(
Recientemente estuve hablando con una mujer que planeaba su propio suicidio. Había pasado las últimas semanas resolviendo sus finanzas, pagando sus deudas y tratando de encontrar padres adoptivos para su pequeña hija, quien se quedaría huérfana tras el suicidio de su madre. Muchas personas trataban de intervenir, pero ella ya estaba resuelta. Definitivamente iba a morir. Había estado dando amenazas tiempo atrás, pero esta vez era real.
Sus amigos y familiares entraron en pánico. Yo decidí hablar con ella.
«Eso es todo. Yo ya terminé aquí. Mi tiempo en la tierra terminó.», me dijo desde un principio, al comienzo de nuestra primera sesión. Todo se había tornado en un pesar para ella -su trabajo, sus supuestos amigos, sus relaciones fallidas, su brillante pero sobre-activa mente, hasta su propia hija-. Era simple y sencillamente demasiado. Sentía tanto dolor, se encontraba totalmente agotada, cansada y exhausta de tratar de ayudar a la gente todo el tiempo sin recibir nada a cambio. Siempre era ella quien daba todo a todos, ¿pero quién le daba a ella? ¿Dónde estaba la gratitud, el amor? Hasta su hija era «tomar, tomar, tomar», sus demandas eran incesantes. La única salida de este infierno era la muerte. El suicidio era la única solución lógica al problema de vivir. Su seguro de vida dejaría lo suficiente a su familia.
Le permití hablar y hablar. Tenía mucho que decir, y yo dije muy poco. Simplemente me puse de su lado, vi y sentí todo lo que hizo, le permití experimentar lo que ella esperaba, y permití que su experiencia se convirtiera en la mía también. Fue fácil ya que yo ya conocía ese ambiente de cansancio total, ese «he tratado tan duro de salvar a los demás y nunca he recibido nada», esa desesperación por morir (o al menos por terminar el pesar de la vida). Y también, comprendía la sensación de culpa y horrible tristeza que emergía al imaginar a mis seres queridos tratando de seguir sin mí.
Me mantuve cerca, sin jugar el papel del «maestro espiritual» o «experto en prevención de suicidios» o siquiera de «terapeuta”. Ciertamente no le hablé sobre el no dualismo o la ausencia del «yo», o sobre la perfección de la presencia o la ausencia del ego. No nos enzarzamos en discusiones intelectuales sobre lo Absoluto y lo Relativo, sobre la ilusión del libre albedrío o las entradas y salidas de la Unidad. No traté de arreglarla o consolarla, ni siquiera de «salvarla». Simplemente la escuché. Quería aprender de ella y no enseñarle nada, ni alimentarla con nuevas creencias. ¿Dónde era exactamente que se encontraba en este instante?
Me uní al club de «Nuestras vidas son agotadoras y queremos liberarnos ahora», éramos los agotados, los no amados, los que nadie aprecia, los feos, los gordos, los que estaban al borde del colapso, los que queríamos morir. Los que nadie entendía. Me pregunto si alguien ha estado realmente ahí. Me pregunto si las personas con las que había hablado sobre su deseo de morir a lo largo de los años -su terapeuta, sus amigos, su familia- habían estado tratando de salvarla, de cambiarla, tratando de convencerla a vivir y seguir viviendo del mismo modo, en lugar de acompañarla y conocerla en su dolor y desesperación, tratando de darle valor a su experiencia del momento presente. ¿Había alguien que en algún momento la hubiese conocido realmente? o ¿todos habían sido alejados por la pena y enojo que ella sentía, o quizás sus propias incomodidades y deseos frustrados de ayudar?
Hablamos durante tres horas. Cuanto más hablábamos, más me ponía en sus zapatos, escuchando y viendo las cosas desde su perspectiva, acompañándola sin tratar de repararla o juzgarla en lo correcto o incorrecto. Cuanto más hacia esto, más se relajaba, abriéndole las puertas a sus verdaderos deseos y sueños ocultos. Lo que se hizo claro fue esto: secretamente, lo último que quería era morir. En el fondo, ella sabía quién era realmente -la consciencia misma- no puede morir. Ella sabía que sólo lo falso podía morir. Que sólo su imagen podía morir. Que sólo los sueños podían morir.
Lo que realmente deseaba no era una muerte física, no la muerte del cuerpo, no el cesar de su respiración o de su latir; quería la muerte de su falsa identidad, la muerte de la pretensión, de la falta de autenticidad… Del «yo» limitado que pretendía ser. La reina de bienes raíces, la mujer caritativa, la que «encajaba» con los demás, la de mente brillante, era meramente falsa. Su vida y la manera en la que se desarrollaba la estaba sofocando, y hasta este momento, la única salida que veía estaba en las pólizas de seguros de vida, las casas de acogida, la ayuda psicológica y últimamente en la muerte.
