Reflexión medial
Aquí nos interesa señalar la compresencia de un mal que en su radicalidad resulta asociado a la propia divinidad así coimplicada, atravesada o traspasada por él. Lo cual remite al mal radical asumido en la crucifixión de Jesús no ya como un accidente, sino como la accidentación de la propia divinidad en el mundo. En donde el mismo mal quedaría crucificado y traspasado o transmutado en la resurrección (para el cristiano).
Cabría decir que Dios es el bien pero contiene el mal, y precisamente en su contención confía el creyente. De este modo la potencia divina aparece como una potencia sacrificada, en cuyo sacrificio no sólo se purifica el bien respecto a su abstracción o desimplicación al encarnarse o implicarse, sino también se purifica el mal al traspasar por el fuego del amor divino en dicha encarnación.
En ambos casos se trata de la visión de un Dios crucificado, explícita en el cristianismo, y por lo tanto de un Dios implicado, en el doble sentido ontológico y moral, real y jurídico. Pues de acuerdo con el salmo 88, Dios es el responsable de nuestra situación radical: aquí radicaría la “cruz” de su existencia real y de su realidad surreal [7].
Ante la conciencia planetaria de un mundo que flota solitario y abandonado a su suerte en medio de constelaciones y galaxias inmensas, el hombre consciente se ve abocado a cierta melancolía. La melancolía expresa románticamente un tiempo que huye y se pierde vertiginosamente, por eso busca un espacio barroco en el que el pensamiento oficia el exorcismo del mal a través de la crítica, la ironía y la apertura de nuestra soledad a la otredad.
Parafraseando a W. Benjamin cabe afirmar que el sentido crece paradójicamente ante la negatividad, ya que proyecta la positividad siquiera mentalmente. La melancolía se convierte entonces en melancolía surreal o irónica frente a una realidad opaca. Una tal melancolía irónica o surreal realiza una crítica radical de nuestro mundo, pero evitando todo extremismo, o sea, toda solución heroica: precisamente en nombre de una visión coimplicativa de los extremos para su mutua corrección o correlativización democrática, en pro de una fraternidad ya no utópica sino eutópica o felicitaría [8].
Pero, ¿hay aún tiempo suficiente y espacio adecuado al respecto? ¿No se ha intentado siempre de nuevo una y otra vez con resultados consabidos? ¿No hay un límite ontológico en la naturaleza y en nuestra cultura que impiden su armonía? ¿No acaba la muerte y lo que consignifica con toda esperanza? ¿No es el ser abismático, como la vida y el amor?
En todo caso, nadie ni nada puede (en)cerrarnos ni clausurar nuestro discurso en curso, nadie ni nada puede obturar ni obstruir nuestro vacilante caminar por este mundo: al menos nos queda la apertura a la otredad, el abrimiento tanto en la vida como en la muerte, la entrevisión de un sentido que experimentamos como trascendencia inmanente o inmanencia trascendente, siquiera sea un sentido acorralado por el sinsentido.
En torno a la felicidad
Hay que situar la felicidad humana por encima de la mera animalidad, ya que el animal no es específicamente feliz, aunque algunos de ellos nos hagan tan felices domésticamente. La felicidad no pertenece al reino mineral, vegetal o animal, pero tampoco al reino humano propiamente sino impropiamente. Propiamente la felicidad pertenece al presunto reino de los dioses, ya que sólo el Dios es feliz en su eternidad olímpica o celeste. La felicidad es por lo tanto propiamente divina y sólo impropiamente humana, puesto que el hombre no es feliz sino que obtiene cierta felicidad sólo en cuanto participada de la divinidad.
La felicidad es un atributo de la esencia de los dioses, y la existencia humana sólo puede vivenciarla a través de un rapto o robo de ese tesoro divino. Se trata de un rapto basado en la listeza de la razón, como diría Hegel, pero es un robo hasta cierto punto sacrílego, un acto algo diabólico o demoníaco, una acción titánica o heroica propia de Prometeo. El cual roba el fuego sagrado de los dioses para traerlo al mundo de los hombres, por lo que es castigado por los divinos a causa de su pecado.
