Un concepto plausible de libertadEn toda discusión sobre el libre albedrío, la alusión al experimento de Libet es obligada. El estadounidense Benjamin Libet fue pionero en el estudio científico de la conciencia. En 1965, los alemanes Hans Helmut Kornhuber y Lüder Deecke descubrieron el denominado “potencial de disposición” (
Bereitschaftspotentialen alemán,
readiness potential en inglés), alteración eléctrica en algunas regiones del cerebro que antecede a la realización de una tarea concreta.Este umbral anticipatorio de la decisión futura suscitaba numerosos interrogantes neurocientíficos y filosóficos, por ejemplo su nexo con la conciencia: ¿es el sujeto consciente antes de tomar una decisión, o su conciencia le adviene con posterioridad, de manera que la elección se desarrolla por cauces inconscientes y sólo después se asimila conscientemente? ¿En qué momento, en definitiva, surge la intención del sujeto que le hace decantarse por una posibilidad u otra?
Podemos percatarnos de la relevancia de esta pregunta, porque incide en el núcleo del problema de la libertad: si yo no soy consciente de mis decisiones, no es legítimo que me considere libre; el conjunto de mis acciones, la trama de mi vida, el producto más egregio de mi subjetividad, será entonces el fruto de procesos inconscientes sobre los que no poseo un control definido. No será mi arbitrio, sino el de fuerzas ajenas a mí el que rija mis destinos.
En los años ’70, Libet diseñó un ingenioso experimento para medir la génesis de ese potencial de disposición. Si existe la conciencia, debe haber una demora entre la toma de la decisión y su ejecución física, motora. A los sujetos involucrados en el experimento se les pedía que moviesen la muñeca y que indicasen, en un reloj, el instante en que habían optado por ejecutar esa acción motora. El experimento satisfacía las más altas exigencias de control y precisión, pues a los participantes también se les había examinado sin llevar a cabo movimientos voluntarios pero sometidos a tenues estímulos en una de sus manos.
Un electroencefalograma, cuyo electrodo se ubicaba sobre las cortezas motora y premotora del hemisferio cerebral opuesto a la mano accionada, registraba las señales eléctricas neuronales; un electromiograma detectaba los músculos activados durante el desempeño de esa tarea. Se comprobó que el potencial de disposición se alcanzaba aproximadamente 550 milisegundos antes de activarse el músculo. La conciencia de albergar una intención se manifestaba unos 200 milisegundos antes del movimiento del músculo [2].
Incluso si tenemos en cuenta los errores de medida, el experimento de Libet muestra que el proceso de toma de decisiones comienza antes de que seamos conscientes de haberlo iniciado: en una fracción de segundo previa a mi conciencia del deseo de ejecutar este u otro movimiento, algo ha sucedido ya en mi cerebro; una señal se ha activado sin mi aparente aquiescencia.
Para autores como Patricia Churchland, el experimento de Libet ha puesto de relieve que la toma de decisiones se realiza con anterioridad a que el sujeto adquiera conciencia de su elección específica [3]. Cabe, sin duda, interpretarlo como una negación del libre albedrío, pero también cunde la sospecha de que la demora detectada únicamente se refiere al tiempo que el sujeto tarda en verbalizar su decisión: nuestro cerebro no puede atrapar el tiempo que media entre la articulación lingüística de su percepción y la conciencia real de querer una cosa [4].
En cualquier caso, y más allá de las interminables discusiones hermenéuticas sobre las conclusiones que hemos de extraer del experimento de Libet, lo cierto es que la ciencia ha atesorado evidencias incontestables de que muchas acciones relevantes para la vida del individuo pertenecen a la esfera de lo inconsciente.
Podría ocurrir que la decisión inconsciente se escogiese de antemano y luego se asumiera conscientemente. Las aportaciones de Freud son, a estos efectos, esenciales, y aunque la investigación contemporánea en el ámbito de las neurociencias se sienta liberada de muchos postulados psicoanalíticos inverificables, desde que Freud destronara la conciencia del pedestal hierático al que la habían elevado filósofos como Descartes y Kant, todo análisis sobre la conciencia humana debe conjugarse con el examen de su inconsciente.
El estudio de lo inconsciente puede ahora conducirse desde una perspectiva estrictamente neurobiológica, y muchas de las intuiciones alumbradas por Freud y expresadas con brillantez en sus escritos más influyentes quizás encuentren acomodo en el marco neurocientífico del futuro, tal y como ha señalado Eric Kandel, galardonado con el premio Nobel de medicina por sus investigaciones en torno a las bases neurobiológicas de la memoria y el aprendizaje [5].
