Renovación del discurso teológico
El enfoque propiamente teológico de esta cuestión requiere responder desde la revelación divina. Esta es la norma de toda teología que pretenda ser tal. Si la teología cayera en la tentación de buscar sus respuestas desde la sola razón, dejaría de ser teología, se convertiría en filosofía y, por cierto, en mala filosofía.
Lo propio y específico de la teología es obtener respuestas, que ciertamente tendrán que presentarse ante el tribunal de la razón, pero cuya fuente es la autocomunicación de Dios que llamamos revelación, presente en la Escritura y la Tradición. Este es su enfoque y su aportación específica.
Nuevo enfoque
Para un enfoque teológico sobre cualquier cuestión, es imprescindible además partir de dos principios fundamentales. El primero es el de concebir la revelación de Dios como una revelación progresiva. Tener en cuenta este principio implica que al tomar en consideración el texto bíblico somos conscientes de que cada texto no es sino un momento de esa revelación, una luz parcial sobre una cuestión, pero que solo se comprende adecuadamente si se lo sitúa en el camino de desvelamiento progresivo y a la luz de la plenitud de la revelación, que es Cristo.
El segundo principio es el de la comprensión progresiva de la revelación. Para los cristianos, la revelación ha llegado a su plenitud con Jesucristo. Pero eso no quiere decir que la Iglesia y los cristianos ya comprenden perfectamente toda la profundidad del misterio revelado. La acción del Espíritu Santo en la Iglesia no es superflua, sino que él va ayudando a los creyentes a comprender cada vez mejor lo que se nos ha manifestado en Cristo.
Teniendo en cuenta estos dos principios, se comprenderá mejor nuestro planteamiento teológico. Pretendemos, primero, recorrer brevemente el camino progresivo de la comprensión del tema por el hombre bíblico; en un segundo momento, observar cómo la teología hoy sigue ofreciendo nuevas luces sobre la cuestión y posibilita una renovación de las ideas.
La pregunta es ¿es Dios omnipotente?; y la respuesta es la creación como kénosis. Al concebir una creación como una acción de Dios en kénosis, creemos explicar cómo puede ser Dios omnipotente y a la vez que el mundo se haga a sí mismo a través de una evolución con leyes propias y no previamente programada.
Esto nos permitirá comprender que el progreso y el éxito, pero también el azar, las extinciones y el sufrimiento, se integran coherentemente en la acción creadora de un Dios que hace al mundo hacerse, dejándole espacio para existir con una dignidad propia.
Kénosis en el Antiguo Testamento
La palabra griega kénosis significa autovaciamiento o autoenajenación. El Nuevo Testamento la usa para describir lo que el Verbo de Dios ha realizado al encarnarse y al hacerlo en una vida humana entregada hasta la cruz. En su vida verdaderamente humana, el Hijo de Dios, de condición divina, se despoja de la forma gloriosa que le corresponde. Dicho de otra manera, en la encarnación y la cruz, Dios, que es sin límite por definición, paradójicamente, se autolimita.
En el Antiguo Testamento, el concepto de kénosis no es aplicado a Dios, que más bien es presentado como el Todopoderoso [4]. Pero tampoco se puede decir que sea una idea totalmente extraña. En el profeta Oseas, Dios aparece como el Esposo traicionado que perdona con misericordia, un modo de expresar que ciertamente Israel es consciente de cómo frecuentemente ha abandonado a su Dios, y en consecuencia cómo Dios acepta un mal que le afecta, al menos en tanto que su voluntad no es seguida por la criatura y Él mismo es objeto de rechazo.
Es interesante aquí observar la evolución de las ideas sobre Dios que hay entre dos hitos de la literatura bíblica: el libro de Daniel y el libro de Job. En el libro del profeta Daniel encontramos historias que una y otra vez transmiten la idea de que Dios no abandona al justo. El mismo Daniel, echado al foso de los leones, salva la vida milagrosamente de unos animales que no osaron tocarle (cf. Dn 6). Eso sucede a todas luces porque Dios protege a su siervo fiel. La misma idea es la que observamos en la historias de los tres jóvenes echados al horno de fuego (cf. Dn 3) y de Susana, la bella mujer de Joaquín (cf. Dn 13).
