Un examen mínimamente riguroso de la evolución y el desarrollo del capitalismo moderno basta para constatar el papel fundamental desempeñado en la consolidación de éste por las dos grandes corrientes político-ideológicas que habrían de presentarse como sus más encarnizados adversarios. Y es que, como bien muestran los hechos, cada confrontación con esos pretendidos adversarios se ha traducido invariablemente en un reforzamiento progresivo del Sistema en vigor. Algo lógico, por otra parte, si se tiene en cuenta que los fundamentos básicos del capitalismo burgués (materialismo, cientificismo, economicismo, etc) constituyeron también la fuente de inspiración de sus teóricos enemigos, el marxismo y el fascismo, que en realidad no serían sino variaciones circunstanciales de un mismo tema. De ahí que esas diversas corrientes, antagónicas en las formas y apariencias, pero complementarias en lo esencial, hayan contribuido a configurar un proceso único plenamente consolidado en la actualidad.
De lo que significó el fascismo, de las causas que lo motivaron, de quiénes lo promovieron y de las utilidades que en su momento rindió, ya se habló en un ensayo precedente. Lo que aún queda por desvelar son las motivaciones que empujan a quienes a toda costa pretenden resucitar su fantasma, cosa que se hará cumplidamente en el último capítulo. Pero de lo que ahora toca ocuparse es del bolchevismo marxista y del régimen soviético.
De entre las diversas contribuciones del marxismo a la configuración de la sociedad contemporánea caben destacarse dos. En el ámbito ideológico, su mayor aportación, su verdadero cometido no sería otro que actuar como amplificador de los postulados materialistas inherentes a la mentalidad burguesa, postulados sin cuyo extendido arraigo el modelo socio-económico vigente en la actualidad nunca se habría impuesto de la forma abrumadora que lo ha hecho. En modo alguno es casual que los grandes foros del mundo capitalista se manifiesten en el presente abiertamente «progresistas».
Pero todavía queda un segundo aspecto que merece resaltarse, y para ello bastará con comprobar los efectos inmediatos producidos por el sistema capitalista a raíz de su implantación. Al hacerlo podremos ver que el régimen de explotación que dicho sistema instauró, las condiciones de vida en las que sumió a sus víctimas, y el inexorable descrédito de las falacias que sirvieron de sustento a su modelo político e ideológico, habrían desembocado inevitablemente en el colapso sin la aparición «providencial» de la «alternativa» marxista, que, entre todas las opciones posibles era, sin duda, la más nefasta, aunque para el Sistema (y no por casualidad) resultara ser la mejor. A mayor abundamiento, la táctica que el discurso marxista empleó no fue otra que reeditar en una nueva versión, y adaptados a las nuevas circunstancias, los clichés humanistas y los reclamos democráticos esgrimidos tiempo atrás por las revoluciones burguesas para implantar su régimen político. Una táctica que con el marxismo volvió a funcionar de nuevo, provocando aún mayores expectativas entre las masas desheredadas y desencadenando un régimen de opresión todavía mayor tan pronto como fue llevada a la práctica. Aunque tributario de la dictadura jacobina, cuyos procedimientos le sirvieron de inspiración, fue en el terreno de la filosofía y de la técnica totalitarias donde el marxismo desarrolló algún grado de innovación, y no en los señuelos liberadores de la clase obrera o en las tesis igualitarias, conceptos, ambos, muy anteriores al credo marxista, y que en éste nunca pasaron de ser espúreos adornos, como se pondría de manifiesto reiteradamente, y sin ninguna excepción, en sus sucesivas manifestaciones prácticas. De hecho, bajo la férula del régimen marxista instaurado en la URSS, la mayor máquina de picar carne que recuerdan los siglos y el modelo prototípico de todos los siguientes, la explotación y la opresión de los parias alcanzarían cotas desconocidas hasta entonces.
Hecha esta breve introducción, lo oportuno ahora será abordar más detenidamente dos aspectos fundamentales del régimen marxista por excelencia, el de la Rusia soviética, al objeto de poner de manifiesto la auténtica realidad de unos hechos permanentemente falsificados por la maquinaria ideológica oficial.
Esos dos aspectos a los que se ha hecho mención se corresponden con sendas falacias ya consagradas en el ámbito occidental, una de ellas merced a la intensa tarea manipuladora desplegada al efecto por el bando progresista, y la otra gracias a la desarrollada por el Sistema en su totalidad. La primera de tales falacias es la que ha atribuido al estalinismo todos los males de la puesta en escena del programa marxista, cuando lo cierto es que el régimen estalinista no supuso en realidad sino su más fidedigna y genuina interpretación.; y ahí están como muestra reciente los escritos del ínclito Althusser, un purista de la causa. La segunda falsificación está aún más arraigada, y goza de un consenso mayor, pues no en vano se trata de un dogma oficial compartido, a izquierda y derecha, por todas las facciones del Sistema. Un dogma en virtud del cual el régimen bolchevique se ha venido presentando como la alternativa antagónica y como una amenaza mortal para el capitalismo occidental, lo que nunca pasó de ser una solemne patraña. Muy pronto lo comprobaremos al describir los apoyos financieros que, desde un principio, y durante largo tiempo, afluyeron desde el bloque capitalista al «ogro» soviético.
