Se cuenta que Ana de Austria dio a luz a gemelos en 1638. Uno de ellos fue Luis XIV y el otro desapareció en cautiverio. La máscara usada por el prisionero misterioso no era de hierro, como se le mostró en una película, sino de terciopelo negro.
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La leyenda
A semejanza del símbolo de la paradoja que representaban los antiguos, es como una serpiente que se muerde la cola y uno de los grandes enigmas de la historia. El cine actual ha popularizado una versión, la más efectista de todas las que corren acerca del problema que vamos a tratar, según la cual el prisionero de la máscara de hierro, encerrado en la isla de Santa Margarita, frente a la playa de Cannes, no habría sido otro que el verdadero Luis XIV, despojado de sus derechos legítimos a favor de un hijo de Ana de Austria y de Mazarino. A pesar de su aislamiento, de su encierro, el príncipe desposeído se habría casado y tenido un hijo, el cual, trasplantado a Córcega, recibió allí el sobrenombre de <Buona Parte> y habría sido antepasado de Napoleón I, de tal suerte que los franceses en 1801, al aclamar a su nuevo señor, no habrían hecho sino rendir homenaje muy legítimo a un descendiente auténtico de la casa de Borbón.
Esta leyenda, cuya tosquedad no quisiéramos atribuir a la iniciativa de ningún agente oficial bonapartista, había de ser puesta desde luego en circulación en 1801. Una proclama de los monárquicos de la Vendée alude a ella en este mismo año. Según el especialista en investigaciones sobre la Bastilla, Frantz Funck-Brentano, los únicos documentos auténticos y relativos al célebre prisionero de la Bastilla conocido con el nombre de <Máscara de Hierro> se conservan en la biblioteca del Arsenal (manuscritos 5.133 y 5.134). Son los registros llevados por el lugarteniente del rey en la famosa prisión política de París, Du Juncas, donde están anotadas las entradas y salidas de los prisioneros y algunos detalles debidos a su detención. Se ve en ellos que el hombre de la máscara de terciopelo negro –según Funck-Brentano no hubo jamás tal máscara de hierro- entró en la Bastilla el 18 de septiembre de 1698, bajo el nuevo gobernador Saint-Mars, y murió allí el 19 de noviembre de 1703, después de un encierro de cinco años. Fue enterrado en el cementerio de Saint-Paul el 20 de noviembre del mismo año, con el nombre de Marchioli, y éste era el suyo verdadero, apenas deformado por una distracción del copista. Se trataba al parecer del conde Antonio Hércules Mattioli, llamado en los textos franceses Martioli, secretario de Estado de Carlos IV de Gonzaga, duque de Mantua.
Mattioli había traicionado a la vez a Luis XIV y también, al parecer, al propio duque, vendiendo a varias cortes extrajeras el secreto relativo a la adquisición por el rey de Francia de la plaza fuerte de Mantua. Fuedetenido, en plena paz, en territorio veneciano, mediante una emboscada, pues no se necesitaba menos para apoderarse de un elemento tan peligroso. El 2 de mayo de 1679 Mattioli fue encerrado en la fortaleza de Pignerol, de soberanía francesa, aunque situada en los Alpes italianos. De allí fue transferido a la isla de Santa Margarita, en el archipiélago designado comúnmente con el nombre de islas de Lérins, de donde se le envió a la Bastilla. El barón de IESS fue el primero que, en una carta fechada en Falsburgo el 28 de junio de 1770, ha querido identificar con Mattioli al prisionero enmascarado. ¿Qué puede haber de verdadero en esta cuestión, que ha apasionado siempre a los investigadores y que a principios de este siglo tenía ya en su haber más de cincuenta autores, vertiendo ríos de tinta sobre la incógnita? Los novelistas han hallado amplio pasto a sus invenciones, y su peligroso competidor el filme tuvo excelente materia para gastar kilómetros de celuloide, siempre rancio y siempre renovado.
Fue Voltaire, al parecer, el primero que comenzó a complicar las cosas. ¿Se decía que el prisionero de la máscara era Mattioli, un conde insignificante, un intrigante, un cualquiera? ¡Pues bien! El <patriarca de Ferney>, en su Siècle de Louis XIV, dice que Louvois, ministro de la guerra del Rey Sol, hablaba siempre de pie cuando estaba en la celda del misterioso prisionero. Los carceleros no le rehusaban nada de lo que pedía. Aquel hombre de rostro perpetuamente velado a las miradas de sus guardianes experimentaba una extraña afición a tener en su celda servicios de lienzo finísimo y encajes; tocaba la guitarra; se le daba una comida especial, exquisita; el gobernador de la fortaleza casi nunca tomaba asiento en su presencia. ¿De dónde obtuvo Voltaire estos extraños datos? ¿Eran inventados? Si fue así, no era él quien los inventó. Los tenía del sucesor de Saint-Mars en el gobierno de la Bastilla y también de un viejo médico de dicha fortaleza que había cuidado al prisionero sin ver jamás su rostro, aunque le había enseñado la lengua, como se hace con los médicos.