Sin embargo, muy diferente es la forma de actuar de Dios que se describe en el libro de Job. Aquí vemos, a diferencia del libro de Daniel, que Dios no protege al justo, Dios no hace nada ante la acumulación de desgracias que sobrevienen a un siervo bueno y fiel. A todas luces, la historia que se nos cuenta en el libro de Job es más fácil de aceptar que las del libro de Daniel, ya que es más análoga a nuestra experiencia personal e histórica, esa que nos enseña que con frecuencia al justo le va mal y al malvado le va bien en la vida. Esa experiencia a Job le lleva a comprender el misterio inabarcable de Dios, pero a otros les conduce a imaginar un Dios malvado o simplemente a postular su impotencia, que en la práctica es lo mismo que su inexistencia.
Al menos una conclusión se deriva de este breve repaso de algunos hitos del Antiguo Testamento: no nos salimos de la experiencia bíblica cuando ponemos en crisis un concepto simple e ingenuo sobre la omnipotencia de Dios. Este fue también un problema veterotestamentario, pese a lo claro que con frecuencia nos parece que el Dios del Antiguo Testamento es un todopoderoso invencible.
Esta constatación al menos nos libra de una doble ingenuidad: la de pensar que es una cuestión planteada originalmente por el ateísmo moderno, y la de pensar que es una cuestión contemporánea. La Iglesia es consciente de este problema, y por eso el Catecismo, tras describir al Todopoderoso, se refiere al «misterio de la aparente impotencia de Dios» [5].
Kénosis en el Nuevo Testamento
Pero donde el concepto de kénosis aplicado a la forma de actuar Dios adquiere carta de naturaleza es en el Nuevo Testamento: Jesús de Nazaret, Hijo de Dios, crucificado, va más allá de todo lo esperable. Desde luego esta idea está muy lejos del Dios descrito en Daniel, algo más próximo al Dios de Job, pero todavía inimaginable para éste, como para cualquier idea espontánea que los hombres tenemos sobre Dios.
Aquellos hombres que al pie de la cruz increpan a Jesús diciéndole que baje de ella y entonces creerán (cf. Mt27, 39-42) no están simplemente burlándose de un desgraciado, sino que están haciendo teología: están diciendo que, según su concepto de Dios, el crucificado no puede ser el Mesías. Desde su perspectiva teológica, Dios no permitiría que el justo sufriese tal suplicio, y menos aún su Hijo único. Que Dios haya permitido tal atrocidad, para ellos confirma la sentencia del juicio religioso por blasfemia.
También el cristiano, el seguidor de Jesús, se enfrenta con el escándalo de la cruz. González de Cardedal ha dicho que este es uno de los problemas más difíciles del origen de la Iglesia. No era en absoluto evidente que la muerte de un crucificado pudiera ser evangelio, buena noticia [6]. Sin embargo, lo fue, como podemos leer en la carta a los Filipenses:
«Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de si mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 5-8).
En la misma línea, el evangelista Juan también habla de la buena noticia de la entrega del Hijo: «porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).
La encarnación del Hijo de Dios, que tiene su expresión más radical en la muerte de Cristo es la mayor actuación kenótica de Dios en el mundo, y paradójicamente, en esta acción kenótica se manifiesta para la teología cristiana la omnipotencia de Dios:
«hay que intentar comprender el rostro del Cristo crucificado, figura de debilidad y de pobreza, de pasión y de compasión. En él tenemos la fragilidad de Dios fruto de su omnipotencia y de su misericordia, que se dan hasta el límite sin exigir nada, esperando en el dolor y la derelicción que las entrañas pétreas del hombre se conmuevan y disuelvan. Su silencio, su inocencia, su soledad y su desvalimiento son las únicas armas con las que Dios actúa en el mundo» [7].
El teólogo R. Guardini, tras haber hablado de la novedad que supone un Dios personal, añade otro elemento, a saber, que Dios ama al hombre y, dado que amar seriamente en el plano humano supone afrontar un destino, esta expresión es también aplicable a Dios [8].
