La avaricia inicial de los españoles por el oro y los tesoros oscureció su asombro por encontrar en Perú, esa tierra desconocida de los confines del mundo, una avanzada civilización con ciudades y caminos, palacios y templos, reyes y sacerdotes -y religiones. La primera oleada de sacerdotes que acompañaron a los conquistadores se inclinaron por destruir todo lo que tuviera que ver con la «idolatría» de los indígenas. Pero los sacerdotes que les siguieron -que, en aquella época, eran los eruditos de su país- se vieron expuestos a las explicaciones de los ritos y creencias nativas a través de los nobles indígenas que se habían convertido al cristianismo.
La curiosidad de los sacerdotes cristianos se agudizó al darse cuenta de que los indígenas andinos creían en un Creador Supremo y que sus leyendas daban cuenta de un Diluvio. Y resultó que muchos detalles de aquellos relatos locales eran extrañamente similares a los relatos bíblicos del Génesis. De ahí que fuera inevitable que, entre las primeras teorías referentes al origen de los «indios» y sus creencias, emergiera como idea principal una relación con las tierras y el pueblo de la Biblia.
Al igual que en México, tras tomar en consideración a diversos pueblos de la antigüedad, la teoría de las Diez Tribus Perdidas de Israel pareció la más plausible, no sólo por la similitud de las leyendas nativas con los relatos bíblicos, sino también por algunas costumbres de los indígenas peruanos, como la de la ofrenda de los primeros frutos, una Fiesta de Expiación a finales de septiembre, que se corresponde por su naturaleza y fechas con el Día de la Expiación judío, y otros mandatos bíblicos, como el del rito de la circuncisión, la abstención de la sangre en la carne de los animales y la prohibición de comer peces sin escamas.
En la Festividad de los Primeros Frutos, los indígenas entonaban las místicas palabras Yo Meshica, He Meshica, Va Meshica; y algunos de los sabios españoles discernieron en el término Meshica la palabra hebrea «Mashi’ach» -el Mesías.
(En la actualidad, los expertos creen que el componente Ira en los nombres divinos andinos es comparable al mesopotámico Ira/Illa, del cual proviene el bíblicoEl; que el nombre Malquis, por el cual los incas veneraban a su ídolo, es el equivalente de la deidad cananea Molekh («Señor»); y que, del mismo modo, el título real inca Manco se deriva de la misma raíz semita que significa «rey».)
A la vista de tales teorías sobre el origen bíblico israelita, la jerarquía católica en Perú, después de aquella primera ola de destrucción, se puso en marcha para registrar y preservar el legado indígena. A clérigos locales, como el padre Blas Valera (hijo de un español y de una indígena), se les animó a plasmar por escrito lo que sabían y habían escuchado. Antes de que finalizara el siglo XVI, se hizo un esfuerzo concertado y patrocinado por el obispo de Quito para compilar historias locales, evaluar todos los lugares antiguos conocidos y reunir en una biblioteca todos los manuscritos relevantes. Gran parte de lo que se ha sabido desde entonces se basa en lo que se aprendió en aquel momento.
Intrigado por estas teorías, y aprovechándose de los manuscritos reunidos, un español llamado Fernando Montesinos llegó a Perú en 1628 y consagró el resto de su vida a la recopilación de una amplia historia cronológica de los peruanos. Alrededor de veinte años más tarde, finalizó una obra maestra titulada Memorias antiguas historiales del Perú, y la depositó en la biblioteca del convento de San José de Sevilla. Allí estuvo, olvidada y sin publicar durante dos siglos, hasta que se incluyeron fragmentos de ella en una historia francesa de las Américas. El texto español íntegro vio la luz ya en 1882 (P. A. Means lo tradujo al inglés en 1920, y fue publicada por Hakluyt Society en Londres, Inglaterra).
