por Miguel G. Aracil
Revista MÁS ALLÁ Nº 255
Con la caída del Imperio Romano de Occidente en el año 476 de nuestra era, los territorios que formaban aquella majestuosa máquina militar, social y administrativa que aglutinaba los más diferentes pueblos se sumergieron en un caos de violencia e ignorancia y la civilizición y la cultura retrocedieron en Europa de forma radical. A finales del siglo VIII y principios del IX Carlomagno tuvo la idea de refundar el Imperio Romano bajo su liderazgo, siendo él el nuevo y poderoso emperador. Aunque en un principio, gracias a su poder militar, parecía que aquel sueño podía hacerse realidad, a su muerte de desvaneció y los distintos pueblos que habitaban el continente europeo se enzarzaron en mil y una guerras. Los monasterios fueron saqueados de nuevo y con ellos se quemo lo poco que quedaba de las culturas clásicas griega y romana.
ODIO RACIAL
Sería un error pensar que en aquellos tiempos los únicos culpables del caos imperante en los antiguos territorios romanos fueron los magiares, los búlgaros, los eslavos, los vikingos y los sarracenos, como algunos historiadores han querido señalar. Fue entre los propios pueblos cristianos, descendientes directos del antiguo imperio, donde se produjo en ocasiones casi un genocidio que bien podríamos definir como «pseudorracista».
El historiador y eclesiástico Aymoin de Fleurysur-Loire- nos describe el odio racial entre gascones y aquitanos, que provocaría verdaderas carnicerías. Por otro lado, Flodoard de Reims hace hincapié en los viólentos choques, los inacabables enfrentamientos y las pugnas enlre los pueblos que forman la actual Italia: por un lado los lombardos; por otro, los romanos (nombre que recibían los habitantes de las tierras que estaban directamente bajo el yugo o poder pontificio) y, para terminar, los apulis (los habitantes lid actual Mezzogiorno), que eran vistos por los demás habilantes de la península itálica cómo bárbaros pseudohumanos.
Las guerras continuas y los odios debilitaron los reinos europeos a favor de invasores extranjeros, desde los musulmanes, que tanto en tierras hispanas como en el sur de Italia avanzaban con fuerza irresistible, y los magiares hasta los eslavos occidentales y las belicosas hordas del norte de Europa que atacaban Y saqueaban todas las poblaciones que encontraban, incluida París.
AGLUTINANTE
En un momento determinado de la segunda mi tail del siglo X, cuando la cristiandad temblaba ante la llegada del año 1OOO y el supuesto fin del mundo que llevaría aparejado, alguien volvió a intentar unificar los territorios que habían formado el Imperio Romano. Para conseguirlo debían crearse unos elementos comunes, que en aquel momento no existían, El románico sería el mejor aglutinante de una nueva cultura europea y cristiana que, aunque muy débilmente, intentara encender de nuevo las luces de un imperio que había dejado de existir mas de medio milenio antes.
Para muchos historiadores el románico es solo un estilo arquitectónico, variado y plural dependiendo del territorio, pero únicamente un estilo. E incluso para algunos, como el británico W. Gunn que lo estudio en la primera mitad dd siglo XIX, se trata solamente de una burda copia del estilo arquitectónico romano, Gunn creó escuela, y tanto él como sus seguidores utilizaban el término románico de forma totalmente peyorativa.
Afortunadamente, con el paso del tiempo bastantes historiadores del arte y medievalistas han ido opinando lo contrario. Así nos encontramos con Merecí Durliat, especialista en este período, que nos dice que «el románico fue una auténtica revolución que afectó a ¡a totalidad de los campos históricos: lengua, literatura y artes plásticas, así como a la economía y la sociedad, sin olvidar las formulaciones teológicas y la sensibilidad psicológica y moral».
A esta afirmación añadiremos unas palabras del especialista galo Joan Marzenod, que efectúa una reflexión clave: «Parece como si varias generaciones se hubieran preparado para exorcizar un largo período de inseguridad, caos moral, invasiones, luchas intestinas, epidemias y, ante todo, depravación del ser humano».
Llegados a este punto, debemos preguntarnos quién o quiénes motivaron el nacimiento de la cultura románica en todos sus sentidos, pues, como dice Garitt Brauli, «con el románico incluso empiezan los llamados ‘ritos de iniciación de armas’ o, lo que es lo mismo, el oficio de las armas se reviste de cienos valores espirituales que, con la llegada de la caballería y todo su simbolismo místico-cas-trense-espiritual, cambiará positivamente muchos aspectos de la Edad Media «.