Pronto se hizo evidente que esta mujer, aunque «muriendo» por fuera, por dentro tenía una rica y creativa esencia que simplemente no había tenido la oportunidad de expresarse. Por dentro estaba llena de vida, tan abierta, tan sensible a todo lo que le rodeaba, tan «amplia» como ella lo describió, «conectada con todo y con todos». Era una fuerza de la naturaleza, un libre y salvaje espíritu que se había limitado totalmente a través de los años. Se había aprisionado para encajar en una idea de segunda mano sobre lo que se consideraba normal, correcto, apropiado o verdadero. Había vivido «la vida incorrecta» por así decirlo. Una muerta y agotada vida de dinero, números y predicciones que estaba destruyendo a la exploradora, aventurera, poeta y visionaria que llevaba dentro… Esta buscadora espiritual… Esta peregrina de gran corazón que realmente era.
La parte limitada de ella quería morir, pero el «Gran Yo», como dijo ella, deseaba ser liberado.
Y a pesar de que este no es mi lenguaje (rara vez hablo de un «Gran Yo» o de estar Alineado con El Universo) sabía que deseaba conocerla realmente. Tenía que entrar en su mundo, en su lenguaje… Y quedarme ahí. Sin parpadear por un instante.
Cuanto más entendida, escuchada y no juzgada se sentía, más se relajaba y más hablaba abiertamente sobre sus deseos secretos de viajar, de explorar, de transitar en lo desconocido sin un mapa. Hablaba con una pasión creciente sobre momentos en los que se había sentido libre, viva y despreocupada. Había una aspiración de regresar a la simplicidad. Había un fuego en ella que ardía del amor que había sido sofocado por los intentos de «encajar».
Su depresión suicida había sido un aviso a la vida. El dolor causado al oír la sofocación le había parecido un desesperado deseo de morir. Pero realmente no lo era, ¿o sí? ¡Era el deseo de vivir! ¡Un deseo de más vida! Deseaba vivir, vivir verdaderamente. Ya no quería sofocarse bajo el peso de una falsa imagen. Sólo alguien desesperado por vivir podría experimentar la desesperación por morir. Cada célula de su cuerpo deseaba terminar la pretensión, la falsedad y los sueños vividos a medias. Querían abrirse a la vida, a su escorzo y belleza. No quería morir, quería vivir de una manera real.
¿Cómo se vería en una vida real y sin miedos? Tenía una mente brillante y un corazón abierto, que habían sido cubiertos y desperdiciados en negocios inmobiliarios.
Comenzamos a explorar toda posibilidad realista para que vendiera su casa y se embarcara hacia lo desconocido con su amada hija («mi ángel mandando del cielo»). Siempre había querido viajar a Nueva Zelanda, trabajar, construir una vida allí. Vivir una existencia más simple y verdadera… Quería que su hija estuviera rodeada de gente, paisajes y posibilidades que enriquecieran su alma. ¿Podría hacerse realidad su sueño? ¿Sería eso posible?
Estaba claro que amaba a su hija. Estaba claro que quería que su hija viviera, creciera y aprendiera la verdad. Si colocase a su hija en una casa de acogida para después cometer suicido -que había sido su plan por varios años hasta ahora-, le hubiese estado enseñando meramente limitaciones a la persona que más amaba. Hubiese estado enseñando algo falso, algo irreal. Le hubiese estado enseñando a cerrar oportunidades en lugar de abrirlas. Hubiese estado enseñando muerte, en lugar de vida. No hubiese estado enseñándole la verdad.
El suicidio sería una enseñanza falsa, una manera irreal de vivir y de no vivir. Ella sabía esto en el fondo de su ser.
Si no se suicidaba, si dejaba que su cuerpo viviese, -y por otro lado mataba al yo irreal, dejando de pretender ser alguien que no era, dejando su trabajo y su vida actual que destruía su espíritu- y se embarcaba en lo desconocido, abriéndole la puerta al misterio del universo, podría finalmente convertirse en la madre (y hermana e hija y amiga y amante) que tanto había deseado ser, esa que enseñaba a vivir sin miedos, a ser real, a no rendirse… hasta cuando uno está cansado. Ya no estaba dispuesta a ser «la cansada, la que desea la libertad de toda responsabilidad». Ahora sería totalmente, completamente, increíblemente responsable -en todo el sentido de la palabra-, capaz de responder a la vida, a su hija, a sí misma. Capaz de responder a la llamada que rechazó por tanto tiempo.