Un tal pecado es piedad para con los hombres e impiedad para con los dioses. Por ello la “felicidad humana” comparece paradójicamente como “infelicidad divina”, puesto que se basa en el hurto de una propiedad divina. En efecto, nuestra felicidad mundana se apropia de un atributo del Dios, arrancando así un trozo de eternidad celeste para este mundo terrestre, o bien atrapando una parte de la bienaventuranza divina para este mundo humano. La felicidad humana es la infelicidad divina porque los dioses se sienten hurtados de su poderío y sienten celos del hombre, cuya desmesura (hybris) consideran como el orgullo de querer ser dioses, sintiéndose así estos amenazados en sus tronos supremos [9].
De aquí que los dioses reaccionen culpando al hombre prometeico, que quiere ser feliz como ellos, así como castigando dicha soberbia considerada como titánica o demoníaca. En la mitología griega el heroico Ícaro intenta ascender a los cielos hasta caer vertiginosamente en la tierra; por su partem en la Biblia el arcángel Lucifer acaba siendo el ángel caído por querer ser como Dios, o sea, divino.
Y es que la felicidad humana o infradivina es infelicidad divina, también en el sentido de que los dioses no pueden valorar una felicidad limitada y contingente, finita y cochambrosa, sublunar y decadente. Por eso la felicidad humana resulta infelicidad divina, pero también viceversa: la felicidad divina resulta infelicidad humana porque a menudo aquella lo es a costas/costes de esta (como advirtiera Feuerbach). Pero es que además, la felicidad divina resulta para el hombre abstracta o estatuaria, impasible e imposible, trascendente y almidonada con su típico final feliz a pesar de los avatares de los dioses.
El hecho de no morir, la inmortalidad que es el máximo atributo divino, será vista paradójicamente por el hombre como insoportable, lo mismo que la muerte humana resulta insoportable para los dioses inmortales. Y es que el tiempo y la temporalidad introducen un elemento de aventura, riesgo e incertidumbre que sólo es propia de la felicidad humana, la cual se define así como suerte, azar o fortuna, mientras que el destino del Dios está previsto y asegurado al respecto.
Esto hace que una buena parte de los dioses más antropomórficos se relacione con los humanos así como con las humanas en busca de aventuras no sólo celestes sino terrestres. Y esto hace también, como adujo brillantemente C.G. Jung, que el mismísimo Dios judeocristiano se acabe encarnando para compartir la suerte de la vida humana en este mundo [10].
Así que la felicidad humana es la infelicidad divina, y la felicidad divina es la infelicidad humana. Y, sin embargo, estamos viendo cómo el diálogo entre la felicidad humana y la felicidad divina se halla establecido en los grandes documentos de nuestra cultura tanto mitológicos como religiosos.
De lo dicho podemos sonsacar que el hombre trata de recoger las migajas de una felicidad que es propiamente divina, mientras que los dioses por su parte tratan de relacionarse con los hombres por cuanto ávidos de avatares terrestres, para no aburrirse en su cielo paradisíaco. Incluso los dioses más trascendentes tienen algún tipo de relación con los hombres a través de las revelaciones de aquellos y de las veneraciones de estos.
La consecuencia paradójica de todo ello es que la felicidad humana busca lo que no tiene (lo divino o trascendente), mientras que la felicidad divina busca lo que no tiene (lo humano o mundano, la inmanencia). Algo por otra parte bastante obvio y razonable.
El problema surge a la hora de definir nuestra felicidad humana por su trascendencia o por su inmanencia. La respuesta tradicional (idealista) ha sido definir nuestra felicidad por su trascendencia referida al Dios, mientras que la respuesta clásica materialista define nuestra felicidad por su inmanencia mundana.
Por nuestra parte y tras lo dicho, nosotros mismos situaríamos la felicidad humana como trascendencia inmanente o inmanencia trascendente, al definirla como apertura de la in-felicidad animal a la felicidad divina. Lo cual conlleva la conciencia y asunción de nuestra animalidad, aunque abierta a lo divino o sublime, al cual sólo puede accederse a través de una cierta sublimación capaz de destilar la positividad en el medio terrestre de la negatividad. Pues bien, esta destilación que define la felicidad humana sólo es posible por la libación de lo real que realiza el amor.