ORIGEN DISCUTIDO
Es difícil definir exactamente cuándo y, sobre todo, dónde nació el románico, pues a partir de finales siglo XDC y principios del XX, cuando muchos estudiosos dedicaron una parte importante de sus investigaciones a dicha época, en diversas ocasiones cierto nacionalismo hizo que sus hipótesis fueran un tanto, cuando no muy, subjetivas. En España nos encontramos con los trabajos del arquitecto y arqueólogo Josep Puig i Cadafalch (1867-1956), quien en las primeras décadas del siglo XX defendió la tesis de que el románico nació en el Mediterráneo y que se extendió desde Lom-bardía y Cataluña hacia el norte de Europa a tra-
vés de los desfiladeros alpinos, las dos Borgoñas y los valles del Rhin y del Mosa. Por otro lado, los estudiosos germánicos hablaban de un estilo propio, el otonismo, que, surgido en tierras germanas, se extendió al resto de Europa y fue el germen del románico posterior. Los franceses no podían estar ausentes de este debate y, basándose en las teorías de Raoul Glaber y más tarde en las de Henry Focillón, defendieron que el románico es de origen capelo. Incluso Ro-ger Balandré lo define como «estilo capeto» (por la dinastía real francesa reinante entre los años 987 y 1328).
Sea como sea, actualmente son muchos los estudiosos que, alejándose de teorías más o menos nacionalistas, aceptan que este estilo nació en la histórica e influyente región de la Lombardía, desde dónde se extendió a una gran parte de los antiguos territorios del Imperio Romano y que incluso aprovechó algunos estilos autóctonos pre-rrománicos.
Existió durante muchos años una escuela milenarista (y todavía perdura en parte) que aseguraba que el estilo románico era fruto de la ‘liberación» sentida por el cristianismo a partir del año 1000 y que con anterioridad a dicha fecha no se puede hablar de románico. Cuestión negada rotundamente por Walter Muir Whitehill, quien, tras estudiar con detenimiento muchos monumentos de Cataluña, el Alto Aragón y algunos enclaves italianos septentrionales, asegura que, en la segunda mitad del siglo X ya se puede hablar, sin ningún tipo de dudas, de un primer románico.
LA INFANCIA DE EUROPA
En aquellos momentos existían tres grandes zonas culturales: la griega o bizantina, que se mantenía mas o menos unida gracias al poder imperial de Bizancio; la musulmana, que era la más poderosa y extensa, pues pese a sufrir distintos enfrenta-mientos entre facciones y califas, a la hora de la verdad conservaba una unidad sólida ante un po-
sible enemigo común, y el cristianismo europeo, que veía cómo entre sus miembros se luchaba y cómo la Iglesia, que debería ser la unificadora de todos, no solo tomaba partido cuando le interesaba, sino que era piarte activa en una gran parte de las contiendas.
Con la aparición del románico los cristianos adquirieron una identidad común que mostraba un claro desprecio hacia las otras dos culturas. En este sentido, el historiador Ángel García habla del surgimiento de una suerte de integrismo por parte de los cristianos, así como, por reacción, de los musulmanes. Tal vez fuera ese el embrión de lo que décadas más tarde serían las guerras religiosas conocidas como cruzadas. Es muy arriesgado hablar de un fundador o propulsor del románico, algo muy distinto de lo que sucede con el gótico, respecto al cual los templarios y los cistercienses no fueron en absoluto ajenos. Lo que sí nos atrevemos a asegurar es que la Iglesia como institución no fue la que
propició el nacimiento de este estilo y sus consecuencias culturales.
Como señala el especialista en simbología y temática medieval Ferrer Vives, «la Iglesia como tal no intentó en esa época definir un estilo específico para sus catedrales y sus abadías, algo muy diferente a lo que había hecho en tiempos carolingios, siguiendo el plan conocido por algunos como escuela de Saint Cali». Entonces, ¿quién pudo tener un interés especial y ser el propulsor de dicho movimiento ar-quitectónico-cultural-social?
OTÓN I
Si Carlomagno fue una figura capital en la Alta Edad Media, el germánico Otón I (912-973), hijo del sabio rey Enrique, llamado el Pajarero, siguió sus pasos en cuanto a su interés en reunifi-car los antiguos territorios imperiales. Otón daría nombre al estilo otónico, también conocido por algunos historiadores centroeuropeos como «el primer Renacimiento». El otonismo no es más que la variante más puramente germánica del románico. Fue un personaje sublime en todos los sentidos. Además siempre a su vera se encontró su hermano, un verdadero ilustrado para la época, Bruno de Colonia, que ocupó durante afewos años el Arzobispado de esta población germana, que se convirtió en su momento en la capital cultural de los territorios germánicos. Bruno, la voz culta de Otón, era un sincero estudioso de los clásicos. De Bruno se dice que mientras su hermano, al que normalmente acompañaba, batallaba, él estudiaba, filosofaba con los pocos sabios y eruditos que encontraba y deseaba el retorno de los tiempos pasados. Otón soñaba desde muy joven con la implantación de una monarquía universal cristiana. Sus sueños se vieron frustrados en un principio por sus vecinos y por sus enemigos internos (una nobleza levantisca, en la que estaban incluidos algunos miembros de su propia familia), a los que se enfrentó y derrotó en varias ocasiones o bien
supo ganarse su fidelidad, y más tarde por las invasiones, terribles para una gran parte de Europa, de los magiares y de los eslavos abodritas. Con su poderoso ejército, el mejor del continente en ese momento, los venció a ambos el año 955, pudien-do dedicarse a temas más universales. El monarca germánico fue reclamado por algunos nobles italianos para que acudiera a Lombar-dia á defender a la reina Adelaida de Borgoña (931-999), viuda de un rey local, de los peligros del cruel y bárbaro Berengario u. Otón llegó a la culta (comparada con otras ciudades vecinas) Pavía, derrotó a sus enemigos y se casó con Adelaida. En Pavía conoció a gente muy diversa: a los rudos germánicos, a los sajones, a los suavios y a otros pueblos con los que había convivido desde su infancia.
