Durante siglos, los impuestos fueron el símbolo patente de la servidumbre. Los derrotados, los siervos, los subyugados debían pagar impuestos. Hoy escuchamos en prácticamente todos los foros políticos de todos los colores que los impuestos son el precio de la libertad.
Un estado que garantice la libertad económica, dicen, ha de financiarse mediante la imposición de cargas fiscales a la actividad cuya libertad se pretende proteger. Es la misma teoría que nos explica la imposibilidad de confiar únicamente en contribuciones voluntarias, porque la voluntariedad privilegia a quien no quiere pagar, aliviando al avaro y desprotegiendo a la viuda.
Sin la exigencia de la universalidad de la carga fiscal, el Estado tendría que ganarse el favor de los capacitados para hacer grandes donaciones, a cambio, sin duda, de prebendas y favores. Por ello, la libertad y la individualidad sólo pueden ser salvaguardadas por el Estado si todos contribuyen económicamente al mantenimiento de sus estructuras. Los contribuyentes se aprovechan entonces de “la paz interior que garantiza el estado”, del derecho otorgado por el estado para “celebrar contratos y obligar a su cumplimiento”, de los beneficios de una “moneda con garantía del gobierno” o de la buena educación pública y obligatoria de los futuros productores y consumidores. Dado que los demandantes de tales servicios son los propios miembros de la comunidad, queda plenamente justificado cualquier tipo de impuesto sobre los ingresos de éstos, sobre el fruto de su trabajo.
Nada de lo escrito hasta ahora, que son las ideas matrices sobre las que pivota la justificación de todos los ministerios de hacienda de cualquier país occidental, tiene que ver en lo más mínimo con la libertad.