I.3. EL AFIANZAMIENTO DEL MODELO ECONÓMICO
Fue a partir del 1600 cuando las formas embrionarias del capitalismo moderno surgidas en los albores del Renacimiento alcanzaron su desarrollo definitivo, primeramente en Holanda, y en Inglaterra después.
Los Países Bajos constituyeron, en efecto, el primer escenario en el que el nuevo modelo económico y la mentalidad empresarial se manifestaron plenamente, pero ya no sólo en unos cuantos enclaves localizados, sino en toda la extensión de una nación.
Fueron varios los factores que confluyeron en la eclosión del capitalismo holandés. Uno de ellos, de indudable relevancia, pero en modo alguno exclusivo, sería el asentamiento en aquel país de un notable contingente de inmigrantes sefarditas salidos de España a raíz del decreto de expulsión. De los aproximadamente 300.000 sefarditas que abandonaron España en las postrimerías del siglo XVI, la porción más importante se asentó en dominios otomanos, si bien hubo grupos numerosos que dirigieron sus pasos hacia Holanda, Inglaterra y las ciudades alemanas de Hamburgo y Frankfurt. Esta última localidad habría de ser con el tiempo la casa matriz de varias dinastías de financieros ashkenazim, tales como los Rothschild, los Warburg, los Mendelsohn y los Speyer.
No obstante, sería inexacto, por no decir falso, atribuir en exclusiva a los inmigrantes hebreos el espectacular desarrollo del mercantilismo holandés y, más tarde, del capitalismo británico. Si, como ya se apuntó, el Talmud era el único corpus ideológico que en los inicios del capitalismo renacentista se compaginaba plenamente con los postulados mercantiles de éste, no podría decirse lo mismo de la situación reinante en la Europa del XVII, en la que ya se había desarrollado por completo la mentalidad surgida de la Reforma protestante. Una mentalidad perfectamente identificada con el nuevo modelo socioeconómico, del que en realidad no fue sino una derivación. Sobre este particular, no hará falta extenderse aquí en excesivas explicaciones, por cuanto se trata de un tema perfectamente conocido. La máxima calvinista (compartida, salvo anecdóticas excepciones, por el protestantismo en su conjunto) en virtud de la cual «el éxito y los beneficios de toda empresa mercantil son la recompensa concedida por Dios a sus elegidos», es sobradamente ilustrativa al respecto, y resume a la perfección la esencia del espíritu protestante, que convirtió la trascendencia religiosa en un asiento contable o, si se prefiere, en una ética para propietarios y tenderos.
Por lo demás, está suficientemente claro que en el escenario europeo posterior a la Reforma la Iglesia Romana era una institución vinculada a los intereses propios del régimen aristocrático y del orden señorial, mientras que las confesiones protestantes representaban las aspiraciones y mentalidad de la nueva clase emergente y del nuevo sistema socioeconómico. Aunque no por ello deja de ser cierto que, con el transcurso del tiempo, y una vez que el sistema burgués hubo logrado su consolidación política en toda la órbita occidental, la institución vaticana se fue adaptando plenamente a las coordenadas del nuevo modelo, haciendo gala con ello de su conocida versatilidad para acomodarse a las exigencias de los tiempos y a los imperativos del Poder.
Para comprender el desarrollo experimentado por la economía capitalista en los Países Bajos durante el siglo XVII, bastará significar la aparición por entonces de una serie de prácticas que, con el andar de los años, habrían de convertirse en rasgos característicos del capitalismo contemporáneo.
Uno de esos fenómenos fue la fiebre especulativa que se manifestó con inusitada intensidad en la Holanda del XVII, circunstancia de la que da buena prueba el espectacular tráfico económico que tuvo lugar en torno a un artículo tan simple como el tulipán. Esta planta, traída desde Adrianópolis al occidente europeo por el botánico Busbeck hacia mediados del siglo XVI, se convirtió durante el primer tercio del siglo XVII en un objeto de veneración para los ciudadanos holandeses. Fue una de esas extrañas modas, tan corrientes en la época actual, que prendió casi repentinamente, sin que se conozca con certeza la razón. El hecho es que, a partir de 1630, el esnobismo de los primeros momentos comenzó a adquirir tintes de pura y simple especulación. Cada día era mayor el número de personas deseosas de adquirir ejemplares de ese bulbo, aunque ya no por razones decorativas, sino con el propósito de venderlos a un precio superior, no tardando en desarrollarse en torno a los tulipanes un auténtico mercado bursátil en el cual participaban individuos de todas las condiciones sociales. Las Bolsas de las principales ciudades holandesas se convirtieron así en el escenario de transacciones en las que se pagaban miles de florines por ejemplares de tulipán que, convertidos ya en un valor abstracto, al modo de las acciones actuales, nadie había llegado a ver, ni el comprador, ni el vendedor, ni mucho menos el agente bursátil. La histeria especuladora fue en aumento, impulsada por el hecho de que, como en todo negocio de esa índole, el incremento injustificado y vertiginoso de la cotización hizo que, en un principio, todo el mundo obtuviera beneficios. Al punto que muchas personas llegaron al extremo de enajenar todos sus bienes para invertir el numerario así obtenido en tan lucrativo negocio. Claro que, al final, acabó ocurriendo lo inevitable en todo proceso de especulación montado en torno a un objeto carente de valor intrínseco, y cuya estimación resulta ser puramente ficticia. Al vertiginoso ascenso de los precios le sucedió una caída más vertiginosa aún, lo que supuso la bancarrota absoluta para centenares de familias.