HERMANOS CONSTRUCTORES
Con la llegada de Otón a Lombardía, hacia el año 961, un buen número de maestros constructores, que parece ser que residían en la zona o, al menos, acudieron a esta, empezaron a extenderse por los distintos reinos cristianos, llevando a todos sus rincones un saber arquitectónico que tendía a uniformizar el estilo de los edificios. Desde los confines de Germania hasta los territorios de la Marca Hispana unos misteriosos hermanos constructores edificaron desde pequeñas ermitas hasta grandes iglesias, abadías y monasterios, en los que la presencia de la cúpula era una constante. El medievalista Jean Vallery-Radot asegura que este elemento arquitectónico es una herencia de la arquitectura tardo-romana, concretamente de las linternas paleocristianas. Pero existe otra constante cuyo nombre nos recuerda sus orígenes: la arquería lombarda, pequeños nichos colocados bajo las cornisas y de la cual Josep Puig i Cadafalch y otros autores aseguran que se trata de una decoración asimilada de antiguos monumentos griegos y bizantinos, que pudieron tener como principal exponente la actual mezquita de Gul Camü de Estambul, llamada en su momento (siglo X) iglesia de Santa Teodosia y que fue una de las más importantes y visitadas de la capital bizantina. Esa exportación de maestros constructores desde Lombardía fue tal que el monje y cronista del siglo XI Raoul Glaver opina: «Cosí toda Europa intentó vestirse de nuevo hacia el año 1000».
De lo que no hay duda es de que, desde la llegada de Otón I a Lombardía, un desconocido número de maestros constructores, los «hermanos constructores», de los que nadie había oído hablar hasta entonces, se extendieron hacia el Rhin por los Alpes, por toda Francia, Cataluña y el Alto Aragón y, más tarde, por diversas zonas de la España cristiana. Curiosamente, erigieron algunos de sus más majestuosos monumentos en Borgo-ña, tierra natal de la esposa de Otón. El despliegue de aquellos constructores, que en ocasiones eran además predicadores de nuevas formas de religiosidad, no se frenó con la llega-
da del año 1000, sino que algunos ampliaron su radio de acción. Es el caso del maestro Guillermo de Valpiano, quien, recién acabado el apocalíptico año 1000, se trasladó con sus ayudantes a la lejana, umbría, bárbara y casi desconocida Normandía, donde empezó a extender el románico. Años más tarde los maestros lombardos, casi con toda seguridad de Pavía, Lanfranco y Tronío formaron su propia escuela románica y levantaron maravillas arquitectónicas, como la catedral de Módena. Es casi unánime la opinión de que se puede dar por establecido el románico hacia el año 1050 o el 1060.
La construcción de los grandes templos románicos y sus monasterios fue un paso importantísimo para crear unos núcjeos urbanos en torno a estos edificios, lo cual se vería engrandecido con la llegada del gótico. Muchos historiadores ven en el románico un estilo sobrio, oscuro y que tiende a la horizontalidad, lo que no es verdad, pues los «hermanos constructores» que se extendieron por toda la Europa cristiana erigieron en ocasiones edificios coronados por grandes campanarios que parecen buscar una unión con el cielo, como los impresionantes templos de los valles pirenaicos (por ejemplo, el de Bohí o los de Andorra) o la majestuosa y recia torre del templo de Santa Eulalia y San Julián en la localidad francesa de Elne.
El objetivo político de unificar de nuevo el Imperio Romano bajo un solo poder no fue posible, pero gracias a estos misteriosos maestros lombardos Europa volvió a tener un estilo común que sería, a muy largo plazo, el embrión de una unidad que actualmente, aunque con muchos obstáculos, intenta aglutinar a todos los países europeos… aunque de una manera muy distinta a los ideales de Otón I, quien aspiraba a convertirse en un emperador universal con el apoyo de la Iglesia.