En mayo de 2007 la empresa cazatesoros estadounidense Odyssey Marine Exploration anunció el descubrimiento de un gran tesoro con el nombre codificado de “cisne negro” (Black Swan Project). El denominado “cisne negro” resultó ser el pecio del buque Nuestra Señora de las Mercedes, con un cargamento de 595.000 monedas, compuestas por escudos y reales españoles y otros objetos, como 17 toneladas de oro y de plata, acuñadas en Potosí, Lima, Popayán y Santiago de Chile a finales del siglo XVIII. El buque Nuestra Señora de las Mercedes (1786), acompañado en ese momento por tres fragatas (La Clara, La Medea y La Fama), fue hundido por los ingleses en su viaje de Montevideo a Cádiz, el 5 de octubre de 1804, en la batalla del Cabo de Santa María. El litigio por la propiedad del cargamento se inició el 29 de mayo de 2007. El juez de Tampa, Florida (Estados Unidos), Mark Pizzo, que instruyó la demanda interpuesta por el gobierno español contra la empresa cazatesoros Odyssey, obligó a la empresa estadounidense a devolver a España el tesoro que transportaba la fragata Nuestra Señora de las Mercedes. Ordenó el martes 20 de marzo de 2012 la entrega inmediata a España de los objetos que aún permanecían en Gibraltar. En junio de 2012 Odyssey hizo entrega a España de parte del tesoro que mantenía en Gibraltar. En el curso de los siglos, millones de personas han escondido sus fortunas, grande o pequeña. Pero muchos de ellos murieron sin haber podido recuperar sus bienes o divulgar el lugar de su escondite. Esos tesoros de naufragios cubren literalmente los fondos oceánicos. El Ministerio de Marina francés afirma que trescientos cincuenta a quinientos barcos se hunden anualmente solo en las costas de Francia. Y a casi cada naufragio corresponde un tesoro. Sin que se necesite citar los pesados galeones españoles de las flotas del oro y los grandes vapores de las líneas comerciales, es evidente la realidad de tesoros innumerables y ocultos. Cada año, la prensa habla de un centenar de descubrimientos fortuitos. En la historia de los tesoros, el triunfo más espectacular y sensacional lo constituye el de William Phips, patrón de todos los buscadores de tesoros. Phips, un americano de Boston, descubrió en 1686, en el Banco de Plata, en el mar Caribe, los restos de un galeón que se cree era el Nuestra Señora de la Concepción. Recuperó un tesoro de 200.000 libras esterlinas. Fue nombrado caballero por el rey de Inglaterra tras este éxito, y murió en la opulencia, legando su fortuna a una obra benéfica.
En julio de 1641, la Flota de Nueva España partió de Veracruz en su viaje de vuelta a la Península. El convoy estaba formado por treinta naves. A la cabeza iba, como capitana, el galeón San Pedro y San Pablo; en la cola, la nave del almirante Juan de Villavicencio, el Nuestra Señora de la Concepción, un galeón de 600 toneladas que había sido construido en La Habana en 1620. El Concepción llevaba una carga de incalculable valor: nada menos que 25 toneladas de oro y plata, así como miles de monedas de Felipe IV, correspondientes a la mayor parte de la producción de oro y plata de las minas de México y de Potosí, en Bolivia, de los últimos dos años. Además, en las bodegas iba un cargamento de porcelana china de la dinastía Ming, joyas, las pertenencias de la viuda de Hernán Cortés y el inevitable contrabando de oro y plata, que representaba, al menos, un tercio de la carga oficial. Tras hacer escala en La Habana para reparar averías, la flota reanudó el viaje. Salvó con éxito el canal de Bahamas, pero a la altura de Florida los sorprendió un huracán que dio a pique con la mayoría de los barcos. El Concepción consiguió salvarse en primera instancia, pero quedó desarbolado y el fuerte oleaje lo arrastró. Finalmente, a las ocho de la tarde del 30 de octubre, el navío chocó violentamente con unos arrecifes sumergidos a 75 millas náuticas al norte de La Española, la actual República Dominicana. Por si esto fuera poco, las corrientes lo arrastraron de madrugada hasta que impactó contra otro arrecife. La tripulación, aterrada, intentó ponerse a salvo, y el almirante ordenó fabricar balsas con la madera del buque. Pero se produjo un motín entre sus oficiales, que intentaron reflotar la nave a la desesperada. Las cabezas de coral abrieron varios boquetes en el casco y tras varios días a la deriva, el 11 de noviembre el Concepción se partió por la popa y se hundió entre dos aristas de coral, a 15 metros de profundidad. Finalmente, de 500 tripulantes tan sólo 200 lograron salvar la vida. La extraordinaria carga de oro y plata del Concepción hizo que de inmediato surgiera el proyecto de rescatar el tesoro hundido. El propio Villavicencio trató de organizar varias expediciones al efecto, pero la burocracia, los temporales y los piratas franceses se lo impidieron. Unas décadas después del naufragio, en 1687, William Phips, un capitán de barco de Nueva Inglaterra, conoció casualmente a un superviviente del Concepción, quien le reveló la posición del pecio a cambio de una parte del botín.