Era el no hacerle caso a la vida lo que la estuvo lastimando todos esos años. El deseo de la muerte y la certeza del suicidio en realidad eran una llamada de la vida, gritando una y otra vez «¡vive, vive, vive!».
¿Escucharía esta llamada, ahora que casi todo estaba perdido?
De repente, todo se aclaró. Ya no había opción. Sabía que hacer. Sabía lo que la vida estaba tratando de decirle. Siempre lo había sabido. Si, se iba a matar, pero no en el sentido que su mente se había imaginado. Iba a matar a su yo viejo, a su yo limitado, a su yo falso. ¡Eso era el suicidio verdadero! ¡Eso era la vida llamándole! Iba a terminar con una vida que se había convertido en vana, sin sentido, vacía… Y lo más importante, se había convertido en una vida incorrecta, para ella y para sus seres queridos. Una vida que la había convertido en algo que ella ya no soportaba. Ahora, se dirigía a lo desconocido con su amada hija, y con sus corazones abiertos a posibilidades. Esto ya no era una decisión mental. Esta no era una conclusión basada en el miedo. Esto era el alivio total. Esto era hundirse en la profunda realidad de sí misma… Esto era honrar la vida. Esto era un descanso profundo.
Su «mente brillante” sólo había podido llegar a la conclusión del suicidio. Había creído que había una opción entre la vida y la muerte, y había escogido la muerte. ¿Pero qué era lo que la mente sabía? La verdad de su ser sólo estaba diciendo: VIVE. La mente nunca hubiese podido comprender esto.
No había más opción que vivir.
A la mañana siguiente, me di cuenta que su aventura ya había comenzado. Ya había estado empaquetando, haciendo arreglos, vendiendo cosas que ya no quería, preparándose para su nueva vida. Una vida de libertad, posibilidad y novedad. Ya no se preparaba para morir sino para vivir más. De algún modo, era suicidio todavía, -pero un tipo de suicidio divino-, el suicidio de lo falso.
De cualquier manera, todavía le quedaban muchas cosas por hacer, tantas cosas que planear, tantas cosas que resolver -muy parecido a lo de antes-, pero ahora ya no estaba cansada, ya no estaba deprimida por todo ese quehacer, ya que todos los quehaceres eran verdaderos. Estaba haciendo lo que quería, lo que amaba… Sin esperar que los demás le «dieran algo a cambio».
La relación con su hija cambió de la noche a la mañana. Ahora era obvio que su hija jamás fue un obstáculo a su libertad, o agujero por donde se escapase su energía, mucho menos la razón de sus deseos de morir. Su hija era su acompañante, ¡una parte de este suicidio divino! Ahora, su hija ya no estaba «impidiéndole» vivir la vida que siempre había querido. Ahora, era precisamente parte de esa vida. Ya no era «su vida» contra «la mía», ahora era simplemente Vida. Esta vida. Nuestra vida.
Yo no le enseñé nada a esta mujer. En realidad no había «hecho» nada. Yo no tengo teorías psicológicas astutas. Simplemente la escuché profundamente, para así recordarle lo que ella siempre supo. Al escucharla, simplemente le reflejaba su propia realidad, para que así pudiera escucharla por primera vez. Mediante la devastación y la destrucción total, se había creado un espacio para que su verdad emergiera.
Es interesante que la palabra «deprimido» en inglés (depressed), suena muy similar a un «descanso profundo» (deep rest). Podemos ver la depresión no como una enfermedad mental sino, en un nivel más profundo, como un estado de descanso al que se entra cuando estamos completamente exhaustos por el peso de una autodefinición (falsa) de nuestra historia. Es una pérdida subconsciente de interés por lo superficial. El deseo de la falsa muerte. Este deseo debe ser honrado en lugar de medicado, meditado o analizado.
Es impresionante lo que se puede desarrollar naturalmente cuando la depresión y el deseo de morir (que en realidad es un deseo de descanso), son verdaderamente honrados y acogidos, sin que se ignore o esquive el dolor.
Es increíble lo que puede suceder cuando uno escucha activamente a las personas, desde una lente amorosa y libre de juicio, simplemente aceptando la inteligencia de la vida misma, permitiendo que el divino suicidio despierte, teja su magia misteriosa.
Autor: Jeff Foster
Fuente: http://www.liberatuser.es/divinosuicidio.html