“Me da vergüenza admitir que mi hija me ha echado de casa, me ha robado la cartilla y ha falsificado mi firma. Cómo voy a decir que la persona a la que le di la vida me ha abandonado en la calle como a un perro“. Se trata de un testimonio anónimo que visibiliza una realidad que apenas aparece en las portadas, pero que existe.
La presencia y el ruido de los mayores pensionistas manifestándose en las calles y plazas de España, ocupando portadas y titulares, contrasta con el silencio de otras muchas situaciones. La Organización Mundial de la Salud (OMS) calcula que un seis por ciento de los ancianos sufren malos tratos, de los que el 80 por ciento se registran en países desarrollados. Los tipos de maltrato más frecuentes son el físico, abuso sexual, abuso económico, desatención, y el maltrato psicológico basado en el miedo al abandono. “En España, el 7% de los ancianos sufren maltrato, pero pocos denuncian”
Entiendo que la soledad no es patrimonio de la edad, ni del género, o nacionalidad, sea cual sea. No encuentro datos, ni fuentes contrastadas que determinen cuánta soledad hay en los jóvenes, hombres, mujeres, solteros, casados, divorciados, separados, blancos, negros, occidentales, orientales, cristianos, budistas, judíos, agnósticos o ateos. Ni tampoco elijo ningún adjetivo que califique la soledad, porque su naturaleza es contradictoria y compleja, como lo es la propia naturaleza humana. Hay estudios recientes como el del King´s College de Londres en el que seis de cada diez adolescentes entre 12 y 17 años declaran que se sienten solos. Aun tomando con precaución estos datos, la posible sintomatología que suscitan estas cifras merece cierta atención.
La adolescencia es un tránsito, una edad que exige cambios (físicos, hormonales, neuronales, psicológicos, emocionales, sociales). Por otro lado, son unos años de construcción, una edad que cruza esa tierra de nadie que con frecuencia dura demasiado. Abre un escenario en el que crece la identidad de cada cual, amparada por la presión de los pares, la apariencia social, y el despotismo del “ser es ser visto”. Un territorio inhóspito, lleno de incertidumbres, que necesita acompañamientos, de los pares y de los adultos. La soledad no sustituye esas presencias y sí agravar conflictos, que pueden derivar en soledades crónicas y negación de vínculos.
Una vez más el papel de la familia es imprescindible, el tiempo y el diálogo no son reemplazables, porque serán el fundamento de la autoestima. Un aprecio de sí mismo que crece desde el interior, con el firme apoyo de los progenitores, en el conocimiento y la aplicación de unos límites. Una autoestima que está en las antípodas del narcisismo imperante, que crece como grotesca protuberancia, al abrigo y el empuje de una eternaautocomplacencia y el aplauso fácil y falso de los likes de las redes sociales. El cóctel posmoderno contiene una infancia sin límites, una adolescencia sin diálogo, unos padres que prefieren ser colegas que progenitores de sus hijos, o unos padres que nunca están porque siempre hay otras prioridades. Un estupendo caldo de cultivo para la profusión de redes de soledad.
Una soledad elegida
Parece que existen soledades elegidas, que son un bálsamo. Otras se sufren como un castigo, y muchas son silenciadas. Soledades silenciadas que se sufren en el olvido, que para muchos ancianos son una permanente dolencia, pero también para adolescentes y jóvenes que están construyendo su identidad. “La soledad que uno busca / no se llama soledad; / soledad es el vacío / que a uno le hacen los demás”. Reza un epitafio en la tumbe de Pedro Garfis, poeta español exiliado en México.
Las cifras solo dan una información relativa, la soledad no es cuantificable, porque tiene una dimensión que trasciende el número y la estadística. Se observa con frecuencia que los medios de comunicación, siempre proclives al pensamiento blando y acrítico, califican la soledad de enfermedad, incluso de epidemia y pandemia, una adjetivación muy sesgada que suscita la fácil tentación de encontrar una fácil solución acudiendo a los fármacos, donde la pastilla es remedio, la terapia y la cura, como ya se ha indicado en el miedo a vivir con nosotros mismos en una sociedad medicalizada “la afirmación de Murthy de que la soledad es similar a una epidemia contagiosa, que puede propagarse de una persona a otra, evidencia la creciente tendencia a medicalizar lo que desde siempre ha sido una característica integral de la condición humana”