Perfiles filosóficos del concepto de libertad
No hemos de olvidar que las discusiones sobre la relación entre la materia y el espíritu se han visto muchas veces contaminadas por el espectro de una falacia de tintes dualistas: la de atribuir a cualquier facultad elevada de la mente características que, en la práctica, la identifican con las propiedades de un ser divino. Por ejemplo, en numerosas ocasiones, al hablar de “libertad”, muchos filósofos se han adherido -velada o explícitamente- a una idea de reminiscencias deíficas.
La rígida contraposición kantiana entre naturaleza y libertad en realidad remitía a la diferencia entre el mundo y un Dios trascendente, dotado de omnipotencia y omnisciencia. Ese poder absoluto, que el metafísico debería circunscribir a Dios, lo extrapola a todo bípedo implume que camina sobre la faz de esta anécdota cósmica que es nuestro planeta, elevada a semejante privilegio filosófico por el simple hecho de que en su seno hayan despuntado las semillas de la vida y del pensamiento. Llega a creer que en la frágil libertad del hombre resuenan los ecos de la auténtica e irrestricta libertad, cuando sólo un ser infinito podría ostentarla.
Las argucias cuasi sofísticas que impregnan muchas de estas discusiones emergen con nitidez, pues nunca soy absolutamente libre. La libertad entraña un límite cognoscitivo, una asíntota hacia una supuesta autonomía divina que sí cabría calificar de verdaderamente libre, pues podría autodeterminarse ante cualquier estímulo, podría exonerarse del cumplimiento de las leyes de la naturaleza y en ningún momento se encontraría condicionada por el pasado, el presente y el futuro.
Sin embargo, el hombre no es libre en el sentido metafísico, “absoluto”. No es un Dios encerrado en un cuerpo perecedero, en cuya interioridad sí subsiste una libertad verdadera, enclaustrada, eso sí, en una cárcel de materia que le impide desplegar la totalidad de sus virtualidades. No ha caído de ningún carro alado que surque cielos de perfección.
La pujanza del imaginario órfico-pitagórico y platónico es enormemente tentadora. Como me juzgo dueño de mí mismo y de mis actos mentales, creo que ese poder sobre mí mismo goza de una realidad tan vigorosa que me desata de las cadenas de la necesidad natural. Pero nunca soy absolutamente libre. No soy libre en la acepción metafísica que tantas dificultades ha generado. Ni siquiera podría entender el significado de la expresión “libertad absoluta”, esto es, la idea de una indeterminación absoluta que me facultara para escoger arbitrariamente cualquier cosa y en cualquier instante.
Las constricciones espacio-temporales, así como la propia imposibilidad de comprender nociones como “infinito” e “ilimitado”, meras extrapolaciones que efectúa la mente humana pero en torno a las que siempre navega en mares de oscuridad e ignorancia, deberían hacernos sospechar que la noción de un “sujeto libre”, opuesto a la naturaleza pero enigmáticamente dependiente de ella en todos sus resortes, nace de la propia mente, y carece de correlato real.
No tenemos evidencia alguna de lo infinito. Una esfera es epistemológicamente infinita: puedo recorrerla infinitamente, aunque no sea materialmente –ontológicamente- infinita. No consta de una infinitud de materia. Sólo mediante el pensamiento (que no es infinito, pues jamás se prolonga infinitamente en el tiempo) camino irrestrictamente sobre su superficie sin toparme nunca con un confín.
Si por “infinito” convenimos en designar lo que desborda todo límite, de inmediato nos percataremos de que esta noción consiste en una imagen evanescente, inspirada en las entidades finitas que capta el hombre.
Como siempre puedo imaginar un “más”, un objeto ulterior, extiendo esta habilidad a la realidad y, antropomorfizándola, llego a creer que ese arcano infinito concebido por la mente existe en la realidad. Sin embargo, imagino un “más” porque, en el transcurso de una vida, siempre puedo figurarme ese espacio que rebasa toda frontera dada, pero si no existiera el hombre, ¿cómo podría saber que existe lo infinito? ¿No es más verosímil conjeturar que nociones como las de infinito, vacío y negación emergen de la actividad creadora de la mente, mas no subsisten por sí solas en una especie de mundo platónico de ideas?
