Las filosofías orientales tienen una idea del combate muy diferente a la que hay en Occidente. Para muchas de esas líneas de pensamiento, vencer a un enemigo no es anularlo, eliminarlo o destruirlo. Para ellos, ganar equivale a neutralizar a quien quiere hacernos daño. Y, si es posible, convertirlo en nuestro amigo.
Esta perspectiva puede sonar muy extraña para nuestra cultura. Desafortunadamente, en general se asocia la victoria sobre nuestros contradictores como un triunfo que debe hacernos felices. Esto se debe a que prima la idea de que son más importantes los resultados que los procesos, o más importante la exaltación personal que el crecimiento conjunto.
El problema es que vencer a un enemigo por la vía de anularlo o dañarlo suele ser un triunfo temporal y muy relativo. En el fondo, estamos alimentando a ese enemigo externo y nutriendo la parte más negativade nosotros mismos. Quizás podemos obtener una satisfacción inmediata o algún bien específico, pero al mismo tiempo habremos fortalecido todas las emociones destructivas en nosotros mismos y en los demás.
“La victoria completa se produce cuando el ejército no lucha, la ciudad no es asediada, la destrucción no se prolonga durante mucho tiempo, y en cada caso el enemigo es vencido por el empleo de la estrategia”.
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