CAPÍTULO I
LOS CIMIENTOS DEL EDIFICIO: DE LOS ALBORES A LA CONSOLIDACIÓN
I.4. LA CONSOLIDACIÓN POLÍTICA E INSTITUCIONAL
El afianzamiento en el terreno económico del modelo capitalista, que comenzó a perfilarse a principios del XVII, no fue más que la primera fase de un proceso que habría de desembocar tiempo después en su consolidación política e institucional, aspecto del que nos ocuparemos a continuación.
Antes de penetrar en el análisis de la Revolución Francesa, que sin duda constituye el modelo prototípico de revolución burguesa, convendrá dedicar una breve alusión a los dos movimientos políticos de significación equivalente que la precedieron en el tiempo. Alusión que resulta incluso necesaria, y no tanto por las similitudes de fondo que entre las tres revoluciones (inglesa, americana y francesa) se pudieran establecer, como por las peculiaridades que caracterizaron a la última respecto de las otras dos.
En efecto, el régimen republicano instaurado por la revolución inglesa de 1680 no fue sino el resultado del compromiso al que llegaron la aristocracia terrateniente y la clase burguesa para compartir el poder; un pacto, además, que al no necesitar del auxilio popular para afianzarse, pudo llevarse a efecto sin realizar excesivas concesiones a las capas inferiores de la población. Algo parecido podría decirse de la revolución americana de 1776, cuyos logros políticos, netamente orientados en beneficio exclusivo de un sector minoritario de la sociedad, se verían magnificados por una declaración de principios tan altisonante como hueca y puramente formal. En la práctica, la esclavitud siguió existiendo en aquel país y la jerarquización socio-política siguió basándose en el poderío económico.
Por contra, lo que marcó el carácter específico de la Revolución Francesa fue el hecho de que, en su asalto al poder político e institucional, la burguesía tuvo que recurrir a las masas populares para quebrar la tenaz oposición a todo compromiso de una parte considerable del estamento aristocrático. Esta contingencia fue la causa que obligó a la clase burguesa a efectuar ciertas concesiones circunstanciales y estratégicas a las capas populares, lo que habría de desencadenar una serie de consecuencias cuyos ecos perdurarían hasta mucho tiempo después.
Por lo demás, las convulsiones sociales que posibilitaron el acaparamiento del poder político por parte de la burguesía no fueron más que la culminación de un proceso que se venía gestando desde mucho tiempo atrás. En el siglo XVIII, e incluso antes, la burguesía francesa dominaba por completo el panorama económico de aquel país, situándose a la cabeza tanto del comercio como de la industria y las finanzas. De sus filas procedían igualmente la mayor parte de los cuadros técnicos de la administración monárquica. Por otra parte, el esquema ideológico burgués y su escala de valores (presidida por el culto al dinero) impregnaban desde hacía tiempo la mentalidad de las capas superiores de la clase aristocrática. Ya es bien significativo el hecho de que los conciliábulos donde se incubaron y desde donde se propalaron las consignas burguesas de la Ilustración encontraran su mejor acogida en los salones de la aristocracia. Naturalmente, la burguesía tenía plena consciencia de que su hegemonía económica y su ascendiente ideológico sobre la población le facultaban para abordar la segunda fase del proceso, esto es, la conquista del poder institucional.
Con todo, la colaboración que la burguesía encontró entre una porción importante de las clases populares, y la favorable acogida de que gozaron sus señuelos ideológicos, debieron buena parte de su éxito a la profunda degradación en que se hallaba sumido en Antiguo Régimen y sus estructuras de mando. Por lo que se refiere al estamento eclesial, otro de los pilares seculares del orden aristocrático, su grado de putrefacción había alcanzado cotas igualmente considerables; al punto que en la Francia de entonces las palabras clérigo y disoluto llegaron a convertirse poco menos que en términos sinónimos. Todo ello sin olvidar que una parte considerable del alto clero compartió desde muy pronto los postulados de la nueva ideología, y que casi la mitad de los párrocos franceses juraron fidelidad a la Constitución de 1790, que consagraba los principios del nuevo régimen.