Una vez en la Bastilla
Después de su traslado de las anteriores prisiones, el extraño personaje estuvo relacionado con el padre Giffret, S. J., que durante nueve años fue confesor de los prisioneros. Gracias a este sacerdote conocemos por testimonio contemporáneo la exactitud y precisión del diario que llevaba Du Juncas acerca de los encartados. El médico afirma que el prisionero era hombre de agradable presencia -<admirablement bien fait>-, de piel algo morena, e interesaba a todos por el tono de su voz, no quejándose nunca de su situación, y no dejaba transparentar jamás quién pudiese ser. Cuando murió, en la fecha que dejamos indicada más arriba, fue enterrado al día siguiente, a las cuatro de la tarde, con el nombre de Marchioli, de cuarenta y cinco años de edad aproximadamente. El cuerpo fue inhumado en presencia de Rosarges, oficial mayor de la Bastilla, y del cirujano en jefe de la fortaleza, reilhe. Se dijo que al día siguiente del sepelio un desconocido sobornó al sepulturero para que desenterrase el cadáver y se lo dejase ver. Hecha la macabra operación, fue encontrado sin cabeza. ¡Una gruesa piedra la sustituía en el ataúd! Lo sospechoso de este relato es que su autor estaba demasiado enterado de otros detalles para que constituye un dato de confianza. <La cabeza había sido cortada en varios trozos después de ser separada del tronco, y éstos, enterrados en diversos lugares ocultos.> La cosa tiene un aspecto de candidez demasiado humilde para ser una falsificación de erudito.
El hecho de que el prisionero llevase una máscara parece no dejar lugar a dudas: la máscara era para ocultar su identidad (¿). No importa que haya en la historia otros casos de gentes que acostumbraban usar habitualmente una máscara, aunque no pensaban en ocultarse: Luis XIII la llevó durante algún tiempo mientras vivía su madre María de Médicis. Igualmente la llevaban las damas de honor de la duquesa de Montpensier, la esposa del mariscal de Clérambault y madama de Maintenón. Pero no se conose otro ejemplo de máscara impuesta a un prisionero. Esto es lo que ha formado la opinión de que debía tratarse de un personaje de alto rango social, tal vez de una persona de sangre real. En cuanto a la versión de que se trataba del hijo de Ana de Austria –un hermano mayor de Luis XIV-, se sabe que esta soberana tenía afición particular a poseer lencería fina y delicados ancajes. Esto debía utilizarlo A. L. Sardou en su obra Notice historique sur Cannes et l’ile de Lérins, cuando dice que el prisionero de Santa Margarita tenía también la manía de la lencería fina en su celda. Se intenta probar sin duda con ello una supuesta herencia psicofísica que sirviese para <demostrar> que el hombre de la máscara de hierro era, o podía ser, hijo de la madre de Luis XIV. Se cuenta también que durante los primeros días en que el prisionero estuvo en la isla, procedente de Pignerol, el gobernador Saint-Mars tenía tanto esmero en mantenerle incomunicado que le servía personalmente la mesa.
El plato de metal
Un día el prisionero logró escamotear un plato de la vajilla con que le servían y, tras grabar en él a cuchillo unas misteriosas palabras, lo arrojó por la ventana. El plato, que era de metal, no se rompió y cayó en manos de un campesino que andaba por los alrededores de la fortaleza, no sin ser visto por los centinelas, que capturaron a aquel hombre. Manteniendo algunos días a estrecho interrogatorio, le registraron y le quitaron el plato. Por fortuna para él pudo demostrarles que no sabía leer, y gracias a su analfabetismo salvó su cabeza. Voltaire decía haber oído contar esta anécdota a un tal Riouffe, ennoblecido más tarde por su brillante actuación en las guerras de Eugenio de Saboya. A consecuencia de esta aventura del plato, Saint-Mars mandó poner triple reja en la ventana del prisionero.
