Paul Ricoeur afirma que “el ‘yo’ se pone, o es despuesto”… Está clarísimo en Luhmann, Habermas y en Odo Marquard, que no puedo desconocer las instituciones, los derechos y los principios de la modernidad. Mi conciencia está obligada a conocer y a pensar para decidir y actuar.
La realidad de cada sujeto está dada por el “yo”, que es la evidencia de que existo. Por la “conciencia”, que es la certeza sensible de mí mismo y de mis actos. Y por el “entorno”, el mundo que me rodea y en el cual vivo.
Pensar en quién soy, darme cuenta de todo lo que me concierne, y sentir y reconocer que sobre mi persona inciden otros individuos, la sociedad, el tiempo, el espacio y la historia, son los problemas con los que me enfrento. Problemas que no puedo evitar, a menos que sea un ignorante o un perfecto cínico.
La ignorancia sufre, pero no puede explicarse el origen de su desdicha. No elige ni decide con conocimiento. El cinismo proviene de la duplicidad del carácter, de la hipocresía en su ubicuo accionar. La moralidad del ignorante está en su inocencia. La inmoralidad y amoralidad del cínico obedecen a su egoísmo, desmedida ambición y desvergonzada falsedad.
La conciencia es la bisagra del “yo”. El entorno, el imaginario colectivo que lo califica o lo hunde en la ciénaga del desprecio.
La conciencia de sí mismo
El ser humano es pura conciencia de sí mismo. Nuestra existencia es un espejo de cuanto hacemos y pensamos. Nosotros somos un artefacto que tiene en su propio proceso mental la medida y la noción de sus actos. No tenemos naturaleza, en el sentido de una entidad autorreferencial por el simple hecho de vivir, sino conciencia. Una percepción y una capacidad de pensar sobre el mundo, incluyendo nuestra experiencia, que nos distingue, nos hace Ser.
Lo más cercano a la realidad es la conciencia de nosotros mismos. Es nuestra mismidad en relación al entorno, humano y material, sistema y estructura. Al abrir los ojos y proyectar nuestra mirada, en el sujeto actuante y que medita está nuestro propio yo, el estado de ánimo, el sentimiento, la esperanza. Luego aparecen los otros, las cosas y los acontecimientos.
Pero esta conciencia de sí mismo es, sin embargo, la extensión juiciosa de lo que somos. La forma en que vivimos, los conceptos que elaboramos sobre la existencia y los problemas, son las ideas y las nociones que van configurando, en el proceso de la vida cotidiana, nuestra conciencia. Ésta es una relación entre mi subjetividad y el mundo, operacionalizada por el cerebro. John Searle, el filósofo norteamericano, sostiene que nuestra inteligencia procede de esa unión entre nuestra mente y el mundo físico. Unión enriquecida por la acción, la reflexión y la experiencia directa (incluyendo la producida por la emoción y la sensibilidad), que van jalonando los contenidos de nuestra conciencia.
Dice John Searle: “La conciencia es el hecho central de la existencia específicamente humana, puesto que sin ella todos los demás aspectos específicamente humanos de nuestra existencia—lenguaje, amor, humor y así sucesivamente—serían imposibles”. Y ella, la conciencia, y los fenómenos mentales, ya sean conscientes o inconscientes, están causados efectivamente por procesos que acaecen en el cerebro. En el “alma”, decían Platón y Aristóteles, y en el “espíritu”, Kant y Hegel.
Posibilidad de ser más
Como fuere, nuestro propósito es plantearnos el problema de la conciencia sobre nosotros mismos. Sobre lo que hacemos y somos. Si bien nuestros actos y nuestra existencia están condicionados por el medio social en el que vivimos—el Estado, el país, la cultura—, nuestro saber y nuestra capacidad dependen de la formación con la que estructuramos nuestra personalidad. Formación jamás acabada, conclusa, en tanto “posibilidad”, considerando que sin una constante retroalimentación de informaciones, conocimiento y renovación de experiencias, esa formación no sólo se estanca, se fosiliza, sino retrocede a niveles de repetición o, peor aún, de involución. La inteligencia abierta al crecimiento, a la acumulación mayor de saberes, es a un tiempo una conciencia activa, dinámica, en interacción permanente y analítica con el mundo y con la ciencia, las verdades y las hipótesis que se vienen formulando.