La profunda aversión al estamento clerical y a sus usos depravados, unido al arraigo que, pese a todo, siguieron manteniendo las creencias religiosas entre amplios sectores de la población, fueron bazas que la oligarquía burguesa supo instrumentalizar en cada coyuntura como mejor convino a sus intereses. En un primer momento tales resortes sirvieron para la confiscación de los bienes eclesiales (cuya adquisición proporcionó a la burguesía revolucionaria beneficios inmensos), así como para canalizar la penuria y la indignación de las masas contra la reacción aristocrática. Pero, una vez consolidados sus objetivos y alcanzada la hegemonía institucional, la burguesía dirigente execró los excesos de las turbas que ella misma había instigado y apeló de nuevo a las viejas creencias, viendo en ellas un factor de control y estabilización de su orden social. Nadie sería más explícito a este respecto que Napoleón Bonaparte, cuando afirmara que «la sociedad no puede existir sin la desigualdad de las fortunas, y la desigualdad de las fortunas no puede existir sin la religión». Esta frase refleja a la perfección el concepto que del hecho religioso tuvo siempre la mentalidad burguesa, una mentalidad patológica en su esencia y patógena en su proyección.
A la descomposición del Antiguo Régimen, que sin duda constituyó un factor básico en el desencadenamiento del proceso, se sumó la regresión económica sobrevenida a partir de 1778, y que en realidad no fue sino el detonante. En efecto, aunque el siglo XVIII había constituido hasta ese momento un período de prosperidad, muy especialmente durante la fase comprendida entre 1760 y 1776, a partir de 1778 se desencadenó una etapa de contracción económica que culminaría finalmente en la gran crisis de 1787, con todo su cortejo de penurias y miseria. Esa circunstancia, que tan oportunamente iban a explotar los promotores de la Revolución, no fue, conviene reiterarlo, sino el desencadenante de una situación larvada cuyo mar de fondo se venía gestando desde mucho antes. De hecho, carestías y hambrunas de envergadura incomparablemente mayor a las que se produjeron entonces las ha habido por docenas a lo largo de la historia, sin que ello comportara la caída del sistema anterior y la implantación de un nuevo régimen. Y es que, para que esto último sucediera en 1789 se precisó de algo más. Hizo falta, en primer término, la profunda decadencia de la casta dominante que entonces se dio, y el progresivo descrédito en el que, como lógica consecuencia, se vieron envueltos los valores que esa vieja oligarquía había venido utilizando para legitimar su autoridad. Pero fue necesaria, además, la presencia de una estructura organizada capaz de llevar a cabo una labor sistemática de demolición cultural y de agitación social, como lo era la maquinaria que venía preparando desde hacía tiempo el asalto de la burguesía al poder político e institucional. Sobra decir que en todo ese ejercicio de fuerza, el tan largamente invocado papel de las masas no fue sino el de mera comparsa, como los acontecimientos sucesivos demostrarían hasta la saciedad.
Nada menos oportuno, por tanto, que extenderse en argumentos para desmontar el mito de la revolución espontánea, una más de las innumerables patrañas consagradas por la intoxicación oficial. Además de la experiencia histórica (y de la lógica más elemental), que ha acreditado sin excepción que las revueltas populares verdaderamente espontáneas jamás rebasaron el grado de simple motín, se cuentan por centenares los datos y los testimonios que no dejan lugar a dudas sobre la autoría de la orquestación.
Esa estructura minuciosamente organizada a través de la cual la oligarquía burguesa alcanzó sus objetivos no fue otra que la francmasonería, una organización que, por el papel desempeñado a todo lo largo de la época moderna, es merecedora de un tratamiento exhaustivo imposible de abordar aquí; bastará, por el momento, con reseñar algunos datos que permitan hacerse una idea de su decisiva participación en aquel suceso.