Durante el saqueo de la Bastilla en la Revolución (1789) no se encontró el menor rastro de los documentos relacionados con el hombre de la máscara. Se dijo que la hoja correspondiente al año 1698, año de la entrada del prisionero en la fortaleza, había sido cortada. Los que sostienen la teoría de que se trataba de un hijo de Ana de Austria deben demostrar antes dos cosas: primero, que la calumniada reina tuvo en realidad este hijo; segundo, que es identificable con el prisionero. Tampoco está demostrada la visita del ministro Louvois a la isla Lérins. Por aquella época Louvois estaba en cama con una pierna fracturada. ¡Enfadosa casualidad! Una vez en la Bastilla, el prisionero no fue objeto de ningún trato de excepción. La Bastilla era una prisión política donde, según el gobernador que había, se comía mejor o peor. La gente encerrada allí era toda ella de alto rango social. Se quejaban como se queja todo el mundo. Pero las comidas principescas y especiales a que se refiere la leyenda de la isla de Lérins parecen haber cesado al entrar en la fortaleza parisiense. Mejor dicho: parecen no haber existido jamás. Para determinar la nacionalidad del detenido un autor moderno ha hecho notar oportunamente que la costumbre de cubrirse con un antifaz o máscara era privativa de Italia: las personas encarceladas en Venecia por orden de los inquisidores de Estado eran llevadas enmascaradas a sus calabozos. Y Mattioli era italiano y había sido detenido precisamente en Venecia.
Fue un criado espía
Antes de llegar a los datos finales de este problema debemos presentar la tesis del investigador inglés Andrew Lang, para el cual el hombre de la máscara no es Mattioli, ni tampoco, como suponía Voltaire, el hijo de Ana de Austria, sino un tal Martín, criado de un espía francés al servicio de Inglaterra llamado Roux de Marsilly. El infeliz Martín, que no tenía más culpa que la de haber estado al servicio, mediante pago, de un enemigo de Luis XIV, sufrió prisión perpetua cuando su amo hubo sido capturado y muerto por los franceses. El criado habría entrado en la prisión con el nombre supuesto de Eustaquio Dauger.
Andrew Lang, en su libro Les mystères de l’Histoire (París, 1907, págs. 1 a 65), está convencido de que este criado es, en su humilde persona, la fuente real y verdadera de la parte de leyendas que corren a propósito del hombre enmascarado. Es posible que la misma víctima de las prisiones no supiese el alcance de los motivos que le ocasionaban tan riguroso tratamiento. Es también muy posible que a la larga el misteriosoencarcelamiento de aquel hombre, así como el de otro criado igualmente inofensivo, hayan sido simplemente el resultado automático de la burocracia francesa. Una vez enganchados en los engranajes implacables del sistema de cárceles, procesos, expedientes y secretomanía –lo que glosaba Quevedo: <dícenme siga y tiénenme encerrado>-, las dos víctimas quedaron indefinidamente prendidas en la despiadada maquinaria. Sufrieron inútilmente, sin saber por qué y sin que lo supiera nadie, pues ambos no habían sido más que simples comparsas en la oscura intriga del conspirador protestante conocido por el nombre de Roux de Marsilly.
La tragedia de éste es otra historia independiente de la del hombre de la máscara y no hemos de detenernos mucho en ella. Bastará decir que en 1669, mientras Carlos II Estuardo negociaba con Luis XIV un tratado secreto para restaurar el catolicismo en Inglaterra, Roux de Marsilly, hugonote francés, negociaba por su cuenta, con el ministro inglés Arlington y otros hombres de Estado británico, una liga protestante contra Francia. Cuando partió de Inglaterra para dirigirse a Suiza, en febrero de 1669, Marsilly dejó en Londres un criado llamado por él simplemente <Martín> y a quien, al ser detenido por los agentes franceses, cambiaron el nombre, así como al italiano Mattioli le llamaron <Lestang>.
El gobierno francés deseaba echar mano al criado porque las cartas de Marsilly prueban largamente que había servido de intermediario entre su amo, el conspirador hugonote, y los ingleses enemigos del catolicismo y de la dinastía Estuardo. Pero, como indica plausiblemente Lang, un criado puede servir de intermedio entre os conspiradores sin estar al corriente de sus intrigas, y Martín había protestado siempre con viveza de su ignorancia en los asuntos de que se le encausaba. Nadie le creyó, sin embargo, porque a veces demostrar ignorancia es más difícil que demostrar sabiduría. Además parece ser que antes de su detención, tal vez por jactancia, se había ido de la lengua, y esto le fue fatal. Marsilly, detenido por la policía del Rey Sol, fue públicamente torturado y ejecutado en París el 22 de junio de 1669. El 19 de julio su ex criado, al que llamaban Cauger, entraba misteriosamente en sus prisiones. No se sabe cómo lograron los franceses apoderarse de él. Es horrible pensar en el interminable encierro que sufrió en compañía de otros desdichados, algunos de los cuales perdieron la razón por la prolongada reclusión.
En 1680 ésta todavía duraba.
