La identidad de grupo es algo que, como muchas otras cosas en nuestras sociedades modernas, ha sido ocupada y manipulada por eso que denominamos Estado. Tiene, ciertamente, raíces naturales: la familia, el entorno cultural-religioso, incluso el paisaje, son factores que se conforman para la creación de un entorno que solemos identificar como “el nuestro”. Sin desarrollo en un medio social, sea este cual fuere, el hombre no es hombre. Pero desde ese natural de todo ser humano como ser social ni es necesario establecer fronteras entre grupos sociales diferentes, ni la “sociedad” tiene ningún tipo de derecho sobre cada uno de los individuos que la componen más allá de la racionalidad de la ley.
Un niño nace en el seno de un grupo social. El niño no firma ningún contrato de ningún tipo que habilite a ese grupo social a constituirse en acreedor. Es más, un grupo social no es un ente independiente del individuo con capacidad de acción, a no ser que una institución (el Estado, por ejemplo) se atribuya a sí mismo la función de “representante y comandatario único y absoluto” de la sociedad. La institución o estructura que se adjudica el papel de representante de la sociedad no es más que un subgrupo social cuyos individuos pretenden dominar al resto. Por ello, la verdadera solidaridad social es un obstáculo para todo Estado. Las tradiciones locales y las estructuras familiares se encuentran en clara oposición con la voluntad homogeneizante del Estado y son, por ello, eliminadas o minimizadas.
Seguir leyendo La nueva política. El asalto definitivo a las fronteras personales