealdad, mito, afección o malentendimiento, ignorando que en el mejor de los casos Dios es un mal-entendido y, en el mejor, un incomprendido. Con lo que se redunda en el Dios puro y desimplicado, el Santo en medio del desierto, el Único en mitad de lo múltiple, el Grande cercado por lo débil, el Innombrable acosado por los nombres de los hombres. Contrasta con esta beatería teológica la posición valiente de N. Cusa cuando apalabra a Dios precisamente como el omninombrable (omninominabile). Polemizo así con los teólogos que, como el compadre A.Torres Queiruga, invitan a creer de otra manera cuando se trata de otra manera de creer [18].
Nuestra propia posición es filosófica y, ante el tribunal de la razón (humanada), hay que hablar de Dios bien y mal, positiva y negativamente, tal y como lo hizo el mismísimo Job y aduce la propia Biblia cuando manifiesta enigmáticamente que Dios ha creado lo bueno y lo malo (Isías 45,7), así como mostrando la oscuridad de Yahvé en el monte Sinaí, cuando conspira asesinar al mismo Moisés por no estar circuncidado, manifestándose como una especie de “Loco de la colina” ( con perdón) hasta que la mujer de Moisés realiza la circuncisión simbólica. O el Dios del Éxodo como éxodo de lo divino: una divinidad autocrítica por cuanto positiva y negativa.
Intentar piadosamente desmitologizar racionalmente la visión de un Dios ambivalente, como es el de la Biblia, resulta una intención pía que conduce paradójicamente a la impiedad, ya que así se desimplica a Dios del mundo y se escamotea el mal del ámbito divino. Mas sólo podemos creer ya en un Dios implicado: una divinidad cómplice de su propia creación, en cuyo proceso participa como coimplicada en el complot de lo real, es decir, en la realización de la realidad. La realidad como proceso de implicación coimplica al propio Dios en grado eminente, por cuanto es la personalización y el arquesímbolo de la coimplicación de lo real: el creador de los dos contrarios, como lo llama el Qohelet. Nos las habemos con el Dios adviniente que todo lo acoge [19].
Un Dios co-implicado
Resulta ridículo al respecto que se caracterice ortodoxamente a Dios como el Absoluto y que se le exonere de toda responsabilidad mundana al Gran Responsable del todo, achacándosela a los ciegos elementos o al irresponsable humano caracterizado por su finitud. He aquí que si no se puede hablar buenamente de Dios, podemos y debemos hablar malamente a partir de nuestra experiencia profunda de lo real: y hablar malamente de Dios no es hablar sadomasoquistamente sino como lo hace la experiencia religiosa profunda cuando vivencia a Dios como el Otro que no es Otro (aliud in quantum non-aliud), o bien cuando lo apercibe como el ser comunísimo (ens communisimum), que yo interpretaría como el ser que coimplica el sentido y el sinsentido de la vida, la vida y la muerte, el gozo y el sufrimiento. En su obra “Das Heilige (Lo santo)”, el fenomenólogo de la religión Rudolf Otto sintetizó bien-que-mal esta imagen de un Dios en el que se condensa lo fascinante y lo tremendo, la luz y la oscuridad, el cielo y el inframundo.
La concepción de un Dios implicado y cómplice del universo democratiza la divinidad hasta situarla en medio del proceso de lo real. Ahora Dios es el ser coimplicado en el ser, el Dios latente figurado como latiente en el bello Himno litúrgico:
Adoro te devote, latens deitas,
Quae sub his figuris vere latitas.
Se trata de un “Deus sub implicatione asuntor” de los contrarios y com-padeciente de una realidad en evolución, una visión coimplicativa de lo real que se destaca nítidamente de la ortodoxa concepción presente en el Suplemento de la Suma Teológica de Tomás de Aquino con su dualismo clásico del bien contra el mal, lo que conduce a la irreligiosa por cuanto irreligada proyección de un cielo de los redimidos que se goza del sufrimiento cruel de los condenados en el infierno. Esta teología no ha tomado en serio ni el Dios emanado (oriental) ni el Dios encarnado (occidental) y mucho menos el Dios crucificado, es decir, la divinidad como encrucijada del universo: una divinidad que crea por amor, cometiendo el único pecado que se autojustifica (el pecado de amor).