Sin perder tiempo, Phips fletó dos barcos, el James and Mary, capitaneado por él, y el Henry, al mando de su amigo el capitán Francis Rogers. Con ellos se dirigió a La Española. Para engañar a las autoridades españolas permaneció en puerto con el James and Mary como si se dedicara al comercio, mientras Rogers iba en busca del pecio en el otro navío, en el que llevaba asimismo a unos indios caribes capaces de sumergirse a más de 15 metros de profundidad. La tarea no era fácil, porque al cabo de cuarenta años la madera había desaparecido y sólo gracias a los cañones pudieron localizar los restos, que se hallaban «entre tres grandes masas de coral que sobresalían con la marea baja, en el centro del arrecife». Con las riquezas que extrajo, Phips, que empezó como pastor y carpintero antes de meterse a capitán de barco, volvió a Inglaterra inmensamente rico. Tras repartir sus ganancias con la Corona, recibió el título de sir y terminó convirtiéndose en gobernador de la colonia americana de Massachusetts. A partir de entonces, el Concepción cayó en el olvido durante casi tres siglos. Fue sólo en la década de 1960 cuando renació el interés por el malogrado navío y, más particularmente, por la carga que Phips no había rescatado. El célebre explorador oceanográfico Jacques Cousteau intentó localizarlo en 1968, pero finalmente sería un cazatesoros norteamericano, Burt Webber, quien encontrase la pista del galeón español. Webber había fracasado en la búsqueda de otros galeones españoles y estaba a punto de abandonar cuando, durante una investigación en el Archivo de Indias de Sevilla, conoció a Jack Haskins, un estudioso del Concepción que había localizado el diario de Phips. El problema era que este documento no indicaba la posición del pecio. Tal información debía figurar lógicamente en el diario de Rogers, el marino que dirigió el rescate a bordo del Henry, pero su rastro se había perdido. Hasta que, en abril de 1978,Webber recibe una sorprendente carta de Peter Earle, profesor de Economía y aficionado a la historia naval. En ella, Earle le proponía escribir un libro sobre el tema y al final dejaba caer esta frase: «Dicho sea de paso, tengo el cuaderno de bitácora de Francis Rogers». La suerte volvía a sonreír a los cazatesoros. Cuando Webber leyó el diario de Rogers, su imaginación se inflamó. El capitán describía la posición del pecio con todo lujo de detalles y no dudaba en calificarlo como «el barco más rico que jamás zarpó de las Indias». Por si fuera poco, la relación de lo recuperado en 1687 dejaba claro que, sin contar con la carga no declarada, aún permanecía en el fondo más de la mitad de las riquezas transportadas por el galeón. El galeón Nuestra Señora de la Concepción yace aún a 163 millas marinas francesas, al nordeste de Puerto Plata (República de Santo Domingo) y a 98 millas al nordeste de las islas Turcas, o sea, aproximadamente, en 21° 3 0’ latitud norte y 70° 28’ longitud oeste, en un banco de arena y coral, y a una profundidad de 10 a 20 brazas.