Bien podría empezarse, pues, significando el hecho de que todos los ideólogos del nuevo régimen y de la Revolución, y la totalidad de sus dirigentes políticos, sin ninguna excepción sobresaliente, fueron feligreses de las logias. Desde los teóricos y propagandistas de la primera hora, como D’Alembert, Montesquieu, Rousseau, Condorcet o Voltaire, hasta los activistas más destacados del proceso revolucionario, del Directorio y del régimen bonapartista, como Mirabeau, Desmoulins, Robespierre, Danton, Saint-Just, Marat, Hebert, Fouché, Siéyès, o el propio Napoleón. Todo ello sin contar, claro está, los innumerables clérigos afiliados a la secta. Masónicos igualmente eran los símbolos republicanos (gorro frigio, bandera republicana) y el himno revolucionario (la marsellesa), compuesto por el adepto Rouget de L’Isle y cantado por vez primera en la logia de los Caballeros Francos de Estrasburgo. Lo mismo podría decirse de las consignas ideológicas, comenzando por la más hipócrita y falaz de todas ellas («libertad, igualdad, fraternidad»), amparo desde entonces de masacres y tiranías, y artificio que bastante antes de convertirse en el eslógan señero del régimen burgués era ya la divisa de las logias masónicas. Bien es cierto que sus creadores y propaladores nunca han interpretado tan capcioso señuelo con el papanatismo habitual de sus incautos destinatarios, sino de un modo muy distinto. Véase, si no, el modo en que se manifestaba sobre ese particular Jules Boucher, alto grado de la Gran Logia de Francia, en declaraciones recogidas por el órgano oficial de dicha logia, la revista Humanisme, en su número de abril 1990: «¿Libertad? La libertad masónica es muy relativa. La masonería ha multiplicado las obligaciones a las cuales debe someterse el francmasón, lo que significa obediencia, y dictado reglamentos draconianos cuya enumeración precisaría un volumen de casi doscientas páginas. ¿Igualdad? La masonería es la negación misma de la igualdad. Sus grados y su jerarquía recuerdan constantemente al francmasón que la igualdad es un mito. ¿Fraternidad? El masón sincero constata con pesar que la fraternidad no es más que una palabra vacía de sentido en su aplicación real». Esto vale como muestra de lo que, desde hace tiempo, se ha convertido ya en táctica habitual de los grupos de poder multinacional, propaladores a través de sus voceros (grandes medios de comunicación) de filantropías y mundialismos de probados efectos hipnóticos sobre las masas, aunque no se trate sino de falacias dirigidas a consolidar la hegemonía de tales grupos, cuyas prácticas constituyen la antítesis de sus espúreas monsergas.
Por lo que se refiere a la participación fáctica de la francmasonería en el proceso revolucionario, ostensible ya desde el primer momento, tampoco escasean los testimonios de la propia casa que reducen a escombros la falacia de la espontaneidad. Figura entre ellos el de M. Zeller, gran maestre del Gran Oriente Francés, quien en 1973, con motivo del bicentenario de la fundación de esa logia, declaraba lo siguiente:«Las logias masónicas fueron el crisol donde se ha formado, desarrollado y enriquecido el pensamiento republicano y progresista. Ellas constituyeron a través de Francia entera una vasta asamblea en el seno de la cual se elaboraron los programas y las perspectivas de lucha que debían permitir el nacimiento y el desarrollo del régimen republicano».
En la misma línea se sitúan las manifestaciones de M. Béhar, gran maestre del Gran Oriente de Francia, a la revista Humanisme, en mayo de 1975: «En Francia, es en el seno de las logias masónicas donde se elaboraron las ideas que han sido en buena medida el motor de la revolución burguesa de 1789»; a lo que la propia revista añadía: «Es conveniente recordar que la francmasonería está en el origen de la Revolución Francesa….Durante los años que precedieron a la caída de la monarquía, la Declaración de los Derechos del Hombre y la Constitución fueron larga y minuciosamente elaboradas en las logias masónicas. Y, naturalmente, desde que fuera proclamada la República Francesa se adopta la divisa prestigiosa que los francmasones habían inscrito siempre en el Oriente de su Templo: Liberté, Egalité, Fraternité».
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