Tomando un punto de partida común tanto de los recuerdos bíblicos como de los andinos -el relato del Diluvio-, Montesinos siguió la repoblación de la Tierra en línea con los registros bíblicos, desde el Monte Ararat en Armenia pasando por la Tabla de los Pueblos del capítulo 10 del Génesis. En el nombre de Perú (o Piru/Pirua en lengua indígena), vio una interpretación fonética del nombre bíblico Ophir, nieto de Héber, antepasado de los hebreos, que a su vez fue biznieto de Sem.
Ofir también era el nombre de la famosa Tierra del Oro de la cual los fenicios trajeron oro para el templo de Jerusalén que el rey Salomón estaba construyendo. El nombre de Ofir en la Tabla de los Pueblos está justo delante del de su hermano Javilá, que le dio nombre a la famosa tierra del oro de la que se habla en el relato bíblico de los cuatro ríos del Paraíso:
Y el nombre de uno era Pisón;
es el río que rodea toda
la tierra de Javilá, donde hay oro.
Montesinos sostenía que fue mucho antes de la época de los reinos de Judá e Israel, mucho antes del exilio de las Diez Tribus a manos de los asirios, que este pueblo bíblico había llegado a los Andes. Y sugería que no era otro que el mismo Ofir el que había liderado a los primeros colonos en el Perú, cuando la humanidad comenzó a extenderse por la Tierra después del Diluvio.
Los relatos incas que reunió Montesinos atestiguaban que, mucho antes que la más antigua dinastía inca, había existido un antiguo imperio. Tras un período de crecimiento y prosperidad, unos fenómenos repentinos asolaron el país: aparecieron cometas en los cielos, la tierra tembló con los terremotos, se iniciaron las guerras. El soberano que reinaba en aquel momento abandonó Cuzco y llevó a sus seguidores a un lugar apartado, a un refugio en unas montañas llamadasTampu-Tocco; sólo unos cuantos sacerdotes se quedaron en Cuzco para mantener su santuario. Y fue durante esta calamitosa época cuando se perdió el arte de la escritura.
Pasaron los siglos. Los reyes iban periódicamente desde Tampu-Tocco a Cuzco para consultar los oráculos divinos. Pero un día, una mujer de noble linaje anunció que a su hijo, Rocca, se lo había llevado el dios Sol. Días después, el muchacho volvió a aparecer vestido con prendas doradas. Dijo que había llegado el momento del perdón, pero que el pueblo debía observar determinados mandatos: la sucesión real se establecería sobre un hijo del rey nacido de una hermanastra suya, aun cuando no fuera el primogénito; y no se debía retomar la escritura. El pueblo acató las órdenes y volvió a Cuzco, con Rocca como nuevo rey; a él se le dio el título de Inca -soberano.
Al darle el nombre de Manco Capac a este primer Inca, los historiadores incas lo asimilaron al legendario fundador de Cuzco, Manco Capac, el de los cuatro hermanos Ayar. Montesinos separó y distanció correctamente a la dinastía inca contemporánea de los españoles (que comenzó a reinar ya en el siglo XI d.C.) de la de sus predecesores. Su conclusión, de que la dinastía inca estaba compuesta de catorce reyes, incluidos Huayna Capac, que murió cuando llegaron los españoles, y sus dos belicosos hijos, ha sido confirmada por todos los expertos.
Concluyó que Cuzco había sido realmente abandonada antes de que la dinastía inca reinstaurara la realeza en la capital. Montesinos creía que, durante el tiempo de abandono de Cuzco, habían reinado 28 reyes desde un refugio secreto en las montañas llamado Tampu-Tocco. Y, antes de aquello, había existido de hecho un antiguo imperio que tuvo a Cuzco por capital. Allí se sentaron en el trono 62 reyes; de ellos, 46 fueron reyes-sacerdotes y 16 fueron soberanos semidivinos, hijos del dios Sol. Y, antes de todo aquello, los mismos dioses habían gobernado el país.