González de Cardedal nos hace ver que esta forma de actuar Dios en la encarnación no es del todo nueva, ya que de algún modo también actuó Dios así en la creación. La forma de actuar Dios en Jesús es clave para comprender cómo actuó Dios desde el principio. Este teólogo dice que existir en el mundo de manera histórica y finita por la encarnación implica ponerse «a merced del mundo» [9]. Pero, añade, en cierto sentido, este riesgo ya lo asumió Dios al crear seres libres y también al establecer alianza con un pueblo [10].
Kénosis y amor trinitario
Otro gran teólogo contemporáneo, H. U. von Balthasar extrayendo las consecuencias trinitarias de la encarnación, nos dice que dejar espacio al otro es condición del amor verdadero. En ese sentido, en la encarnación y la creación se realiza en el tiempo lo que la Trinidad es eternamente: amor. Esta idea supone todo un replanteamiento de nuestra concepción de Dios:
«viraje decisivo en la visión de Dios: de ser primariamente “poder absoluto” pasa a ser absoluto “amor”. Su soberanía no se manifiesta en el aferrarse a lo propio, sino en el dejarlo. Su soberanía se sitúa en un plano distinto de lo que nosotros llamamos fuerza y debilidad. El que Dios se despoje en la encarnación es ónticamente posible porque Dios se despoja eternamente en su entrega tripersonal» (H. U. von Balthasar, «El misterio pascual», en MS, III-2, 157)
Dios es un misterio de autodonación mutua, es decir, un misterio de amor. Por tanto, lo que se revela en la cruz es la naturaleza misma de Dios: «…al servir y lavar los pies a su criatura, Dios se revela en lo más propio de su divinidad y da a conocer lo más hondo de su gloria» [11].
En la misma línea, O. González de Cardedal señala que la encarnación manifiesta para los cristianos el ser de Dios; no solo es meta de la creación en cuanto realización suprema de lo humano, sino también la forma en que «Dios ha llegado hasta su posibilidad máxima como Creador y así a la culminación de su ser» [12].
Este autor ha unido la propuesta de K. Rahner de que la encarnación es la máxima realización de la esencia humana como entrega [13] con el esfuerzo de pensar a Dios como amor que ha hecho Balthasar, desde la interpretación de la entrega kenótica [14]. Por eso, González de Cardedal dice que «la forma histórica en que Cristo vivió su destino particular de Hijo de Dios encarnado revela el ser de Dios y el ser del hombre, su pasividad y condescendimiento (descenso, condescendencia, kénosis)» [15]. Se entiende así que la cruz le parezca un hecho tan fundamental en la manifestación del ser de Dios como amor, y establezca una relación tan directa entre la muerte de Cristo y el ser mismo de Dios:
Dios estaba implicado en la muerte de Cristo ofreciendo reconciliación a los hombres. Esta es una afirmación histórica particular a la vez que una afirmación teológica trascendental. Dios no puede ofrecer reconciliación real en la cruz de Cristo si no está en él, si no es inherente a él y, por consiguiente, si en alguna manera Cristo no está exponiendo y expresando el ser mismo de Dios. Hay una equivalencia de realidad y de acción entre el ser de Dios y la muerte de Cristo. Dios dice quién es muriendo con nosotros y por nosotros en Cristo [16].
El teólogo jesuita J. I. González Faus ha escrito que por la encarnación, la realidad adquiere un valor absoluto en el sentido de que nuestra relación con Dios no tiene lugar ya mediante la huida de la realidad, sino a través de ella.
Asimismo, por la muerte de Cristo, la realidad, que se nos presenta con frecuencia realidad crucificada, no representa ya la ausencia de Dios, sino que esta aparente ausencia se torna forma de presencia: anonadada, doliente e interpelante. Por la resurrección, la realidad se nos presenta como futuro, como creación en proceso, como historia, una historia en la que al sanar el dolor del otro llegamos a participar de Dios que es amor. Por eso, las palabras de Jesús en Mt 25 no son para él metafóricas: el vaso de agua que se da al sediento realmente alcanza a Dios [17].