La felicidad humana radica en el amor pero dolorosa y sufrientemente, compasivamente. Mientras que los dioses no se aman compasivamente, dada la propia perfección de su naturaleza, la especificidad humana radica en amar compadecientemente, compadecimiento que algunos dioses o semidioses han comprendido a través de su encarnación o humanzación (así Cristo u Orfeo).
El amor humano es la envidia de los dioses compasivos, amor que inmortaliza al hombre al elevarlo y que desinmortaliza al Dios al asumir la condición mortal. En efecto, la muerte que es lo impropio del Dios y lo más propio del hombre, es la que posibilita en última instancia un amor humano o humanizado, encarnado y encarnizado, compasivo y cómplice. Pues la eternidad es un ámbito plastificado, y el no poder morir equivale a no poder amar: humanamente.
El amor humano es el amor al hombre (infeliz) y no al Dios (feliz). Por eso amamos la belleza efímera y no la belleza hierática, y por lo mismo amamos a tipos concretos y no a arquetipos abstractos. Ahora bien, este inmanente amor humano nos trasciende, por lo cual precisamos el contacto con lo divino para poder amar humanamente, ya que el amor dice apertura al otro y, por lo tanto, autotrascendencia.
De este modo, en lo más íntimo del corazón humano inhabita un trozo de eternidad, una chispa del fuego divino, una incandescencia más allá o más acá de la muerte. Es la felicidad del amor que perdura a pesar de su fracaso, la llama de amor viva en medio de la noche oscura, el incendio que acabará con todo menos con su rescoldo amoroso [11].
Porque hay un amor que corroe el tiempo y perdura incluso tras su ruptura, un amor que trasciende el tiempo y el espacio porque cohabita el alma, un amor “catascendiente” que supura o supera por debajo la materia en espíritu. En la teología cristiana clásica hay un amor que, a través de los rostros terrestres, arrostra finalmente el mismísimo rostro del Dios, se denomina el deseo natural de ver la faz divina, el anhelo de la visión beatífica.
En donde la belleza terrestre es trasportada hasta la belleza celeste, a través de un vehículo que remite a Platón y el neoplatonismo, a san Agustín y al franciscano Buenaventura. Por cierto, en lugar de ver en la eutanasia un sacrilegio que roba al Dios su señorío, cabría concebir una eutanasia cristiana como una especie de sacramental o símbolo de paso o pasaje para canalizar el deseo natural de ver al Dios.
Platonismo, se me dirá, platonismo cristiano para beatos y beatas. Y bien, detengámonos un momento para reflexionar autocríticamente al respecto. Cuando A. Comte-Sponville elige a Diógenes contra Platón lo elige para “hablar del mal que es frente al bien que no es”, lo cual resulta bien lúcido pero incompleto. En efecto, no se trata de oponer el idealismo de Platón frente al naturalismo de Diógenes, pero tampoco al contrario; o mejor dicho, se trata de oponerlos para coimplicarlos y correlativizarlos.
Pues si Platón ha olvidado la descensión del mal, Diógenes ha olvidado la ascensión del bien. Se trataría entonces de coafirmar los contrarios coimplicados, buscando su mediación o remediación. Ahora bien, Comte-Sponville nos reconcilia divinamente con lo human, con esta vida y este mundo, con este espaciotiempo azaroso que vivimos, pero no nos reconcilia humanamente con lo divino de esta misma vida [12].
Cierto, lo divino para el filósofo francés está representado por Mozart, cuya música felicitaria celebra la gracia de la pura inmanencia mundana, olvidándose empero de su impresionante Réquiem escatológico, liminar, extático.
También concelebra nuestro filósofo el heroísmo de Beethoven junto a la ternura de Schubert y al sosiego de Brahms, pero se olvida sintomáticamente de Bach y su música religiosa y religadora, sacral y numinosa, mística en la interpretación de Furtwängler, mítica en la de Klemperer y romántica en la de Karajan. Y es que el romanticismo no le va a nuestro lúcido autor, el cual reniega de Schumann por su exceso de sentido y falta de verdad, por su melancolía y la exposición de una realidad dura y sin remedio. Con ello el filósofo ha presentado sus propias credenciales a la luz pública.