En el orden de la superación humana, de ser cada vez mejor, más íntegro, más confiable, persona digna de respeto y admiración, la conciencia de sí mismo es fundamental. Ese tenerse en cuenta entre los valores, entre los principios que dimensionan la calidad de la vida humana de nuestro tiempo, es la aprehensión que nos permite evaluar, situar y precisar—y también corregir, perfeccionar—nuestra conducta y personalidad. Sin ese buceo en las profundidades de nuestro ser, difícil será contrastar nuestro propio yo con los otros, y sobre todo con las exigencias de “ser más”.
La angustia que nos interpela: ¿Qué hago para ser mejor? y ¿qué se requiere para mejorar?, es la condición subjetiva para superarse. El simple estar, el sobrevivir según la inercia de la vida que nos ha sido dada, supone conformismo, finitud de nuestra expansión humana. ¡Fíjense qué terrible es ser refractario al crecimiento de la excelencia en el caso de un profesor o de un político! Tiene consecuencia nefasta para la educación y la sociedad. Para ambos, el no procurar ser mejor y saber más constituye una actitud negativa que incide sobre el ámbito societal. Y de ese modo la inconsciencia de su responsabilidad termina siendo un perjuicio para sus respectivas actividades y la sociedad, su entorno inmediato.
Por eso Paul Ricoeur afirma que “el ‘yo’ se pone, o es despuesto”. Al no lograr la consistencia de su ipseidad, el “yo soy”, su identidad (el “así me ven”), se destiñe, pierde su distinción y se autoanula en “un ser nada”. Este deponerse ocurre cuando se ha generado expectativa sobre este sujeto que soy yo. Pero si en el proceso en el que doy cuenta de mi eticidad defraudo, miento o exhibo mi inutilidad, devengo en un ser repudiable. La verdad fatalmente desnuda esa apariencia de ser que, en definitiva, es un vacío del ser-ahí.
Acción sobre el sistema
El entorno en que vivimos es un sistema. Y aunque su estructuración sea débil y vulnerable, opera siempre de dos maneras. “El sistema es la forma de una distinción—aclara Niklas Luhmann—que tiene dos caras: el sistema (como el interior de la forma) y el entorno (como el exterior de la forma)”. En virtud de ello, la realidad de la vida personal y social “reside ahora en las operaciones del sistema”. En el espacio interno a mi personalidad actúo y puedo también interferir en su formalización, ya sea para mejorarlo, profundizarlo, o para introducir cambios que modificarán su dirección histórica. Esto es, respecto a la diferencia que tendrá del pasado en el futuro. Para ese fin, como actor social o político, no solo debo tener una conciencia objetiva de la realidad, sino asimismo el conocimiento, la comunicación y la socialización del proyecto que construirá un sistema diferente.
Y es entonces cuando la conciencia ya no es la simple relación con la realidad. Tampoco le es suficiente la voluntad, el deseo de intervenir en el curso cambiante del sistema en que vivimos. Está clarísimo en Luhmann, Habermas y en Odo Marquard, el filósofo de la teoría de la compensación, que no puedo desconocer las instituciones, los derechos y los principios de la modernidad. Mi conciencia está obligada a conocer y a pensar para decidir y actuar.
Mi “yo” y “mi circunstancia” son apenas referencia de la situación en que vivo y de mi entorno. El mundo de la vida que dirige su presente hacia el futuro no acepta regresión. Avanza sobre las normas que la civilización ha venido estableciendo en su lucha secular contra el oscurantismo y la barbarie. La libertad ya se prefigura como autonomía. Se la asume como emancipación real de toda dependencia despersonalizante. Y la igualdad se autoconcibe como una pluralidad de existencias y de identidades que conviven en “unidad de condiciones generales e igualitarias”.
El problema de la existencia, en calidad de persona y de sociedad, es el sistema como formación articuladora del universo interior. Su necesidad excede mi conciencia del “yo”. Resignifica la importancia de la subjetividad, pero comprende que la misma debe acceder a las objetividades que el pensamiento, la ciencia y la tecnología han puesto al servicio del conocimiento humano. El “entorno” exterior navega hacia esa dirección.
Está de moda la palabra “inclusión”. Y no reivindica solamente la integración en la diversidad y la diferencia: política, social e intelectual. El sistema no puede descolgarse de los vagones en los que viaja la historia. Es cuando yo debo testimoniar que mi conciencia y acción están comprometidas a reconfigurar un entorno de vida superior. En escala de tolerancia y cooperación, para que mi identidad de ser, junto con la sociedad, puedan dialogar, en un lenguaje común, sobre un mundo justo en el que la realización humana es posible.
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