En razón de los tesoros ahí hundidos, ese sitio en que abundan los arrecifes sumergidos es denominado el Banco de Plata. El Banco de la Plata y la Navidad es un santuario marino de protección de animales mamíferos en el Océano Atlántico, perteneciente a la República Dominicana. Ubicada a 140 Km de la provincia de Puerto Plata, tiene una profundidad promedio de 20 metros, aunque puede alcanzar los 1800 metros de profundidad. Los límites del Santuario de Mamíferos Marinos de la República Dominicana incluyen las áreas correspondientes al Banco del Pañuelo y su área circundante, la Bahía del Rincón y el entorno de Cayo Levantado, así como el área utilizada para la observación de ballenas jorobadas. Se estima que un promedio de 2000 a 3000 Ballenas Jorobadas visitan esta área entre Noviembre y Abril. Las Ballenas Jorobadas llegan a esta área para reproducirse y cuidar de sus crías durante la época invernal que afecta el Atlántico Norte. Porfirio Rubirosa, playboy dominicano de la jet set internacional, que murió en un accidente automovilístico en París, contrató en una ocasión buzos franceses para extraer el tesoro de los galeones españoles que se asegura naufragaron en el Banco de la Plata. Pero Rubirosa fracasó en esa aventura. Otras expediciones han tenido mejor suerte y en algunos museos se exhiben piezas obtenidas de esos rescates arqueológicos. El paraíso de los tesoros submarinos es, sin duda, el mar Caribe, con sus miles de naves, galeones, fragatas, buques hundidos desde el descubrimiento de América. Por lo demás, hay que citar: la bahía de la Mesa, en el cabo de Buena Esperanza, donde yacen centenares de goletas, holandesas en su mayoría; el mar Amarillo; el terrible estrecho de Bass; las costas de Chile, Perú, Venezuela y Brasil, repletas de treasure ships; las costas de España, de Inglaterra y del sur de los Estados Unidos. En cuanto a tesoros terrestres, Francia posee una situación privilegiada, a causa de sus templarios, sus guerras de religión y, especialmente, de la revolución de 1789. Muchos son ignorados por el gran público, que no conoce sino los más célebres, como Rennes-le-Cháteau, Argeles, Arginy, el tesoro de los cátaros, en Montségur, o los setenta y cinco tesoros de la abadía de Charroux, en Vienne.
Otros centros mundiales, con respecto a tesoros terrestres, los encontramos en primer lugar en el Perú, con su auténtico tesoro de los Incas; Inglaterra, Bolivia, Argentina y sus tesoros de la guerra de la Independencia; México con sus tesoros de los mayas y los aztecas; Africa del Norte, repleta de joyas de leyenda, en escondites que guardan las maldiciones, los perros negros o los gigantes. España, Italia, Alemania, con sus fabulosos tesoros de guerra; la India, los Estados Unidos, en todo el trayecto de la Vieja Pista española, que lleva de Nueva Orleáns a Frisco. Y más todavía: los tesoros de las islas, donde yacen barriles de joyas, doblones y monedas de los piratas, los filibusteros y los Hermanos de la Costa. Desde tiempos remotos los seres humanos tuvieron la idea de disimular en un escondrijo los tesoros que deseaban librar de la avidez de sus contemporáneos. Se han descubierto numerosos escondrijos prehistóricos, como los de Ayez, en Barou (Indre-et-Loire), que entregaron maravillosas herramientas de sílex, que pueden admirarse en el museo de Grand-Pressigny. Tal vez hubo también escondrijos de conchas, huesos, grabados, dientes de animales, etc., pues está probado hoy, sobre todo por esa maravilla que es la gruta de Montignac-Lascaux, en Dordoña, el Louvre de la prehistoria, que quince a treinta mil años antes de nuestra era los habitantes de Francia tenían las artes en grande estima y gozaban de una civilización cuya amplitud aún no conocemos. Pero vamos a ocuparnos de tesoros que no datan de los tiempos prehistóricos. Dando a la palabra tesoro el sentido restringido de cosas y objetos de valor, como monedas, alhajas y piedras preciosas, no remontaremos nuestra cronología más allá de la era cristiana. Por lo demás, las monedas, que constituían la base de los tesoros, no aparecieron tal vez, en cantidad notable, sino muy recientemente, con los hebreos, los griegos y los chinos. Según André Fourgeaud, la primera moneda conocida, el “chat” egipcio, de tiempos de Ramsés II, unos mil trescientos años antes de Cristo, correspondía a un peso convencional de oro, plata o cobre. Pero esta moneda arbitraria, ideal, nunca fue materialmente creada. Las primeras monedas circulantes fueron acuñadas hacia el siglo VII antes de Cristo. Eran principalmente de hierro, pero quinientos años antes de Cristo se empleó el bronce. En el año 200 a.C. se utilizó la plata, y por fin el oro, bajo Sila, en el 86 a.C. Entretanto, se habían utilizado las más diversas materias, tales como cuero, porcelana, tierra cocida, vidrio y madera. Entre los primitivos, las monedas fueron, y son casi hasta hoy, más extravagantes, pero no menos lógicas. Tenemos conchas, finas cortezas, dientes de tigre, calabazas de mijo, etc.