Comte-Sponville quiere enfrentarse a la dura verdad de la vida, pero cuando se la presentan como hace Schumann, la rechaza porque la ofrece sin remedios. Pero el remedio o remediación es precisamente el sentido (romántico), el cual actúa como una humanización de la verdad inhumana y, por tanto, como una encarnación.
El autor debería mantener la dualéctica entre verdad (ilustrada o racional) y sentido (romántico o sentimental), y no recaer en la unilateralidad de que “la verdadera vida es la vida verdadera”, olvidando el sentido de la vida como sentido consentido.
Entre lo trágico y lo irrisorio, dilema al que nos conduce la pura verdad de la existencia, el impuro sentido de la existencia nos conduce a mediaciones y pactos, puntos medios y transiciones, en fin a toda la gama de lo tragicómico o dramático típicamente humano, el cual no es ni trágico ni cómico sino precisamente medial y ambivalente.
El caso es que el hombre no puede quedarse en los extremos, aunque tampoco recaer en una ambivalencia sin mediar. Afirmar la ambivalencia es afirmar la doble valencia de lo positivo y lo negativo, de la verdad y la no-verdad, del sentido y del sinsentido, de la felicidad humano-divina y de la infelicidad animal o animalesca.
La mediación de esta ambivalencia o coimplicación de los contrarios remite al archisímbolo filosófico del Dios como coincidencia de opuestos (coincidentia oppositorum) en Nicolás de Cusa, lo cual representa la proyección de una reconciliación de los contrarios simbolizados radicalmente por la vida y la muerte. Una tal proyección simbólica sólo puede realizarse desde una cierta melancolía existencial, la cual trata dew superar la contradicción o cruz de la vida: supurar, digo, y no superar loca o heroicamente.
Ahora bien, donde el autor francés habla de aceptar lo real “porque lo real siempre tiene razón”, yo hablaría de asumir críticamente lo real porque lo real no sólo es racional, como quería Hegel, sino racional e irracional. Por otra parte, no comparto el que “la vida es buena y ella solo lo es”, ya que nuestra vida es buena y mala, y el autor lo sabe perfectamente.
Por eso es capaz de acoger la negatividad de la existencia, porque esa negatividad puede potenciar la positividad de la propia existencia. Por ello coincido en la positivización de lo negativo y en el enfrentamiento (afrontamiento, diría yo) de dicha negatividad, lo que el autor denomina decir sí al no, aunque sin olvidar correlativamente el complementario decir no al sí.
En efecto, el “sino” de la vida consta del sí y del no, del éxito y del fracaso, de la belleza y su pérdida. El sentido de la vida consiste entonces en la asunción del sinsentido, así como el triunfo consiste en encajar el fracaso, el amor en imbricar el desamor y la felicidad en coimplicar la infelicidad. Pero respecto al tema de la felicidad estoy más cerca de Nietzsche o Voltaire que del propio Comte, ya que la felicidad debe tener más en cuenta a la salud que la salud a la felicidad, y ello en nombre de la vivencia del cuerpo y la convivencia del alma.
Esta vivencia y convivencia no está reñida sino que se alía con cierta melancolía abierta, que el autor siguiendo a Freud prefiere denominar el trabajo del duelo de existir en este mundo y no en el otro, incluso aceptando la desesperanza o desesperación así asimilada:
“Freud llama trabajo de duelo a lo que yo llamo desesperación, y que consiste en aceptar la vida tal cual es, difícil y arriesgada, fatigosa, angustiante, incierta. Aceptemos sufrir y temblar. ¿Quién no teme a la enfermedad, a la vejez, a la soledad? Nada se termina nunca de adquirir. La fragilidad de vivir, la certidumbre de morir, el fracaso o el espanto del amor, el vacío, la eterna falta de permanencia de todo. Es la vida siempre desgarradora. Como decía Montaigne, “todo contento de los mortales es mortal”.
