Comúnmente, cuando tenemos contacto con una persona que está atravesando por un momento difícil, como puede ser una pérdida o una enfermedad, lo primero que intentamos, queriendo ayudar, es ofrecer una solución. Escuchamos mínimamente cuál es el problema de la persona y empezamos a pensar en soluciones, en qué haríamos nosotros y en qué cosas hemos escuchado antes que podrían servirle. Generalmente, el otro puede seguir contándonos lo que le pasa pero nosotros ya no lo estamos escuchando atentamente, estamos pensando en lo que él o ella debería hacer. En ocasiones esto obedece a un genuino deseo de ayudar, pero generalmente es una especie de intolerancia al dolor, una incapacidad de estar en un estado vulnerable, dejándonos permear por el sufrimiento del otro; y entonces nuestra ayuda, más que una genuina ayuda, es una forma de distraernos y protegernos.
Como han notado diversos terapeutas y maestros espirituales -por ejemplo, Carl Jung y Chögyam Trungpa-, lo que la gente realmente necesita en un momento de crisis emocional es ser escuchada, que le demos nuestra atención indivisa sin juzgarla. Permitirle que exprese todo lo que siente y hacerle sentir que alguien está allí, simplemente. Algo difícil de describir y que no puede ser cuantificado ocurre cuando le ponemos atención al dolor de una persona. La escritora francesa Simone Weil, no sólo una de las mentes más brillante de su época sino una de las más bondadosas, escribió que «la atención es la forma más rara de generosidad». Weil tenía una forma muy especial de entender la atención, que para ella consistía en:
suspender el pensamiento, en dejarlo disponible, vacío y penetrable al objeto… la mente debe estar vacía, a la espera, sin buscar nada, pero dispuesta a recibir en su verdad desnuda al objeto que va a penetrar en ella.