Pero consabido es que el amor es ciego, y seguramente por ello se dice del Dios genesíaco que “vio” la creación y la encontró “buena”( sin duda un despiste óptico condicionado por su visión cordial). Así que frente al Dios-razón de la tradición ortodoxa, aquí proyectamos un Dios co-razón del universo, una divinidad que asume el bien y el mal: el mal en el bien, la muerte en la vida, el sinsentido en el sentido. En donde el mal podría interpretarse in extremis como la mediación del bien y el bien como la remediación del mal, tal y como afirma San Agustín refiriéndose a Israel que se encontró a sí mismo en medio de los males (in malis invenit se), avisando a Dios como la complexión o complección de lo diestro y lo siniestro. Acaso por ello, el espíritu de Dios produce la luz en medio del caos (León Hebreo), ya que de acuerdo con el taoísmo en lo más bajo se halla lo más fértil. Esto lo expone bien el poeta A.Calveyra así:
¿Es que viste alguna vez al bien y al mal separados? Ni Judas
oscilante de amor colgado a su árbol en el no del amor sigue
colgado. (Cartas) [20].
No podemos oponer clásicamente Dios y el mundo, debemos componerlos: pues Dios es la condicción de toda dicción, un modo de decir la condición del ser. Autores como San Buenaventura y otros entrevieron la compresencia oblicua de la divinidad en el fondo de todas las cosas, aunque específicamente en el fondo del alma, a modo de reverso o reversión del ser, lo que implica su sentido transignificante y transfigurador. El Dios-razón del universo reaparece como un Dios-amor universal, cual razón afectiva: no olvidemos que como recuerda Ortega tras Dilthey la auténtica razón es “omnímoda conexión: todo en ella se da enlazado, articulado, relacionado”. La verdad divina queda ahora encarnada como sentido humano, ya que no hay acceso agustiniano a la verdad sino por el amor: “non intratur in veritatem nisi per caritatem”. O la verdad de Dios como sentido humano del mundo y, en tanto, como sentido profundo del hombre [21].
Nuestra definición de Dios como el ser que no es trata de coimplicar en la divinidad el reverso o revés del ser, así pues el ser decaído o decadente, el ser negativo y denegado. Dios es el ser que no es porque asume transversalmente los modos del ser deficiente y deficitario precisamente para su hipotética redención o salvación. Esta representación de lo divino entra en litigio con todas las representaciones aristocráticas o despóticas, señoriales o triunfalistas, heroicas o machistas que lo presentan como el gran triunfador por sobre el mal y lo negativo (negatio negationis).
Atisbamos frente a ello un Dios compasivo y cuasi femenino, Dios coímplice del hombre y corresponsable de nuestras vicisitudes. Lo cual es reproyectar una divinidad adviniente, como adujera el romanticismo alemán, un Dios coimplicador de todas las cosas que se corresponde al paulino “todo en todo”. El símbolo medial de tal coimplicación es el amor como animación del ser e intradinamismo del universo tal y como se revela en el mundo del hombre. Por cierto que la idea de la divinidad cómplice se encuentra ya en el Evangelio de Juan, cuando se habla de Dios trabajando desde siempre involucrado al mundo (Juan 5,17).
[1] Puede consultarse para toda la temática, A. Ortiz-Osés, 1989, así como Cuestiones fronterizas, Anthropos, Barcelona 1999.
[21] J. Ortega y Gasset, Obras, Revista de Occidente, Madrid 1964,t. 6, 211; para San Buenaventura, Obras, I, BAC, Madrid 1945 ,666.