No sería nada exagerado afirmar que la inmensa mayoría de habitantes de este planeta nunca ha querido profundizar en el concepto de realidad. Y si alguien, por mera curiosidad, decide hacer una simple consulta al diccionario se va a encontrar con una definición más bien difusa y poco concreta: “real” es “lo que existe efectivamente”, pero… cuando nos remitimos a la definición de “efectivo”, nos encontramos con esto: “real y verdadero”. En suma, estamos ante una argumentación circular.
Ciertamente, la realidad cotidiana es un tema que no está bajo discusión; simplemente “es” y no hay vuelta de hoja. Sin entrar en cuestiones filosóficas, para casi todo el mundo la realidad es lo que se percibe, o sea, el mundo físico, el mundo que conocemos desde que nacimos. Y en esta realidad física muchas personas, y especialmente de las generaciones más recientes, habrán visto la película de culto Matrix, con sus respectivas secuelas. Se trata de un ameno espectáculo de aventuras y ciencia-ficción que, en medio de peleas y persecuciones, plantea un dilema filósofico —o científico— de gran calado: ¿es falsa la realidad que experimentamos? ¿Es una especie de artificio? ¿Cuál es la verdadera realidad? Lo cierto es que el problema de qué entendemos por realidad se remonta a hace muchos siglos y ha sido objeto de estudio y reflexión por parte de filósofos y también científicos.
A modo introductorio, recordemos a grandes rasgos lo que presentaba el filme Matrix y luego veremos cómo se conecta con el pensamiento filosófico. Así, en una determinada escena, Morfeo y Neo se introducen en un programa informático y Neo se pregunta si lo que les rodea es real. Entonces es cuando Morfeo le contesta con la pregunta clave: “¿Cómo definirías real?” En ese momento Morfeo introduce una visión científica del concepto, según la cual lo real es aquello que se puede ver, oír, tocar, oler, saborear… pero tales sensaciones son sólo señales externas que los sentidos captan y transforman en impulsos eléctricos que el cerebro descodifica para convertirlos finalmente en una cierta “realidad”. Sin embargo, lo que ya empieza a resultar siniestro es que Morfeo le sigue explicando a Neo que esa supuesta realidad es una especie de prisión en la que el ser humano juega obviamente el papel de prisionero: “Naciste en una cárcel que no puedes oler, saborear ni tocar, una cárcel para tu mente”.
A raíz de estas atrevidas afirmaciones, surgen pues varias cuestiones: ¿Dónde está la realidad, fuera o dentro de nosotros? ¿Es objetiva o subjetiva? ¿Podemos conocer el mundo exterior —si es que tal cosa existe— de forma absoluta o “separada” de nosotros mismos? ¿Qué papel juega en todo esto la mente? ¿y la conciencia?
Para empezar a introducirnos en este complejo panorama, tendremos que viajar al pasado, pues ya desde tiempos remotos la humanidad ha intentado aportar respuestas de tipo filosófico, físico o metafísico. En primer lugar, vamos a comprobar que el famoso filósofo griego Platón ya había esbozado el mismo argumento de la película Matrix hace nada menos que 2.500 años, en una alegoría llamada el Mito de la caverna que aparece en su obra La República.
El filósofo griego Platón ya había tocado el tema de la falsa realidad hace 2.500 años.
Este relato, expuesto en forma de diálogo entre el propio Platón y Glaucón, nos habla de una cierta caverna donde unos prisioneros, encadenados de pies y cuello, están dispuestos de tal forma que sólo pueden ver el fondo rocoso de la cueva. No pueden girar la cabeza y ver la luz que penetra desde el exterior. Estas personas han estado así desde niños y sólo han podido ver las figuras que se mueven por detrás, proyectadas como sombras por un fuego situado también detrás de ellos. Ellos creen, pues, que tales sombras son la realidad.