Se cree que Montesinos había encontrado una copia del manuscrito de Blas Valera en La Paz, y que los sacerdotes jesuitas le permitieron hacer una copia. También se basó en gran medida en los escritos del padre Miguel Cabello de Balboa, cuya versión relataba que el primer soberano, Manco Capac, no había llegado a Cuzco directamente desde el lago Titicaca, sino desde un lugar secreto llamado Tampo-Toco («lugar de descanso de las ventanas»). Fue allí donde Manco Capac «abusó de su hermana Mama Occllo» y tuvo un hijo de ella.
Montesinos, tras confirmar esto en el resto de fuentes de las que disponía, aceptó la información como basada en hechos reales. Así, comenzó las crónicas de la realeza en Perú con el viaje de los cuatro hermanos Ayar y de sus cuatro hermanas, que fueron enviados a encontrar Cuzco con la ayuda de un objeto de oro. Pero él registró una versión en la que el primero en ser elegido jefe fue un hermano que llevaba el nombre de un antepasado que había llevado al pueblo hasta los Andes, Pirua Manco (y de ahí el nombre de Perú).
Él fue quien, al llegar al lugar elegido, anunció su decisión de construir allí una ciudad. Llegó acompañado de esposas y hermanas (o esposas-hermanas), una de las cuales le dio un hijo al que se llamó Manco Capac. Fue éste el que construyó en Cuzco el Templo del Gran Dios, Viracocha; y, por tanto, fue éste el momento que se dio para la fundación del antiguo imperio y el del comienzo de las crónicas de las dinastías. Manco Capac fue aclamado como Hijo del Sol, y fue el primero de 16 reyes así considerados. En su época, se veneraban otras deidades, una de las cuales fue la Madre Tierra, y otra un dios cuyo nombre significaba Fuego; se le representaba con una piedra que Pronunciaba oráculos.
La ciencia principal de aquella época, según Montesinos, era la astrología; y se conocía el arte de escribir, sobre hojas procesadas de llantén o sobre piedras. El quinto Capac «renovó el cálculo del tiempo» y comenzó a registrar el paso del tiempo y los reinados de sus antepasados. Fue él quien introdujo la cuenta de un millar de años como un Gran Período, y de siglos y períodos de cincuenta años, equivalentes al bíblico Jubileo. El Capac que instauró este calendario y esta cronología, Inti Capac Yupanqui, fue el que terminó el templo e instauró en él el culto del gran dios Illa Tici Vira Cocha, que significa «brillante iniciador, creador de las aguas».
En el reinado del duodécimo Capac, llegaron a Cuzco las noticias del desembarco en la costa de «unos hombres de gran estatura… gigantes que poblaron toda la costa», que disponían de herramienta-s de metal y estaban arrasando la tierra. Después de un tiempo, comenzaron a entrar en las montañas; afortunadamente, provocaron la ira del Gran Dios y éste los destruyó con un fuego celeste.
Liberado de los peligros, el pueblo se olvidó de los mandatos y los ritos del culto. Se abandonaron «buenas leyes y costumbres», pero esto no pasó desapercibido para el Creador. Como castigo, ocultó el sol a aquella tierra; «no hubo amanecer durante veinte horas». Hubo un gran lamento entre el pueblo y se ofrecieron oraciones y sacrificios en el templo, hasta que (después de veinte horas) el sol volvió a aparecer. Inmediatamente después de aquello, el rey reinstauró las leyes de conducta y los ritos del culto.
El cuadragésimo Capac en el trono de Cuzco fundó una academia para el estudio de la astronomía y la astrología, y determinó los equinoccios. El quinto año de su reinado, según calculó Montesinos, fue el que hacía 2.500 desde el Punto Cero que, supuso él, marcaba el Diluvio. También fue el 2.000 desde que comenzara la realeza en Cuzco; para celebrarlo, se le concedió al rey un nuevo título, Pacha-cuti (Reformador). Sus sucesores promoverían también el estudio de la astronomía; uno de ellos introdujo un año con un día de más cada cuatro años, y un año extra cada cuatrocientos años.
