«La mitología griega nos cuenta la historia de Tántalo, semidiós bravucón castigado por Zeus a padecer hambre y sed eternas en medio de los más deliciosos manjares y con el cuerpo sumergido en el agua. Nos cuenta también la de su contrapunto y complemento, Erisictón, al que los dioses condenaron a comer ininterrumpidamente todo lo que encontraba en su camino, una cosa tras otra, animales, bosques, hijos, sin hallar jamás satisfacción, hasta la suicida autofagia final. No son historias antiguas y fantasiosas.» explica el filósofo Santiago Alba Rico.
En el libro VIII, Las metamorfosis, de Ovidio, se cuenta la leyenda del rico Erisicton, príncipe de Tesalia.
La diosa Deméter, diosa de la agricultura, la fertilidad y la tierra, protectora de los cultivos y las cosechas, tenía un bosque sagrado, un santuario ancestral construido por los pelasgos, un pueblo pre-helénico. En él, resaltaba una vetusta encina donde vivía una ninfa hamadríade, ninfas tan conectadas con su árbol que mueren si éste se corta.
Un día Erisicton decidió cortar su árbol a pesar de las advertencias. Y es que deseaba construir con su madera un techo para su sala de banquetes. Tras muchos hachazos, Erisicton consigue que la encina caiga y, así, la ninfa muere.
Deméter, enfadada, decidió que Erisicton pasara un hambre atroz, pero ella no podía inculcarle tal maldición, porque su trabajo era precisamente el contrario: dar alimentos a los seres humanos. Por eso, le pidió el favor a la diosa Limos, personificación del hambre y engendro de Eris (la discordia). Esta horrenda diosa visitó a Erisicton mientras dormía y cumplió el deseo de Deméter: penetró en sus entrañas de tal forma que desde entonces nada saciaría sus ganas de comer, y cuanto más engulliera más crecería su hambre.
En ese momento, Erisicton despertó de hambre y empezó a comer todo lo que podía. Sin poder dejar de comer, Erisicton gastó toda su fortuna y vendió todos sus bienes, incluyendo a su hija Mnestra, que consigue escapar e intenta, en vano, ayudar a su padre que no para de comer, ya hasta las basuras que encuentra. Su apetito infinito lo devora todo.
Finalmente, el hambre hizo a Erisicton, entre gritos de dolor, arrancárse sus miembros y su carne a mordiscos, devorar sus miembros y comerse a sí mismo.
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