Hace doscientos años Edgar Allan Poe escribió que:
«La muerte de una mujer hermosa es incuestionablemente el tópico más poético del mundo»
(The death of a beautiful woman is unquestionably the most poetical topic in the world)
La frase es tan profundamente cierta como mórbida; sobre todo si tomamos como referencia al propio autor, cuya esposa, Virginia Clemm, murió a los veinticinco años de edad, víctima de la tuberculosis.
Algunos acusan al poeta de sexista, incluso de misógino, por elaborar esta idea. Sin embargo, paraEdgar Allan Poe lo mórbido es menos una elección que un instinto culposo, un apetito. No busca reducir el cadáver de una mujer a un simple objeto de contemplación, de goce estético, y probablemente de deseo. Para él, lo mórbido es el umbral que nos permite acceder a todo un universo de sensaciones oscuras, entre ellas, el amor.
Más allá de lo perturbador que pueda resultar su frase, Edgar Allan Poe roza allí una idea poderosa, humana y trágica: el amor romántico y la muerte. No ya como elementos aislados entre sí; todo lo contrario: la muerte como detonador para que el amor romántico suceda.
Aquí se abren dos caminos posibles:
Por un lado tenemos aquellos romances épicos como Romeo y Julieta (que pocos entienden), es decir, historias de amor que alcanzan su clímax cuando uno o los dos amantes encuentran la muerte en brazos del otro.
El otro camino, asfaltado por el más puro Sentimiento Mórbido, propone que solo después de lamuerte del ser querido se puede alcanzar un grado de amor puro, imperecedero, que se consuma por toda la eternidad.
Aceptémoslo: las historias de amor en las que al menos uno de los amantes muere son las que más nos atrapan.
¿Por qué?
Quizás porque la muerte impide la degradación del amor, convirtiendo al amante en una perfecta estatua de mármol: fría, distante, inalterable, a la que puede adorarse por toda la eternidad.
No hay una palabra en nuestro idioma para definir este sentimiento mórbido, esta pulsión por amar incondicionalmente a alguien que ha muerto. Richard Wagner, en su ópera Tristán e Isolda, emplea un interesante término esta macabra necesidad de trascendencia: liebestod, que literalmente significa «amor-muerte».
El término parece sencillo, incluso un poco infantil, pero realmente da en el clavo.
Richard Wagner objetiviza aquello que E.A. Poe trasformó en hecho poético en Annabel Lee(Annabel Lee) y El cuervo (The Raven), por ejemplo, y que participa en nosotros mismos como un siniestro instinto: el amor arde con más fuerza cuando el objeto amado es inaccesible.
El amante puede luchar contra casi todas las adversidades, enfrentarse a enemigos feroces, diferencias de clase, incluso insistir en el rechazo, pero el único sitio realmente «inaccesible» para él es la muerte.
Cuando la persona amada cruza ese umbral, el fuego de la pasión ya no posee elementos externos que faciliten su combustión. El otro ya no está, su rostro, su perfume, su voz, han desaparecido para siempre. Pero el fuego sigue vivo, y hambriento. Entonces el amante se precipita hacia lomórbido. Será él mismo quien se deje consumir por su propia pasión.
Ese tipo de Amor Mórbido solo puede ocurrir en el total aislamiento de la muerte, en esa separación definitiva, irrevocable, pero que no fatiga a la memoria; justamente porque el otro sigue presente en su ausencia.
A propósito del sentimiento de Amor Mórbido, el poeta John Keats llega a una conclusión notable.
En el poema: Oda a una urna griega (Ode on a Grecian Urn), un hombre joven está a punto de besar a su amada. La anticipación lo desespera, lo llena de ansiedades. Sus labios se acercan a ella pero no puede alcanzarla:
Audaz amante, nunca, nunca podrás besarla
aunque casi la alcances, pero no desesperes:
marchitarse no puede aunque no calmes tu ansia,
¡serás su amante siempre, y ella por siempre bella!
(Bold Lover, never, never canst thou kiss,
Though winning near the goal yet, do not grieve;
She cannot fade, though thou hast not thy bliss,
For ever wilt thou love, and she be fair!)
Esta es una de las más bellas expresiones del Amor Mórbido: no es que sus labios no puedan alcanzarla, sino la certeza de que millones de besos no podrán marchitar su amor; tampoco la muerte, donde ella permanecerá siempre fiel y siempre bella.
Ya fuerza del marco poético, el Sentimiento Mórbido puede entenderse de forma más llana en la conocida frase del actor James Dean:
Vive rápido, muere joven y deja un hermoso cadáver.