“Los hombres son desgraciados por razones a menudo muy respetables: porque viven con un hombre o con una mujer que ya no aman, que ya no los ama, o porque el compañero los engaña, porque trabajan en algo que los hastía o los agota, o bien porque carecen de trabajo, les falta dinero, tiempo, amigos, porque están inquietos por los hijos, por su futuro, porque están cansados, porque envejecen, porque tienen miedo de morir…”
“Vanidad de todo, verdad de todo: decepción, desilusión. El amor decepciona, el trabajo decepciona, la filosofía decepciona. Toda esperanza decepciona siempre, aunque se satisfaga, por ello la satisfacción con tanta frecuencia es agridulce. Pero más vale la verdad amarga que el almíbar de la ilusión. El que sólo amara la felicidad no amaría la vida y por ello se privaría de ser feliz. Por otra parte la dulzura del placer queda como potenciada por la amargura y la escasez”.
“Por eso hay que aceptar también esto: nuestra debilidad, nuestro temor, nuestra incapacidad de aceptar. La felicidad debe menos al coraje que al azar, lo que los griegos llamaban destino, lo que nosotros llamamos suerte (cuando nos sonríe). Así pues, ¿qué felicidad nos queda? La que sólo se encuentra a condición de renunciar, la que no se posee, la que sólo se da en el movimiento de su pérdida, como un amor liberado del amor, con su sabor a un tiempo amargo y dulce. Tal como la vida sabe a felicidad, la felicidad sabe a desesperación” [13].
Decíamos más arriba que la gran virtud de A. Comte-Sponville radica en reconciliarnos con la vida, con esta vida, y con el mundo, con este mundo, a pesar de todos los pesares y penares. Pero, como puede adivinarse por lo traído a colación, la reconciliación con esta vida se realiza a costas de la otra u otras, la reconciliación con este mundo se realiza a costas del otro mundo u otros mundos.
Su filosofía parece fundarse en el “cierre categorial” que G. Bueno adjudicó a la racionalización de lo real en su verdad, frente a la “apertura trascendental” propia de una filosofía abierta al sentido. Y bien, quizás con ello se trata de verificar la verdad de la vida, pero desde luego no el sentido de la existencia. El cual trasciende a la verdad porque la verdad es cósica o inhumana, óntica o reificadora, mientras que el sentido es ontológico o antropológico, humano y existencial.
En efecto, la verdad de la vida resulta mortífera porque consignifica la muerte como lo más verdadero, mientras que el sentido de la vida es vivificador porque simboliza el amor como contrapunto dialéctico y tan fuerte como la muerte. He aquí que la razón de la verdad puede ser refutada racionalmente, pero el sentido del amor como asunción de lo sentido (sentimiento o afección) es irrefutable precisamente en su trascendencia.
A este respecto tiene razón Comte cuando afirma freudianamente que la melancolía no acaba de aceptar la muerte, aunque yo diría que la asume críticamente frente al sí beato o bobalicón a la nada (nihilismo). Mi último reproche a la lúcida filosofía comtiana es que nos encierra en nuestra finitud e inmanencia, pero si bien uno asume dicha finitud y contingencia radical, no se cierra sino que se abre a la otredad. Como decía Epicuro nuestra vida es una ciudad sin muros o murallas, así que no los construyamos sino que la mantengamos abierta [14].
Pues bien, tanto la definición del amor como la de la muerte afirman la apertura radical a la otredad, en el primer caso; y la apertura a la otredad radical, en el segundo. Nadie nos quitará el dolor del amor y la muerte, aunque se pueda y deba paliar; mas nadie debería quitarnos o privarnos de la trascendencia del amor y la muerte, aunque se pueda y deba inmanentizar y humanizar.
Curiosamente tanto en el amor como en la muerte se realiza una pareja y radical relativización del ente y lo cósico, del mundo y la inmanencia, porque al cumplirla o afirmarla la niegan o sobrepasan. Y la sobrepasan precisamente en nombre de esa emergencia o trascendencia innombrable que Heidegger ha nombrado como el ser, es decir, el sentido latente o latiente, el sentido implícito o implicado (siquiera atravesado explícitamente de sinsentido). Pues sin romanticismo no se puede vivir, aunque de romanticismo tampoco.
Precisamente el Dios representa el sentido romántico de la existencia, a pesar del oscurantismo de tantas iglesias, aunque el Dios cristiano en la cruz representa también el sentido antiromántico de la existencia. El sentido crucificado entre dos ladrones, el bueno y el malo, el bien y el mal.