Pero, ¿qué ocurriría si un prisionero se pudiera liberar de sus cadenas, girar la cabeza y ver las cosas que antes sólo había percibido en forma de sombras? Posiblemente consideraría que tales cosas son mucho más verdaderas de lo que creía haber visto previamente. Al principio, a esta persona le dolerían los ojos ante tal claridad, porque su vista no estaría aún acostumbrada, pero finalmente —fuera ya de la caverna y tras un tiempo de aclimatación— podría ver todo el mundo tal como es, e incluso mirar la misma fuente de luz, el Sol. Entonces el fugitivo, al comprender la nueva situación, se compadecería de sus antiguos compañeros de la caverna, y de ningún modo querría regresar allí. Sin embargo, si decidiese volver y reunirse con ellos, se sentiría “ofuscado por las tinieblas”. Y peor aún, si les animase a salir de aquel lugar, correría el riesgo de caer en ridículo, o de morir incluso si los reos pudiesen liberarse.
En fin, el problema planteado por Platón seguiría siendo uno de los temas fundamentales de la filosofía durante siglos: qué es la realidad, y cómo podemos conocerla con certeza. Entre otros filósofos cabe destacar la visión de Immanuel Kant, que estableció una distinción entre dos mundos, que de alguna manera vendría a recuperar la división platónica entre “lo que aparenta ser” (la falsa luz) y “lo que es” (la luz verdadera). Así, Kant distinguía entre el mundo nouménico (el de las ideas, el auténtico) y el mundo fenoménico, que es todo aquello que percibimos a través de nuestros cinco sentidos físicos. Según este modelo, conocer de manera segura la realidad externa a nosotros sería tarea imposible, ya que no podría haber una percepción directa. Además, Kant propuso que las percepciones del tiempo y el espacio no serían inherentes al mundo físico, sino que serían más bien un reflejo de la forma en que opera nuestra mente. Ahora bien, para Kant sí que existiría una realidad o mundo externo, pero tal mundo sería apreciado o interpretado de manera subjetiva por cada individuo.
Immanuel Kant consideraba que no había modo de conocer la realidad externa de forma directa o supuestamente objetiva.
Y en fin, llegados al siglo XIX se fue imponiendo la visión positivista o materialista, que considera que el mundo real es aquel que podemos percibir por los sentidos y que fuera de esta percepción no hay otros “mundos”. En este paradigma, el cerebro es el mecanismo que nos permite el conocimiento de lo externo (previo paso por los sentidos), y la conciencia (identificada con el pensamiento) no sería más que un producto de la actividad cerebral. Dicho de otra manera, el proceso de la percepción implica que los estímulos exteriores son “captados” por nuestros sentidos y luego reenviados en forma de señales eléctricas a nuestro cerebro, que a su vez las descodifica y las transforma en el entorno tridimensional que conocemos, la única realidad. Sin embargo, llegados a este punto, volvemos a tener los mismos problemas que se planteaba Kant. Lo que hay “ahí fuera” es una cosa, y lo que el cerebro elabora a partir de ese estímulo externo es otra bien distinta, y no podemos saber cómo se relacionan, llegando así a una especie de callejón sin salida.
Sin embargo, toda la fenomenología paranormal –incluyendo las visiones, la telepatía, las percepciones extransensoriales, el acceso a otros estados de conciencia, las experiencias más allá de la muerte, etc.– ha abierto nuevos caminos a la cuestión de qué es la realidad. Así, han surgido teorías o propuestas que tratan de dilucidar si la realidad que percibimos es ilusoria, limitada o simplemente es una más entre otras múltiples realidades. Todo ello ha llevado a muchos investigadores a explorar otras opciones, a veces a caballo entre las teorías científicas más avanzadas (como la mecánica cuántica) y la espiritualidad, sobre todo la basada en las antiguas tradiciones orientales. En lo que suelen coincidir la mayoría de ellas es en el rechazo de la idea de que algo indudablemente material como el cerebro pueda “crear” algo inmaterial como es la conciencia, lo que sería una paradoja hasta cierto punto. ¿Cómo la materia puede crear algo no material? ¿No será al revés?