(Live fast, die young, and leave a beautiful corpse)
El Sentimiento Mórbido no es exclusivo de la poesía. Su siniestra grandiosidad se esparce por todos lados; y en cada rincón nos recuerda aquel axioma de E.A. Poe. De ahí que no haya noticia más suculenta para los periódicos que la muerte prematura de alguien «joven y hermoso».
Docenas, si no cientos, de celebridades alcanzaron el estatus de ícono después de la muerte, necesariamente prematura y por lo tanto trágica: Kurt Cobain, Janis Joplin, Freddie Mercury, Marilyn Monroe; todos ellos participan de esta obsesión cultural por lo Mórbido. En cierta forma, ninguno de ellos puede «marchitarse», como lo sugiere John Keats. Están detenidos en el tiempo.
Ahora bien, en este punto resulta justo preguntarnos de dónde procede nuestra fascinación por lo Mórbido.
Sigmund Freud —Más allá del instinto del placer (Jenseits des Lustprinzips)— arriesga que nuestros dos impulsos primarios son Eros y Thanatos: amor y muerte.
El Eros no tiene nada que ver con el amor romántico sino con un impulso integral de deseo, pasión, posesión y sexo.
Thanatos tampoco alude al deseo de morir; todo lo contrario: es un instinto que se evidencia en todos los actos dirigidos a buscar un estado anterior a la vida; desde el más pequeño e inofensivo, como comerse las uñas o rascarse insistentemente en una herida; a otros más peligrosos, como la depresión.
La definición es compleja, claro, de otro modo no podría explicar algo tan complicado como loMórbido. Podemos pensar el Thanatos de forma contraria a la idea del Pothos, el deseo que conduce a la muerte. Es más un impulso hacia atrás, no hacia la muerte futura, sino más bien como una pulsión que busca restablecer un estado previo a la vida.
El Eros también participa de lo Mórbido. Para Sigmund Freud, el objeto de deseo de un sujeto puede ser de carácter interno. Por esta razón, frente a la ausencia de un alguien externo el objeto amado regresa a ese apego libidinoso por uno mismo.
Esto explica, en términos más bien groseros, aquel razonamiento de E.A. Poe acerca de que «la muerte de una mujer hermosa es incuestionablemente el tópico más poético del mundo».
Lo Mórbido radica en que esa muerte no es pura, pero nos permite retroceder hacia un tipo de deseo de extrema pureza: el deseo por nosotros mismos.
Ya sin la presencia del objeto amado podemos seguir amándonos en su ausencia.
De ahí que lo Mórbido reclame la soledad, la tristeza, el aislamiento, el sentirse rechazado. Por eso también es un sentimiento culposo.
En su forma más oscura, lo Mórbido nos impide transferir afecto por las posibilidades del presente. Nos vuelve partícipes de un tiempo sin cronologías, de fijaciones, de anatomías que ya no están.
¿De dónde si no proviene nuestra fascinación por los amores de ultratumba?
Vampiros que se enamoran, licántropos enardecidos, Íncubos, Súcubos y toda una horda de seres del más allá que persiguen el deseo de los mortales. ¿Qué son si no cadáveres animados?
Se dice por ahí que los amores con final feliz son historias incompletas. Quizás sea cierto. Elromance más puro y desgarrador es devoto de la tumba. Halloween, en realidad, es el verdaderoDía de San Valentín.
Pero lo Mórbido también tiene sus peligros.
John Keats elogia pero también nos advierte sobre ellos. La simple idea de que ella «no pueda marchitarse» es romántica pero también inquietante. La vuelve menos un sujeto de deseo que un objeto de culto, de adoración.
Este Sentimiento Mórbido no necesariamente se dirige hacia alguien muerto, puede focalizarse en alguien que nos ha abandonado, «que está muerto para nosotros»; o peor todavía, que nos demanda que lo tratemos como a un cadáver: haciendo nuestro «duelo» en absoluta soledad, sin posibilidad de comunicarnos, vernos o hablar.
Allí advertimos la misma distancia, la horrorosa impresión de la soledad, y la sensación de que nunca, bajo ningún concepto, dejaremos de estar enamorados.
Cuando esa etapa mórbida transcurre de forma saludable, el tiempo finalmente la erosiona y podemos ver a nuestros «muertos» desde un lugar más saludable. Siguen estando lejos, fríos e inalcanzables; pero nuestra devoción ha cambiado. Ya no les tributamos adoración, sino recuerdos.
La frontera, en todo caso, es difusa.
El amor imperecedero por alguien que ha muerto, o que ya no está con nosotros, puede extraviarnos en su ausencia. O lo que es todavía peor, puede enamorarnos de la muerte.
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