El episodio referido no fue sino un claro antecedente de lo que poco después, ya en la Inglaterra del siglo XVIII, habría de desarrollarse plenamente bajo la fórmula del Mercado de Acciones o Bolsa de Valores. Una fórmula, sobra decirlo, de plena actualidad.
Otro fenómeno que se desarrolló también por aquellos años, y muy especialmente en Inglaterra a partir del último tercio del siglo XVII, fue la proliferación de los llamados proyectistas, una especie de antecesores de los actuales expertos en inversiones financieras. Una muestra evidente de la nitidez con la que ya por entonces comenzaron a perfilarse ciertos usos consagrados en la actualidad, nos la ofrece el testimonio de un testigo privilegiado de la época, el inglés Defoe. En su obra "An Essay on Projects", el escritor británico definió de manera magistral a los proyectistas de entonces con palabras como éstas: «Hay personas demasiado astutas para convertirse en auténticos criminales en su desenfrenada carrera en pos del oro. Éstas se dedican a inventar ciertas formas oscuras de tretas y engañifas, un modo de robar tan reprobable como otro cualquiera, o incluso más, ya que bajo atractivos pretextos inducen a gentes honradas a soltar su dinero y ponerse de su parte, para desaparecer después tras la cortina de un refugio seguro, burlándose de las leyes y de la honradez».
Las actividades de los proyectistas tuvieron su perfecta correspondencia en la especulación bursátil y en el llamado Mercado de Efectos, cuyas prácticas también nos dejaría descritas el citado autor en sus escritos: «Al principio estaba constituido por las transferencias simples y esporádicas de títulos y acciones. Pero debido a la industriosidad de los corredores de comercio, en cuyas manos se hallaba el negocio, éste se convirtió en un tráfico basado en las mayores intrigas, astucias y artimañas que jamás se dieron bajo la máscara de la honradez. Pues como los corredores tenían la sartén por el mango, convirtieron la Bolsa en una partida de juego; subían y bajaban los precios de las acciones a su antojo, y mientras tanto siempre contaban con vendedores y compradores dispuestos a confiarles su dinero, no obstante sus falaces promesas».
Lógicamente, la consolidación del modelo económico capitalista que se operó durante los siglos XVII y XVIII dio paso al nacimiento de las primeras instituciones bancarias al estilo de las que se conocen hoy. Y no es que hasta ese momento no hubiesen existido profesionales del préstamo a gran escala. Lo que ocurre es que tales individuos, pese a su poderío económico, permanecieron supeditados a los avatares y decisiones del poder político, siendo así que su suerte dependía en gran medida de la del monarca al que se hallaban vinculados o de que éste les retirara su confianza. Pero, con el discurrir de la era moderna, los poderes económicos no sólo se fueron emancipando del dominio de la autoridad política, sino que acabaron por erigirse en los dueños y patrones de ésta.
En 1694, y a propuesta del escocés William Patterson (la rapacidad económica de los negociantes escoceses no tardaría en convertirse en algo proverbial), el Parlamento inglés autorizó la creación de una banca de emisión cuya razón social completa sería The Governor and Company of the Bank of England. El capital social del recién creado Banco de Inglaterra, que ascendía a 1.200.000 libras, fue suscrito en su totalidad por inversores privados, y si bien el acta de su fundación no otorgaba a esa entidad ningún monopolio, tres años después, en 1697, una nueva disposición parlamentaria le concedió en exclusiva el privilegio de emitir moneda. A esta prerrogativa se le irían añadiendo con el transcurso del tiempo algunas otras (Carta de 1892, Acta de 1928) que no harían sino consolidar el poder de dicha institución.
Por lo que a Francia se refiere, el escenario económico de aquel país estuvo presidido durante un tiempo por dos personajes. El primero, un financiero de origen israelita llamado Samuel Bernard, fue el banquero personal de Luis XIV y de toda la corte gala. Sus relaciones con los ministros del rey le proporcionaba, entre otras ventajas, una información de primera mano de la que el acaudalado Bernard extraía la oportuna rentabilidad. La fortuna y posición de este financiero llegaron a ser tales que las más destacadas familias de la aristocracia francesa se disputaron el privilegio de emparentar con su descendencia.