Por lo que se refiere al primer punto, esto es, a la falacia de la «desviación» estalinista, se trata de un argumento que comenzó a utilizarse con profusión una vez finalizado el gobierno de Stalin en la URSS, y precisamente por aquéllos que, hasta ese mismo momento, habían negado sistemáticamente los excesos criminales de esa supuesta desviación, aunque las pruebas concluyentes se acumularan desde hacía tiempo. No obstante, lo más endeble de semejante argumento es que en todas las ocasiones y latitudes en que el marxismo se implantó, lo hizo siguiendo los cauces de la «desviación» totalitaria, incluso después de que el autócrata georgiano hubiera muerto. Y es que esa pretendida anomalía no fue sino la pura normalidad desde los primeros momentos, algo implícito e inherente al propio modelo, como bien demuestran los hechos; sirvan como muestra elocuente los que se exponen a continuación.
En pleno fragor de la revolución bolchevique, con Lenin y Trotzki al mando de la misma, la ciudad de Petrogrado fue escenario de graves convulsiones sociales, que comenzaron en los círculos proletarios de esa localidad, extendiéndose muy pronto a los marineros de la flota del Báltico, vanguardia durante 1917 del levantamiento soviético. El 28 de febrero de 1921, la tripulación del acorazado Petropavlosk emitió una resolución en la que se formulaban las reivindicaciones de la tropa naval, resolución que sería aprobada al día siguiente en el curso de una asamblea de toda la guarnición de Cronstadt.
Los principales puntos del programa aprobado eran la reelección de los soviets, la libertad de palabra y de prensa para los obreros, la libertad de reunión, el derecho a fundar sindicatos, y el derecho de los campesinos a trabajar la tierra del modo que lo deseasen. Reivindicaciones, todas ellas, fieles al más puro ideario soviético. Así pues, los marineros de Cronstadt no se sublevaban contra la causa revolucionaria, sino contra el régimen totalitario del Partido Comunista. De hecho, uno de los párrafos de la resolución, cuyo elocuente título era "Por qué luchamos", rezaba así: «Al efectuar la Revolución de Octubre la clase obrera esperaba obtener su libertad. Pero el resultado ha sido un avasallamiento mayor de la persona humana…..Cada vez ha ido resultando más claro, y ello es hoy una evidencia, que el Partido Comunista ruso no es el defensor de los trabajadores que dice ser, que los intereses de éstos le son ajenos y que, una vez llegados al poder, no piensan más que en conservarlo».
Como se podrá apreciar, volvían a reproducirse los mismos hechos que ya tuvieran lugar durante la Revolución Francesa, y de nuevo se levantaban los parias para reclamar la «soberanía del pueblo» y los restantes señuelos en cuyo nombre habían sido movilizados contra el régimen anterior. No será ocioso decir que también el desenlace se reprodujo otra vez. El 2 de marzo, Lenin y Trotzki denunciaban el movimiento de Cronstadt y lo calificaban de «conspiración blanca», ordenando acto seguido la provisión de una fuerza de 50.000 hombres que, al mando de Tukhatcchevski, salió para aplastar la revuelta. En la noche del 17 al 18 de marzo, tras encarnizados combates, la expedición punitiva penetró en la ciudadela rebelde defendida por 5.000 marinos y aplastó la insurrección. De entre los supervivientes, una parte fueron fusilados, y el resto trasladados a los campos de concentración de Arkangelsk y Kholmogory. La revuelta de Cronstadt, había declarado Lenin durante el X Congreso del PCUS celebrado en marzo de 1921, «es más peligrosa para nosotros que Denikin, Yudenitch y Koltchak (jefes de la contrarrevolución) juntos».
La represión y el gulag fueron instituciones consustanciales al Estado bolchevique desde sus inicios. Así, en una fecha tan temprana como 1925, la cifra oficial de fusilados por el régimen marxista se elevaba a 1.722.747, de los cuales un setenta y cinco por ciento eran obreros, campesinos y soldados. No obstante, y debido precisamente a su carácter oficial, esa cifra no recogía las ejecuciones sumarias ni las muertes ocurridas en las prisiones, y mucho menos aún las masacres colectivas. Según otro recuento igualmente oficial elaborado por el propio régimen leninista, en 1922 había 825.000 personas internadas en los campos de concentración de Kholmo, Kem, Naryn, Mourmane, Tobolsk, Portaminsk y Solovski. Al final de la época estalinista, el balance total de víctimas, incluidas las ocasionadas por las hambrunas provocadas artificialmente, arrojaba una cifra que oscila, dependiendo de las estimaciones, entre los treinta y cinco y los cincuenta y cinco millones de muertos.
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