Martín llevaba encarcelado en Pignerol ya once años. El régimen a que estaba sometidos era atroz, pues, si bien no tenían tormentos corporales, estaban de continuo enjaulados entre cuatro paredes, condenados a ociosidad absoluta, sin un libro, sin un papel, incomunicados casi siempre, cosa suficiente para embrutecer o desesperar a cualquier ser humano. En 1687, es decir, cuando el infeliz Martín o Dauger llevaba ya encerrado dieciocho años, el gobernador Saint-Mars le trasladó a la isla de Santa Margarita después de un espantoso viaje en que anduvo durante doce días encajonado en una silla de manos, cubierta de fuerte tela, herméticamente cosida y sellada para que nadie supiese quién iba en ella. El misterio fue tal que se decía que allí iba un hijo del propio Oliverio Cromwell. No habría sido, pues, Mattioli, como creen algunos autores, quien hizo este molesto viaje de prisión a prisión, sino el valet martín. Al menos así lo cree Andrew lang. En su nueva sepultura de vivos, pocas son las noticias que se conocen de aquel desdichado hasta que en 1691 un ministro pide a Saint-Mars noticias del prisionero <a quien retenía desde hacía veinte años>.
Tenía que tratarse forzosamente del mismo. Mattioli no llegó a la isla de Santa Margarita hasta marzo de 1694. Igualmente cree Lang que el prisionero transferido a la Bastilla en 1695 era Dauger. Resumiendo los hechos o las presunciones del autor inglés, tenemos que el primero de julio de 1669 la policía secreta francesa busca al criado del conspirador Roux de marsilly. El 19 del mismo mes este hombre, atraído a Francia con engaños, es llevado a Dunkerque. ¿De dónde? No podía proceder más que de Inglaterra. Conducido a Pignerol, es tratado allí con tanto misterio que se le cree un mariscal de Francia cuando menos. En 1688 Dauger o Martín está en la isla de Lérins y se convierte de nuevo en la fuerte de toda clase de mitos. Le toman por el hijo de Cromwell o por el duque de Beaufort, antiguo rebelde contra Luis XIV en la guerra de la fronda y desaparecido misteriosamente en Creta después de una batalla. Beaufort es, dicho sea de paso, otro de los muchos candidatos al nombre de <Máscara de Hierro>. Afirma Lang que fue uno de los varios prisioneros hugonotes que había en Santa Margarita el que arrojó por la ventana un plato con unas palabras grabadas, para que lo leyese alguien que estaba en el exterior de la prisión. Este acto fue falsamente atribuido al hombre de la máscara. Es siempre Dauger, y no Mattioli, el núcleo alrededor del cual cristalizan los mitos.
Pero el autor inglés no sabe cómo explicar el hecho de que el prisionero o, mejor dicho, uno de los prisioneros enmascarados, muerto en 1703, fuese enterrado con el nombre de Marchioli. Sus objeciones obstaculizan, pero no prueban de modo concluyente nada. No hacen sino debilitar la otra tesis apoyada en documentos de la Bastilla, y considerados los únicos irrefutables, aunque sean escasos.
¿Se aclara el enigma?
Alguien ha pretendido, en medio de tantas oscuridades, abrir una ventana para que penetrase la clara y prosaica luz del día en la tenebrosa mazmorra. Este alguien ha sido Frantz Funck-Brentano, quien, según textos hasta él inéditos, afirma que el prisionero enmascarado fue encerrado en compañía de otros, con los cuales sin duda pudo comunicarse libremente. Si esto es cierto, el misterio, basado en el aislamiento de nuestro hombre, cae por su base. Subsiste, a pesar de todo, el problema de la máscara y sobre todo el de la identificación. Si los prisioneros vieron y trataron a Mattioli, o a quien fuese, no nos han transmitido su testimonio. El misterio con que Luis XIV rodeó aquel asunto continúa existiendo, aunque no se explicaría por las razones que aduce Voltaire –adulterio de Ana de Austria con mazarino-, sino para que no se supiera que el rey de Francia había violado el derecho de gentes al secuestrar a Mattioli de territorio veneciano. Funck-brentano se pronuncia por la identidad del enmascarado con el italiano y hasta ahora los estudios de este especialista (Légendes et Archives de la Bastille, París, 1921) se consideran como los más serios y documentados en tal cuestión. Pero la existencia de la incógnita, confesada en los mismo documentos que Funck-Brentano considera irrefutables –los registros del gobernador de la prisión Du Juncas, que no parecía conocer al prisionero-, constituye un positivo e irritante enigma que dará siempre materia a incesantes hipótesis.
http://perso.wanadoo.es/e/elarchivador/Enigmas/La_mascara/La_mascara_de_hierro.htm