Es interesante notar que en todos los países del mundo las primeras monedas recurrieron siempre a símbolos mágicos. Las de los hebreos llevaban signos religiosos y ocultos; las de los griegos, una lechuza, una tortuga, un pentagrama; las monedas chinas tenían forma de campana y de efigies cubiertas por ideogramas mágicos. Para los primitivos, tanto como para los primeros pueblos civilizados, las monedas tenían en sí algo de la persona que las poseía. De aquí, sin duda, la creencia en una defensa oculta que custodiaba los tesoros enterrados, donde el propietario habría encerrado también una parte de su alma y de sus fuerzas vitales. En el Perú precolombino, el oro y la plata, abundantes, no figuraban al parecer en las monedas, que eran hechas de granos de una rara materia, aislados o reunidos en collares, y de conchas con virtudes mágicas. En cambio, los toltecas y los aztecas empleaban las monedas de oro. Los tesoros están tratados ampliamente en la literatura, como en los documentos encontrados en Quoum’ran, cerca del mar Muerto. En el verano de 1947 un pastor beduino, de la tribu de los taamiras,descubrió en una caverna de Palestina unos extraños objetos, algunas jarras y paquetes envueltos. El jeque a quien contó su hallazgo deshizo las telas impregnadas de betún y de cera y se encontró con once rollos de cuero llenos de inscripciones. Los monjes del convento ortodoxo de San Marcos compraron cinco rollos, los mejor conservados, por unas 20 libras esterlinas. Los seis restantes fueron adquiridos por el Museo de Antigüedades Judías, adjunto a la Universidad hebraica de Jerusalén. El profesor Sukenik, arqueólogo de esa Universidad, comenzó a descifrar los rollos y obtuvo la autorización para copiar los documentos comprados por los monjes. Pronto se expandió la noticia por el mundo entero, interesado por el descubrimiento. Los documentos hallados en el desierto de Judea son manuscritos hebraicos que datan probablemente de la época macabea, o sea unos dos siglos antes de nuestra era. El texto está redactado en caracteres arcaicos. El beduino que hizo el descubrimiento desapareció, pero se encontró la caverna a 12 kilómetros al sur de Jericó, en la pared rocosa que domina el litoral del mar Muerto, a 2 kilómetros al oeste de la ribera y en la región de Quóum’ran. Se encontraron nuevos rollos; pero ya no se vendían a 20 libras, ya que se les estima un valor de varios millones de dólares.