Durante el reinado del quincuagésimo octavo monarca, «cuando se completó el Cuarto Sol», se llevaban 2.900 años desde el «Diluvio». Montesinos calculó que fue el año en que nació Jesucristo.
Aquel primer imperio de Cuzco, comenzado con los Hijos del Sol y continuado con unos reyes-sacerdotes, tuvo un amargo final durante el reinado del sexagésimo segundo monarca. En su tiempo, ocurrieron «maravillas y portentos». La tierra tembló con terremotos interminables, los cielos se llenaron de cometas, augurio de una inminente destrucción. Tribus y pueblos comenzaron a correr de un lado a otro, entrando en conflicto con sus vecinos. Llegaron invasores desde la costa, incluso desde más allá de los Andes. Hubo grandes batallas; en una de ellas, el rey cayó bajo una flecha, y su ejército huyó presa del pánico; sólo sobrevivieron a las batallas quinientos guerreros.
«Así se perdió y se destruyó el gobierno de la monarquía de Perú -dice Montesinos-, y se perdió el conocimiento de las letras.»
Los pocos que quedaron abandonaron Cuzco, dejando tras de sí tan sólo a un puñado de sacerdotes para que cuidaran del templo. Se llevaron con ellos al joven hijo del rey muerto, aún un niño, y encontraron refugio en un escondrijo de las montañas llamado Tampu-Tocco; aquél era el lugar donde, desde una cueva, partió la primera pareja semidivina para fundar el imperio andino. Cuando el muchacho alcanzó la edad adecuada, se le proclamó como primer monarca de la dinastía de Tampu-Tocco, dinastía que se prolongaría durante casi mil años, desde el comienzo del siglo n hasta el XI d.C.
Durante todos aquellos siglos de exilio, los conocimientos fueron disminuyendo y la escritura se olvidó. En el reinado del septuagésimo octavo monarca, cuando se alcanzó el hito de los 3.500 años desde el Comienzo, alguien comenzó a revivir el arte de la escritura. Entonces, el rey recibió una advertencia de los sacerdotes referente a la invención de las letras. En su mensaje explicaban que había sido el conocimiento de la escritura el que había causado las pestes y las maldiciones que habían llevado a su fin la monarquía de Cuzco.
El deseo del dios era «que nadie se atreva a utilizar las letras o a resucitarlas, pues de su empleo vendrían grandes males [de nuevo]». Por tanto, el rey ordenó «por ley, bajo pena de muerte, que nadie traficara en quilcas, que eran los pergaminos y las hojas de árboles sobre los que se solía escribir, ni utilizara ningún tipo de letras». En su lugar, introdujo el uso de quipos, los ramales de cuerdas de colores que se utilizaron a partir de entonces con fines cronológicos.
En el reinado del nonagésimo monarca se culminó el cuarto milenio desde el Punto Cero. Para entonces, la monarquía en Tampu-Tocco era débil e ineficaz. Las tribus leales a ella eran objeto de incursiones e invasiones de sus vecinos. Los jefes de las tribus dejaron de pagar tributo a la autoridad central. Las costumbres se corrompieron, proliferaron las abominaciones. En tales circunstancias, apareció una princesa de la sangre original de los Hijos del Sol, una tal Mama Ciboca.
Anunció que su joven hijo, que era tan hermoso que sus admiradores le apodaron Inca, estaba destinado a reconquistar el trono de la antigua capital, Cuzco. De forma milagrosa, desapareció y volvió vestido con ropajes dorados, afirmando que el dios Sol se lo había llevado a lo alto, instruyéndole en los conocimientos secretos y diciéndole que llevara al pueblo de vuelta a Cuzco. Su nombre era Rocca; él fue el primero de la dinastía Inca, dinastía que llegó a tan ignominioso fin a manos de los españoles.