Las impenetrables ambigüedades de éstas y de otras categorías, útiles, ciertamente, en los dominios de la lógica y de la matemática, pero fuentes de perplejidad y desconcierto cuando las aplicamos al cosmos físico, deberían sembrar en nosotros un recelo fecundo ante su supuesta realidad metafísica, porque siempre que nos afanamos en diseccionar los entresijos que esconden estas ideas, nos topamos con dificultades insolubles. Como ponen de relieve las paradojas de Zenón de Elea, todo, incluso la porción más minúscula de la materia, es susceptible de considerarse infinito.
Claro, potencialmente infinito, como adujo Aristóteles, pero la palabra “potencial” es un artificio de la mente, una concesión a la psicología humana. En la naturaleza sólo veo realidades, “actualidades” que fluyen en el espacio y en el tiempo. Es la mente, incapaz de percibir el cuadro completo del universo, desprovista de una inteligencia suprema que agote detalles y totalidades, la que requiere de esas construcciones conceptuales para representarse lo que en el mundo siempre constituye un acto sumido en el espacio y en el tiempo.
Libertad en el marco de constricciones naturales
En definitiva, nunca soy absolutamente libre, por lo que la noción de libertad heredada de las grandes tradiciones filosóficas flaquea irremisiblemente. El conjunto de mis elecciones discurre siempre entre opciones de probabilidad disímil, pero equipotenciales en términos físicos: podría escoger cualquiera de ellas sin violar los principios fundamentales de la termodinámica, como el de conservación de la energía [6]. No me impongo entonces sobre el mundo. No decreto un acontecer de la naturaleza que conculque las leyes más profundas descifradas por la ciencia.
Condicionado por estímulos y memorias, por una biografía, por una genética, por un entorno, por una emotividad insoslayable, por un aprendizaje que ha modelado, en gran medida, mi visión del mundo (aunque nunca de manera irreversible, pues siempre puedo modificar mis opiniones y cribarlas con el filtro de la racionalidad), decido hacer esto o aquello, opto por tal o cual objeto, emprendo una u otra tarea.
Para la naturaleza es indiferente qué elección asuma: todas son equipotenciales energéticamente, por todas podrían deslizarse los senderos del mundo sin violentar las leyes de la física y de la química.
De hecho, puedo imaginar una quiebra en el seno de esas leyes, pero sólo porque las parcelas de mi fantasía operan mediante imágenes fácilmente yuxtapuestas, accesibles a toda clase de combinaciones (aunque también proliferen los impedimentos lógicos, pues no puedo imaginar un círculo cuadrado, o cualquier otra idea contradictoria).
Soy libre, por tanto, dentro de las constricciones que permite la naturaleza: es una libertad que, dada su finitud, no es una auténtica libertad metafísica, y no presenta mayores problemas para el entendimiento científico. Mis elecciones, más allá de sus condicionamientos, no nacen entonces de un sujeto libre, desasido del mundo, que en cada momento promulga las direcciones por las que ha de transitar la naturaleza, sino de un cerebro capaz de sincronizar las actividades de múltiples regiones, jerárquicamente organizadas y en constante retroalimentación.
El cerebro, sede de la subjetividad (sobre todo el córtex prefrontal, como advirtió lúcidamente Sir Charles Sherrington) [7], jamás vive aislado del mundo. No se enfrenta al mundo: es parte del mundo, una cúspide de complejidad evolutiva, pero un elemento del mundo.
Todas las evidencias científicas apuntan a un hecho: quien decide es la corteza prefrontal retroalimentada por percepciones y memorias [8]. En ningún instante se detiene la gigantesca maquinaria del mundo y de la vida como para verme legitimado a sostener que el yo se enfrenta al mundo: el yo es mundo, es una síntesis conceptual que la mente humana elabora para aislar sus notas específicas de otras propiedades que también integran el funcionamiento del mundo.
El sujeto consciente puede pugnar contra el mundo y enajenarse de la naturaleza, pero sólo en el seno de su imaginación. Como no se produce una paralización física del mundo, del espacio y del tiempo, no cabe apelar a una instancia subjetiva que realmente tome decisiones. Incluso en las elecciones más meditadas, allí donde la reflexividad brilla con una luz más pura y exuberante y crece la impresión de que podemos despojarnos de las sujeciones mundanas, cuando las analizamos con mayor cautela, advertimos que nunca desembocan en una alternativa binaria irreducible, como si nada de lo que he escogido hundiera sus raíces en el acontecer del mundo.