No obstante, los últimos años del reinado de Luis XIV se vieron afectado por una progresiva crisis económica, que se acentuó aún más a la muerte del rey Sol. Fue entonces cuando emergió al primer plano la figura del escocés John Law, propietario de la poderosa Compañía Comercial de Occidente y de una entidad bancaria que, en virtud de un edicto de agosto de 1717, pasó a convertirse en la Banca Real, con todas las prerrogativas que ello comportaba, entre otras la de emitir papel moneda. Posteriormente, la desaforada gestión del financiero escocés no tardó en conducir a un crecimiento desmesurado de la circulación fiduciaria, lo que acabaría desembocando en el absoluto descrédito de los billetes emitidos por dicha institución bancaria, prácticamente carentes al final de respaldo y de valor efectivos. En diciembre de 1720 la actividad de la Banca Real fue suspendida, restableciéndose nuevamente el pago exclusivo en numerario metálico.
Las catastróficas consecuencias de aquella experiencia marcaron durante un tiempo tanto a los poderes públicos franceses como a la mayor parte de la población. Habría que esperar al clima generado por la Revolución Francesa para que el recelo de antaño diera paso a un ambiente más propicio para el desenvolvimiento del Gran Capital.
Albert Matiez, uno de los escasos historiadores de la Revolución Francesa que se interesó por los aspectos económicos de la misma, aportó en su día una documentación precisa acerca del papel desempeñado en su gestación y desarrollo por diversos financieros. Figuran entre los más relevantes el banquero Jacques Necker, director general de Finanzas y primer ministro de Luis XVI, Etienne Delessert, fundador y propietario de la principal compañía aseguradora francesa, Prevoteau, destacado financiero, y Nicolás Cindre, agente de cambio. A esta relación podrían añadirse los nombres del banquero lionés Fulchiron y de su asociado Givet, así como el del financiero Boscary, presidente de la Caisse D’Escompte y titular de varios cargos políticos de primer orden durante el episodio revolucionario. Todo esto, claro está, sin mencionar la participación de otros patrocinadores foráneos, de los que se dará cuenta más adelante.
Igualmente explícitos son los testimonios de dos destacados protagonistas de aquel evento. El primero de ellos, el revolucionario republicano Rivarol, dejaría escrito en sus memorias que «una multitud de agiotistas y capitalistas decidieron la Revolución». No menos elocuentes fueron las palabras pronunciadas en la Convención por el diputado y miembro del Comité de Salud Pública Joseph Cambon:«La gran Revolución ha golpeado a todo el mundo, excepto a los financieros»; palabras que, aun siendo certeras, constituyeron un alarde de cinismo por parte de quien las pronunció, un sicario del nuevo régimen capitalista.
Una vez agotado el período convencional, la situación resultaría todavía más favorable para los intereses de la oligarquía económica. Durante el Directorio, los financieros y hombres de negocios coparon los puestos clave del gobierno y de la Administración, lograron la derogación en la Asamblea de la ley de 17 Germinal del año II (apenas aplicada mientras estuvo en vigor), que ponía algunas trabas al desenvolvimiento de sus actividades y, finalmente, acapararon el lucrativo negocio de los suministros al Estado.
El golpe bonapartista del 19 Brumario de 1799 acabaría por consolidar los intereses plutocráticos. Tan solo dos meses después de que Napoleón fuera proclamado Primer Cónsul nació el Banco de Francia, institución a la que le fue concedida desde su creación el privilegio de recibir en cuenta corriente los fondos de la Hacienda Pública, a lo que se añadiría tres años después la facultad exclusiva de emitir papel moneda. Todo ello tratándose, claro está, de una entidad de carácter privado, cuyo presidente y administradores eran nombrados por los 200 accionistas mayoritarios de la misma.
Por lo demás, son sobradamente conocidas las estrechas relaciones que Napoleón Bonaparte mantuvo con la Alta Finanza, hasta el punto que, pese a existir un poso de mutua desconfianza, el autócrata corso jamás emprendía una campaña militar ni adoptaba una decisión política comprometida sin recabar el parecer de sus banqueros. No menos conocidos son los gigantescos beneficios que las guerras napoleónicas reportaron al entonces llamado Sindicato Financiero Internacional (Baring, Hope, Boyd, Parish, Bethmann, Rothschild), al que el historiador británico Mc Nair Wilson atribuyó la caída de Napoleón a raíz de las medidas adoptadas por éste (bloqueo comercial sobre Inglaterra) en contra de sus intereses.
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