Intentando situar estos acontecimientos en un marco temporal ordenado, Montesinos afirmaba cada cierto intervalo que un período llamado «Sol» había pasado o comenzado. Aunque no se sabe con seguridad cuál consideraba él que era la longitud de un período (en años), parece ser que tenía en mente las leyendas andinas de varios «soles» en el pasado del pueblo.
Si bien los expertos sostenían -no tanto en nuestros días- que no había habido contacto de ningún tipo entre las civilizaciones de Centroamérica y de América del Sur, las de estos últimos sonaban bastante diferentes de las nociones azteca y maya de los cinco soles. De hecho, todas las civilizaciones del Viejo Mundo tenían recuerdos de épocas pasadas, de eras en las que los dioses reinaban solos, seguidos por semidioses y héroes y, más tarde, sólo por mortales. Los textos sumerios llamados las Listas de los Reyes registraban un linaje de señores divinos seguido por semidioses, que sumaron un total de 432.000 años antes del Diluvio; después, hacían una relación de reyes que reinaron a partir de entonces a través de tiempos que consideramos históricos, y cuyos datos se han podido verificar, resultando ser exactos.
En las listas de los reyes egipcios, tal como las plasmó el historiador y sacerdote Manetón, se habla de una dinastía de doce dioses que comenzó unos 10.000 años antes del Diluvio; fue seguida por dioses y semidioses hasta los alrededores del 3100 a.C, en que los faraones ascendieron al trono de Egipto. Una vez más, hasta donde sus datos se pueden contrastar con los registros históricos, todo ha resultado ser exacto.
Montesinos se encontró con estas ideas en la tradición popular colectiva de Perú, confirmando los informes de otros cronistas de que los incas creían que la suya era la Quinta Era o Sol.
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La Primera Era fue la de los viracochas, unos dioses que eran blancos y con barba.
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La Segunda Era fue la de los gigantes; algunos de ellos no eran benévolos, y hubo conflictos entre los dioses y los gigantes.
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Después vino la Era del hombre primitivo, de los seres humanos aculturizados.
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La Cuarta Era fue la era de los héroes, hombres que eran semidioses.
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Y después llegó la Quinta Era, la era de los reyes humanos, de los cuales los incas fueron los últimos del linaje.
Montesinos ubicó también la cronología andina en el marco europeo relacionándola con determinado Punto Cero (él pensaba que debía tratarse del Diluvio) y, más concretamente, con el nacimiento de Cristo. Comentó que las dos secuencias temporales coincidían en el reinado del quincuagésimo octavo monarca: 2.900 años después del Punto Cero fue el «primer año de Jesucristo». Las monarquías peruanas comenzaron, según él, 500 años después del Punto Cero, es decir, en el 2400 a.C.
El problema que tienen los expertos con la historia y la cronología de Montesinos no es, por tanto, el de la escasez de claridad, sino su conclusión de que la realeza y la civilización urbana comenzaran -en Cuzco- casi 3.500 años antes de los incas. Aquella civilización, según la información que amasara Montesinos y aquellos sobre los que basó su trabajo, disponía de escritura, incluyó la astronomía entre sus ciencias y tuvo un calendario lo suficientemente largo como para requerir unas reformas periódicas. De todo esto (y mucho más) disponía también la civilización sumeria, que floreció hacia el 3800 a.C, y la civilización egipcia, que le siguió hacia el 3100 a.C. Otro vástago de la civilización sumeria, la del valle del Indo, llegó hacia el 2900 a.C.
¿Por qué no iba a ser posible que este triple despliegue no tuviera una cuarta ocurrencia en los Andes? Imposible, si no hubiera habido contactos entre el Viejo y el Nuevo Mundo. Posible, si los que habían concedido todos los conocimientos, los dioses, fueran los mismos y estuvieran presentes por toda la Tierra.
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