Sorprendentemente los traductores encuentran en esos manuscritos indicaciones concernientes a unos sesenta escondrijos en que estarían enterrados fabulosos tesoros. Se cree que la gruta de Quoum’ran fue el escondrijo en que los monjes de un convento esenio , tal vez durante el sitio de Jerusalén por Tito, pusieron en lugar seguro su biblioteca y sus tesoros religiosos, siendo estos últimos robados, sin duda, en el curso de los siglos. Los esenios eran miembros de una secta judía ascética del siglo 1 a.C. y el siglo 1 d.C. La mayoría de ellos vivían en la orilla occidental del Mar Muerto. Se han identificado por muchos estudiosos con la comunidad de Quoum’ran que escribió los documentos llamados popularmente Rollos del Mar Muerto. Eran cerca de 4000 miembros. La admisión requería dos o tres años de preparación, y los nuevos candidatos tomaron un juramento de piedad, la justicia y veracidad. Según Filón de Alejandría y otros escritores del siglo 1 d.C., los Esenios compartían sus posesiones, vivían de la agricultura y la artesanía, rechazaban la esclavitud, y creían en la inmortalidad del alma. Sus comidas eran eventos solemnes de la comunidad. El principal grupo de los esenios se oponía al matrimonio. Se dedicaban a la oración y a sesiones de estudio, especialmente en el día de reposo. Los infractores eran excluidos de la secta. La similitud entre las prácticas de los esenios y los conceptos y prácticas cristianas , tales como el reino de Dios, el bautismo, las comidas sagradas, la posición de un maestro central, los títulos de funcionarios, y la organización de la comunidad, han llevado a algunos a suponer que había un parentesco cercano entre los esenios y los grupos en torno a Juan el Bautista y Jesucristo. Es posible que después de la disolución de la comunidad esenia algunos miembros siguieran a Juan el Bautista o se uniesen a una de las primeras comunidades cristianas. Pero cualquier otra conexión directa parece poco probable. Se cree que los sesenta escondrijos esenios encerrarían hasta unas 200 toneladas de oro y plata, metidos en cofres y enterrados. Los puntos de tales escondrijos se hallarían entre Naplusa, antigua Siquem, El-Khalil, antigua Hebrón, y el monte Gerzim. Varios gobiernos y comunidades religiosas reivindican estos tesoros. Se trata de los judíos, árabes, ortodoxos, católicos, norteamericanos, israelitas. Asimismo Inglaterra, que en la fecha del descubrimiento ejercía aún su mandato en Palestina. La legislación sobre tesoros fue tratada hace veintitrés siglos por Platón en Las Leyes y por Aristóteles en su Tratado de Política. Aristóteles escribió que un tesoro debe pertenecer a su descubridor. Y cuenta la historia de dos hermanos griegos que encontraron un cofrecillo enterrado ante el temor de una invasión de los persas. Para Aristóteles, cuya lógica y sabiduría son admirables, un tesoro es un don de la fortuna, una gracia, un regalo de Dios, y, en consecuencia, le corresponde por entero al que lo descubre.
Los tesoros escondidos que existen en toda la Tierra tienen muy diversos orígenes. A menudo, son antiguos botines de piratas o de bandidos, de manera que más allá de los siglos puede establecerse una especie de complicidad involuntaria entre los ladrones y los descubridores, beneficiándose éstos, de manera legal, con los despojos realizados en tiempos pretéritos. En algunos países el robo tiene su prescripción legal tras algunos años. Los más antiguos buscadores de tesoros que entran en la historia son, los ladrones de tumbas, sobre todo en Egipto. En otros tiempos, un príncipe o un faraón, para dejar este mundo con dignidad y llevar en el más allá una segunda vida digna de su rango, debía ser enterrado con sus trajes de gala, sus armas, sus alhajas familiares y parte de sus riquezas. La tumba se convertía entonces en una verdadera cámara de tesoros en que abundaban los objetos preciosos. De ahí el hecho de tratar de hacerla inaccesible a los ladrones de tumbas. Así nacieron los diversos monumentos funerarios del mundo antiguo. Más modestamente, la gente menos pudiente tuvo derecho a criptas, o, simplemente, a sarcófagos que no dejaban de encerrar verdaderos tesoros dispuestos junto a los despojos de los difuntos. Era lo suficiente para tentar durante siglos a hordas de ladrones y después a un ejército aún más denso de arqueólogos e historiadores. Sabido es que los ladrones de tumbas arruinaron más los monumentos antiguos que miles de años de erosión natural y de guerras. La mayoría de los hipogeos de Egipto, de Grecia y de Italia, los de los etruscos, y las criptas de los romanos fueron violados durante siglos. Lo mismo ocurrió en África del Norte, y, por ejemplo, la célebre Tumba de la Cristiana, cerca de Argel, recibió numerosas visitas dañinas. Pero los sacrilegios más lamentables se cometieron en las Indias Occidentales durante la conquista española. En el Perú, todas las tumbas de los altos dignatarios incas pagaron su tributo de oro, que fue importante, si nos atenemos a las crónicas. Por su parte, los arqueólogos, en nombre de la ciencia, continuaron la obra de los ladrones. Podemos recordar los descubrimientos efectuados en 1873 por Heinrich Schliemann entre los restos de la antigua Troya, en la tumba de un soberano no identificado, y en 1876, en la presunta tumba de Agamenón en Micenas. El descubrimiento del tesoro y de las cuarenta tumbas de la necrópolis de Deir el Bahari, en Egipto, tuvo resonancia mundial.
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