Recuperando las analogías informáticas del entorno de Matrix, tenemos que el cerebro funciona como un procesador de información a partir de las señales exteriores captadas por los sentidos. Tales señales son luego descodificadas para formar la realidad que conocemos. Pero… ¿y si nuestro cerebro fuese como un vetusto aparato de radio que sólo puede captar una cierta cantidad o banda de señales? Si, según ciertas teorías científicas, el universo está compuesto básicamente de energía que vibra en infinitas frecuencias, podría ser que nuestro “receptor” sólo pudiera captar una pequeñísima parte de las frecuencias y por tanto ignorase por completo la existencia de las otras. En tal caso, por ejemplo, nuestra realidad estaría constituida por las tres o cuatro emisoras de radio que podrían captar (“sintonizar”) nuestros sentidos. Sería, por decirlo así, una radio con un dial de cortísimo recorrido. Por supuesto, fuera de ese estrecho rango de frecuencias, habría decenas de emisoras que seguirían emitiendo su señal, pero nosotros no las podríamos captar de ninguna manera. En definitiva, sólo tendríamos acceso a una pequeña parte de la “realidad” multidimensional existente en el universo.
El cerebro funcionaría como un descodificador de información que crea realidad a partir de las señales que recibe.
Todo esto puede parecer muy teórico, pero sabemos experimentalmente de las limitaciones de los sentidos humanos y de las mayores posibilidades de percepción que tienen muchos animales en comparación con nosotros. Es bien conocido que bastantes animales tienen una vista, oído u olfato muy superior al nuestro y son capaces de percibir una realidad que para nosotros resulta inalcanzable. También se habla de una especie de sexto sentido que les permite percibir determinados peligros o eventos a partir de la percepción de unos campos morfogenéticos, según la teoría del brillante científico británico Rupert Sheldrake. Por ejemplo, según estudios científicos bien reconocidos, la vista humana sólo es capaz de captar un porcentaje muy pequeño del espectro electromagnético de la luz, teniendo en cuenta que el Universo está compuesto de materia oscura en un 95%; dicho de otro modo, la luz “visible” para nosotros es un rango de frecuencia muy reducido, por lo que podemos decir –aunque pueda parecer una exageración– que el ser humano es prácticamente ciego.
Así pues, tenemos que los campos de información están supuestamente “ahí fuera” y que el cerebro más bien actúa como un mecanismo descodificador de una parte, quizá muy pequeña, de tales campos, para construir una determinada –y limitada– realidad, que es nuestro universo material y nuestra vida “biológica”. Pero, de hecho, según las teorías científicas más recientes, no habría “materia” ni “energía”, sino simplemente “vibración”.
En efecto, el Universo sería como un gran océano de información vibracional que nosotros captamos y procesamos. Y toda esa información no está ahí al azar, sino que respondería a un orden o programación (y aquí volvemos a las similitudes informáticas con Matrix), con lo que podemos decir que la realidad estaría compuesta de sistemas de información que cumplen una determinada función. Esta información, en esencia, es pura vibración pero al ser interpretada por nuestro cerebro se convierte en una cierta realidad física múltiple en sus manifestaciones, y tiene un aspecto “palpable” y determinado. Y ahora, volviendo a Platón y a Matrix, ¿no podría ser que el mundo de las ideas fuera en realidad el mundo de los códigos o de los patrones (los “sistemas operativos”) que nos permiten reinterpretar las señales (los “programas”) y convertirlas en el mundo físico? En resumidas cuentas, estaríamos hablando de una realidad virtual.
La realidad “material” que percibimos podría ser una simple descodificación de información vibracional.
Para comprender cómo funcionaría esta realidad virtual conformada a través de estos sistemas vibracionales es pertinente mencionar la teoría del universo holográfico, según es descrita en el libro del mismo nombre de Michael Talbot.
Básicamente, la holografía consiste en proyectar un rayo de luz directamente sobre una placa sensible a la luz y al mismo tiempo desviar ese rayo (mediante un espejo semitransparente) sobre un objeto, que luego es redirigido a la misma placa, creando así un patrón de interferencia. Cuando este patrón es iluminado con una luz láser da como resultado una imagen tridimensional de aspecto sólido. Así, según este principio, una placa de dos dimensiones podría producir una realidad tridimensional. Entonces cabe pensar que tal vez el Universo entero podría ser un súper-holograma, un enorme sistema de información vibracional, en el cual los seres conscientes tendrían la sensación de experimentar un mundo material “tangible”. En ese gran holograma, obviamente, nuestro cuerpo físico (incluido nuestro cerebro) sería una mera ilusión, al igual que el resto de cosas que percibimos. La función del cerebro holográfico sería pues la de reconocer (“captar”) la vibración y transformarla en realidad, como ya se ha dicho anteriormente.
Naturalmente, la base de esta especulación es que todo cuanto nos rodea podría ser un gran programa –como la complejísima simulación en sí misma que es Matrix– y que las alteraciones de dicho programa tienen efectos sobre todos los que participan o están involucrados en él. Así pues, la creación (el Universo o los infinitos Universos) vendría a ser un gigantesco sistema de información, una especie de mega-software, al que todos los seres conscientes somos sensibles a través de unos mecanismos virtuales de recepción y proceso de datos que son nuestros cuerpos/cerebros. Ese gran sistema, o Matrix, sería una proyección asentada en un enorme servidor de información que alimentaría a todas las terminales u ordenadores (esto es, a los cerebros), y que a su vez se retroalimentaría de las terminales, dando lugar a posibles cambios o modificaciones de la realidad. Obviamente, según esta analogía, nuestros pensamientos y emociones (y en realidad, nuestra mente, aquello con que nos identificamos como nuestro “yo”), no serían propiamente “nuestros”, sino de la Matrix. Y éste sería el motivo por el cual todos experimentamos una misma realidad interconectada y reaccionamos de manera parecida ante los mismos estímulos y situaciones.
El siguiente paso en esta argumentación sería reconocer el hecho que la intervención del ser consciente es capaz de modificar los programas y en última instancia de modificar la Matrix generadora de toda la “realidad”. Según algunos teóricos de la conspiración, unos seres manipuladores y perversos nos mantienen atrapados en una limitada frecuencia vibracional, con un ADN (el código básico de información) también limitado, para que creamos que nuestro mundo físico es lo único real y posible, llegando en suma a una especie de Matrix-prisión (tal como se presentaba en la película). Esto es, el problema se reduciría a una cuestión de mera identidad: no somos un hardware ni un software con el que funcionar en un mundo virtual ilusorio… sino el propio operador, o sea, el ser consciente, que tiene infinitas capacidades y posibilidades.
Finalmente, y con independencia de que uno crea o no en tales teorías, lo cierto es que si empezamos a entender que la realidad no es algo inmutable ni que tenemos que aceptarla como algo impuesto, podemos replantearnos el concepto de realidad y la posibilidad de operar con nuestros propios programas, que emanan de nuestra conciencia y que pueden cambiar la supuesta Matrix de forma completa. De este modo, podemos dejar de creer en lo que cree todo el mundo, imaginar escenarios imposibles y actuar de manera distinta. Para llegar a este estado de cosas, lo primero que tendríamos que hacer es conectar con nuestra conciencia (nuestro verdadero “yo”, que es a la vez la unidad y el todo) y dejar a un lado al “ego” de la mente, que es un producto de la Matrix.
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por: Xavier Bartlett
Licenciado en Prehistoria e Hª Antigua por la Universidad de Barcelona, aunque su carrera profesional se ha centrado en el campo de la educación y formación. Actualmente forma parte del equipo Dogmacero, cuya finalidad es difundir una visión alternativa de la sociedad, la ciencia y la historia.
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